viernes, 27 de mayo de 2011

EL CUENTO CHINO

El cuento chino somos nosotros, por lo que parece. Y no ellos. No los chinos. En pleno paseo de Recoletos, muy cerca del Café Gijón, Cibeles y el Banco de España, entre otros símbolos de lo nacional, está el primer banco chino de España. Todo en él es chino, y, más que nada, el rótulo y la fachada, que es lo que conocemos. Ni una palabra en español o en inglés. Se conoce que el número de chinos en España es ya lo suficientemente elevado para abrir con garantías un banco de esa nacionalidad. Y ello, por qué no decirlo, nos produce un cierto pavor. De los más de 6.000 millones de criaturas humanas que pueblan este planeta, 1.300 millones son chinos. Y casi otros 1.000 millones, indios. Dos tercios de la población mundial pertenecen a alguno de esos dos países. Pero los chinos, no sabemos por qué, nos dan más miedo.

¿Miedo de qué?, cabría preguntarse. Lo primero de todo, de su número. Así como el concepto de 45 millones de españoles nos es familiar e incluso vagamente imaginable, pensar que haya 1.300 millones de personas de un mismo país se nos antoja algo así como esas distancias siderales entre estrellas y galaxias. Desde fuera, desde Europa, da la sensación de que China lleva décadas preparando su golpe de estado mundial, a la chita callando, como actúan ellos, como actúan casi todos los asiáticos; un golpe de estado que más que por humanos parece hecho por extraterrestres, siendo por tanto los chinos la verdadera invasión alienígena de que tanto se ha hablado y se habla en los cenáculos de la imaginería y la ciencia ficción.

Pero sobre todo nos espanta su soberana capacidad de trabajo. Nos hemos acostumbrado muy pronto a que las tiendas de alimentación regentadas por chinos cierren a las once, a las once y media, a las doce. E incluso, los fines de semana en el centro, mucho más tarde. Pero uno recuerda los tiempos en que a las ocho había que bajar corriendo a comprar el artículo que se le había olvidado a mamá, porque si no, cerraban. Ahora ya no. Ahora, en caso de apuro, siempre están las tiendas de chinos. Y las hay en cualquier parte, sin importar el barrio.

Primero fueron los restaurantes, luego las tiendas de todo a cien y después las de alimentación. Y todo ello goza de un éxito incuestionable, a pesar de todas las prudencias que nos procuran estos establecimientos en los que todo huele un poco a cosa clandestina, a mafia, a sospecha -y, a veces, certeza- de baja calidad. Lo más curioso de todo es que, a pesar de haber muchos chinos en Madrid y en España, y el banco del paseo de Recoletos es una muestra inequívoca de ello, no es usual verlos por la calle. Uno, por el centro de Madrid, se cruza con ecuatorianos, peruanos, filipinos, turistas europeos y, de vez en cuando, algún español (se sabe por el bigote). Pero casi nunca a chinos porque, evidentemente, están en sus restaurantes y tiendas, en donde creemos que muchos de ellos comen, crían a sus hijos, ven la tele, juegan con el ordenador, duermen, viven.

Resulta que, en un mundo capitalista, será uno de los últimos reductos comunistas los que lo controlen. Lo chino se ha ido entreverando en Madrid, en España, en occidente, de manera lenta, casi imperceptible, pero segura. El trabajo en términos de volumen de tiempo como base de la prosperidad. Eso a los españoles nos casa muy mal, y por ello es que vemos la invasión china no con recelo, sino con verdadero temor. En la arquitectura mental del español no está, no puede estar, el pasarse 14 o 16 horas al día metido en su tenducho. Ahora pasó de moda aquello de pedir menos horas laborables, pero seguro que tal pretensión volverá. Y mientras, los chinos, como los artesanos medievales, que tenían el hogar en la trastienda, ahí los tenemos, viviendo para trabajar como si eso fuera la cosa más natural del mundo.

Lo dicho, el cuento chino somos nosotros. Qué miedo.

Imagen de cabecera: El Industrial and Comercial Bank of China (ICBF) es el primer banco del mundo por capitalización burstátil. Hace pocas semanas, abrió su primera oficina en Madrid.

jueves, 26 de mayo de 2011

LOS CABALLEROS YA NO SE LLEVAN

Como institución, el Real Madrid ya ha elegido su camino. Lo anunció oficialmente ayer, pero es seguro que la decisión estaba tomada desde hace un tiempo o, mejor dicho, la decisión se ha ido tomando a lo largo y ancho de toda la temporada que acaba de terminar. No parece que haya habido ningún momento en que en las altas instancias del club hubiera alguna duda sobre alrededor de qué astro debía girar la entidad, en perjuicio del otro centro de gravitación, del otro mundo, del otro planeta, que era (es) Jorge Valdano, pero que desde ahora trazará su órbita vital desde otro lugar que no será la Dirección General del Real Madrid. La estrella ya no es binaria, ahora es única, y se llama José Mourinho. Y sobre él gravitará la institución a partir de ahora.

