miércoles, 25 de mayo de 2011

CAPRICHOS

Se ha hablado mucho sobre el tema y nada más lejos de nuestra intención que abordar la espinosa cuestión de si es verdad o no lo es. Solamente hablaremos desde nuestra escasa posición de cronista de lo pequeño y de filósofo de andar por casa. Parece, por lo que hemos ido viendo a lo largo de nuestra experiencia y lo que vemos a nuestro alrededor, que sí, que en general al hombre le gustan mucho más las cosas de los otros que las suyas propias, o por mejor decir, que valora mucho más aquello que por fatal designio nunca podrá poseer que aquello que cansadamente aloja en los propios brazos. Pasa con todo, con el coche, con la ropa, con la cara, con el trabajo, con la novia (o novio, es lo mismo; aquí hablamos de ambos géneros, e incluso es posible que en la mujer este fenómeno se exacerbe). Incluso pasa con los hijos.

—Pues el hijo de Guillermina ya terminó Historia del Arte y trabaja en el Vip´s los fines de semana. ¡Ah!, y estudia también Música. ¡Música!...

Nuestra madre nos repite la palabra música tantas veces que se nos vuelve odiosa. Por momentos, nos decimos que jamás volveremos a escuchar una canción. Aunque más odioso se nos vuelve el dichoso hijo de Guillermina.

Así es. Lo mejor siempre está en manos ajenas, y sobre todo la felicidad. Los disgustos sólo tienen querencia por nuestro pobre corazón, y, en el rellano del ascensor, el vecino siempre nos saluda eufórico. Le vemos estupendamente. Por el contrario, nosotros notamos que nos mira como pensando: “¿qué le pasará a este hombre? ¡Pobre! ¡Qué mal le debe de ir!”, cuando lo más probable es que esté en idéntica situación a la nuestra de adivinada inferioridad.

Ser caprichoso es condición humana, quizá una de las primeras, de las más antiguas. Y no cabe duda de que el ser caprichoso procuró al hombre primitivo preciosas oportunidades para prosperar y llegar a dominar el planeta como lo hace hoy en día. Nos es difícil imaginar a un Homo Habilis, por poner un ejemplo, ocupar un territorio nuevo solamente porque no era suyo. Quizá, el territorio donde estaban antes era mejor, pero… ¡ah!, caprichos.

Viene todo a esto a cuento de la situación de un jugador del Real Madrid de baloncesto, el estadounidense Clay Tucker, alero de 1.96 y 30 años. Para situarnos debemos retrotraernos un año y medio en el tiempo, hasta el 19 de noviembre de 2009. Aquella noche, su equipo, el DKV Joventut, visitaba Vistalegre, entonces la cancha donde el Real Madrid jugaba sus partidos. Ganó el Real Madrid de forma ajustada, pero en la retina de los aficionados madridistas quedó la soberbia actuación de Tucker, que metió 27 puntos, con 6 de 9 en triples y canastas de todos los colores y sabores. Impactó sobre todo su estética, su elegantísimo tiro en suspensión, muy de jugador americano. Anotó saliendo de bloqueos indirectos, con el defensor punteándole el tiro o de fade away. A partir del tercer cuarto, y cuando Tucker ya había ametrallado inmisericordemente el aro madridista y convertido oficialmente su actuación en exhibición, cada canasta suya era respondida con una onomatopeya mitad resignación, mitad admiración. Aquella noche la parroquia blanca dedicó una sonora ovación a Tucker, y parecía decirle a los dirigentes: “¿Pero es que no lo veis? ¡Fichen a ese jugador!”

Unos meses después, en julio de 2010, el Real Madrid anunciaba el fichaje de Tucker. Ya para entonces, sin haber jugado un solo minuto, los aficionados cantaban su desacuerdo: al fin y al cabo, ya era suyo, ya no estaba en otro equipo. Ya no era aquel crack que deslumbró con la camiseta del DKV Joventut en una serena noche de otoño. Seguramente ya no era un jugador tan atractivo, ni tan elegante, ni mucho menos el anotador que necesita un club como el Real Madrid. Y, quizá, por el mero hecho de ser suyo, de estar en sus filas.

Hace dos semanas, en el partido frente al Cajasol en la Caja Mágica, aplazado por la Final Four, Tucker fue insistentemente pitado. Se le pitó cuando fue presentado, cuando tocaba el balón y cuando salía o entraba a la pista. Incluso cuando anotaba, los aplausos eran otorgados como a regañadientes, a excepción de unos pocos esforzados, heroicos defensores de las causas perdidas. A esto se ha llegado, y nos recuerda, con infinita tristeza, a esas historias de amor en las que el final, fatalmente presentido, prevalece sobre el dorado recuerdo de los comienzos, de los soles de los primeros días que ya se apagaron y que ya no nos calientan; los comienzos que parecen haber ocurrido hace miles de millones de años, si es que en realidad ocurrieron alguna vez; los comienzos cuyo recuerdo nos ata un nudo de sollozos a la garganta, que sin embargo no se atreven a salir, a ser purgados.

Tucker parece que fue más un capricho que otra cosa. Y cuando los caprichos son concedidos, normalmente son pagados, en el mejor de los casos, con una cordial indiferencia.

Imagen de cabecera: Clay Tucker hace una bandeja. El estadounidense, en su primera temporada en el Real Madrid, promedia 8.7 puntos en 34 partidos de liga regular en la ACB.

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