“Ahora que ha muerto Bin Laden, vivimos en un mundo mejor”, se ha dicho desde las altas esferas de la Casa Blanca. Como de costumbre, la clase política americana ha vuelto a hacer gala de su tendencia para dos cosas: primero, para dar solemnidad a sus éxitos -no importa cuán relativos o pírricos sean-, dotándolos de pompas e ínfulas que, de tan recargadas como las muestran, no duran más que unos pocos meses o, si se apura, unos pocos días. Segundo, se ha puesto de manifiesto su irredenta habilidad para embrollar las cosas, para complicarse la existencia de cara a la opinión pública a base de contradicciones, desmentidos de lo que antes dije y afirmaciones que juraría haber dicho pero que vosotros no escuchasteis. A uno le asombra torpeza tal en unos organismos que, se supone, están o deberían estar conformados por lo más granado de la inteligencia mundial. En cuanto a la primera característica, tras la algazara inicial se están oyendo ya las primeras voces de repulsa ante la forma de llevar a cabo lo que no deja de ser un asesinato, por ruin, abyecta, despreciable y asesina que sea la persona asesinada; en nuestro mundo de gentes civilizadas no funcionan o no deberían funcionar los mismos códigos que entre aquellos que buscan la destrucción por sistema para obtener sus logros. Actuar de la misma manera a como ellos actúan no hace sino reforzar su punto de vista, y todos sabemos o imaginamos las funestas consecuencias que este decorado puede deparar. Se ha dicho que Bin Laden, en el momento de su muerte, estaba desarmado, descartando por tanto el ataque en defensa propia. ¿Era necesario pegarle un tiro en la cabeza y, una vez hechos los respectivos ritos mortuorios árabes -aquí hay que reconocer el buen tino-, tirar su cadáver al mar? Por mucho que la mayoría de los organismos oficiales y gobiernos mundiales intenten dotar a este suceso de legitimidad moral, a nosotros hay algo que nos chirría. Nunca la muerte se compensó con más muerte, y esta es enseñanza que, a estas alturas de civilización humana, debería estar aprendida. Ahora andan mareando la perdiz con que si enseñan o no las fotos del cadáver, argumentando que las imágenes son demasiado crudas. Si tan preocupados están por la sensibilidad y estado de revista mental y ético de la población, mejor harían en regular la violencia gratuita que se ve en los telediarios de todas las televisiones, y, más aun, directamente en censurar -sí, sí, censurar- determinadas películas o sagas, como la de Shaw, por ejemplo. Esta repentina prudencia en mostrar sangre se ha convertido en el foco central del discurso, desviando la atención de lo verdaderamente importante e incómodo, esto es, la forma en que acabó la operación en la mansión de Abbottabad.
En fin, ahora que ha muerto Bin Laden, veremos en lo sucesivo si el mundo es mejor que el que el terrorista dejó. De momento, lo que sí es cierto es que el histórico dirigente de Al Queda tendrá difícil perpetrar más matanzas desde el fondo del océano. Lo malo es que seguramente otro lo hará en su lugar. De momento, don Nicéforo Satrústegui Sánchez, vecino en paro de un servidor, se ve de patitas en la calle porque no puede pagar la hipoteca, y Blanca Olmedo Gómez, la tímida y dengue adolescente del 4ºB, anda muy deprimida porque cree que su novio ya no la quiere. Para ellos, ahora que ha muerto Bin Laden, el mundo sigue igual.
Imagen de cabecera: vista aérea de la mansión de Abbottabad (Pakistán) donde se escondía Bin Laden.
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