Lo anunció ayer Florentino en una rueda de prensa en la que, como es habitual entre los líderes y políticos de todo el mundo, no pudo prescindir de los siempre insulsos, aburridos y prefabricados comunicados escritos. Ya nadie habla en público, todos leen. El señor de turno se pone a leer un papel, seguramente escrito por otro, y derrama sobre la agostada sala de prensa una letanía de lugares comunes, frases grandilocuentes sobre las que apoyar unas ideas ni originales ni inteligentes y palabros desafortunados sobre los que sin embargo se quiere hacer la descansar la fortuna del mensaje. En el caso de ayer, el palabro afortunado y, por tanto, repetido hasta la saciedad, fue disfunción. No se recuerdan muchos de estos comunicados industriales, alejados de cualquier tipo de calor humano, que hayan dejado una impronta, un calado imperecedero, una sentencia para la posteridad. Los comunicados son cómodos, evitan preguntas indeseadas -ningún periodista se atrevería nunca a interrumpir tal discurso- y, sobre todo, dice muy poco del que lo lee. Ni se preparó la comparecencia ni deja cuartel para la más mínima improvisación que, como sabemos, es lo que da gracia, humanidad y sensibilidad a las apariciones públicas.

Pero todo esto es otra historia. En el comunicado, Florentino Pérez anunciaba la destitución del Director General del Real Madrid, el argentino Jorge Valdano, jugador, entrenador y Director Deportivo del club en distintas etapas. Un hombre que, de alguna u otra forma, lleva más de veinticinco años ligado a esta sacrosanta entidad; un hombre de la casa, conocedor como ninguno de los valores y resortes que la hacen funcionar; un hombre culto, sensible, lector empedernido, formidable articulista; un hombre que algunas veces se calló lo que pensaba en beneficio del club que ama y para el que se debía pero que nunca renunció a su insobornable cuota de libertad, seña de identidad de toda mente despierta, sana e inteligente; un hombre, en fin, que es de los que no se llevan en el mundo del fútbol ni, yendo más allá, en la sociedad actual. Con Jorge Valdano se va un caballero, una forma de entender el Real Madrid, el deporte y la vida. Y con su marcha, se mantiene, más poderosa que nunca, la otra; ni contraria ni peor, simplemente distinta. Había que elegir, y se ha elegido. Mourinho gana.

Lo dijo el mismo Valdano en su comparecencia de ayer, a la que asistió como solamente él sabe, esto es, con una serenidad a prueba de periodistas pintada en la cara, con un saber estar impropio de lo que se estila en el fútbol, donde se llevan y triunfan de cara al público los entrenadores mascando chicle y diciendo palabrotas; los que, en suma, “dicen las cosas claras”. Y cuanto más claros, más zafios y vulgares son también, añadiríamos. Mesurado, sonriente, iba vestido impecablemente con una chaqueta y camisa azules, sin corbata, luciendo elegancia en el vestir -de esa que se tiene o no se tiene, la única que vale- y aplomo en el estar: “Mourinho ha ganado una batalla que nunca consideré como tal”. Valdano, con esta frase, deja una verdadera perla filosófica con la que desconcertar a casi todos, porque detrás de ella hay mucho más de lo que parece. Al revés que Mourinho, intentó en todo momento mantener una concordia que se veía a años-luz imposible. Mas no por ello cejó de intentar llevarse bien con todos, de no crear tormentas innecesarias en las que sólo luchaban los egos de cada uno, de dar la cara en los momentos difíciles y, sobre todo, de actuar como voz oficial del Real Madrid, cuando se perdía y cuando se ganaba, pero sobre todo cuando se perdía. La derrota explicada y narrada por boca de Jorge Valdano parecía menos derrota. Ahora, el Real Madrid se queda sin su líder, digamos, espiritual. Lo desconcertante es que la afición aprueba este descabezamiento, cuando lo que deberían saber es que un club no es solamente sus logros deportivos, sino también y sobre todo la imagen que se da al exterior, el aura que se transmite cuando está gobernado por gente inteligente. Y qué duda cabe que, sin Valdano, el Real Madrid es mucho menos inteligente que con él.

Se ha optado por un modelo que, según Florentino, “es el inglés”. Eso es lo de menos. Eso es una bravata. No creemos que el Real Madrid tenga que fijarse en ningún modelo, inglés, o no, para dirigir su nave. Tampoco sabemos muy bien en qué consiste el cacareado modelo inglés, ni nos interesa. El Real Madrid, como entidad única que es, debe dirigirse por parámetros únicos. Seguramente parecidos a los que se estilan, pero adaptados a su peculiaridad, a su grandeza.

Es posible que sin Valdano y sólo con Mourinho como emperador del área deportiva, el Real Madrid inicie una dorada época de triunfos. Parece ser que los cimientos se han colocado y que lo que le queda a este equipo no es sino crecer. Hay juventud, calidad y la conciencia de que el Barcelona no es inalcanzable. Es posible que ello ocurra, pero, en ese caso, en el caso de que se gane, ¿qué habrá detrás? Sin gente de la casa, los clubes son naves inestables, inmersas en una constante inseguridad. Sin ese pegamento que es el sentimiento de los que mamaron y maman la sabia de una institución, no puede haber ni confianza ni estabilidad. Los clubes son como las amistades: cuando vienen mal dadas, sólo los amigos de verdad te ayudarán a sacarte a flote. Los demás huirán.

Con el despido de Valdano -seguro que doloroso para Florentino, de eso no dudamos-, más que tomar parte por un modelo, por una forma de entender el fútbol, la guerra, la vida, se ha descartado otro. Por lo que parece, eso de ser un caballero, eso de hablar bien, decir cosas inteligentes y con sentido ya no se lleva, y menos en el fútbol. Los Valdanos, para el gran público, siempre serán sospechosos de algo: de engañadores, de pedantes, de charlatanes, cuando no de imbéciles o de inútiles (o de ambas cosas). Es lo que ocurre en España, donde suele preferirse lo tremendo. Tampoco es que Mourinho -ese hombre nietzscheano- represente los valores contrarios. Al revés, al portugués hay que alabarle el gusto por lo políticamente incorrecto, en un mundo dominado por los tópicos y las frases hechas que llenan páginas y páginas insustanciales. Y nos consta que es un hombre sagaz, preocupado por la cultura y el mundo en que vive. Mourinho podrá gustar más o menos, pero lo que no se le podrá tachar es de hipócrita ni de lelo. Es simplemente Mourinho, The special one como le llamaban en Inglaterra. Pero no es Valdano.

La verdadera importancia de Valdano para el Real Madrid se verá en lo sucesivo. Su ausencia otorgará auténtica medida y valor a su pretérita presencia. El hombre sólo pondera la importancia de las cosas cuando no las tiene. Sólo las pondera, en suma, confrontando dos situaciones enteramente distintas en el tiempo. Veremos a ver cómo le va al Real Madrid sin el portavoz más capaz que ha tenido nunca, sin la personalidad que siempre intentó poner una gota de sensatez en un club difícil y fagocitador acostumbrado a nadar en la tormenta; aquel que, en la hora del adiós, en la hora de la derrota, estuvo a la altura de los grandes ganadores: los que saben ganar cuando pierden, y perder cuando ganan.

Imagen de cabecera: Jorge Valdano, durante la comparecencia de ayer en la sala de prensa del estadio Santiago Bernabéu.

miércoles, 25 de mayo de 2011

CAPRICHOS

Se ha hablado mucho sobre el tema y nada más lejos de nuestra intención que abordar la espinosa cuestión de si es verdad o no lo es. Solamente hablaremos desde nuestra escasa posición de cronista de lo pequeño y de filósofo de andar por casa. Parece, por lo que hemos ido viendo a lo largo de nuestra experiencia y lo que vemos a nuestro alrededor, que sí, que en general al hombre le gustan mucho más las cosas de los otros que las suyas propias, o por mejor decir, que valora mucho más aquello que por fatal designio nunca podrá poseer que aquello que cansadamente aloja en los propios brazos. Pasa con todo, con el coche, con la ropa, con la cara, con el trabajo, con la novia (o novio, es lo mismo; aquí hablamos de ambos géneros, e incluso es posible que en la mujer este fenómeno se exacerbe). Incluso pasa con los hijos.

—Pues el hijo de Guillermina ya terminó Historia del Arte y trabaja en el Vip´s los fines de semana. ¡Ah!, y estudia también Música. ¡Música!...

Nuestra madre nos repite la palabra música tantas veces que se nos vuelve odiosa. Por momentos, nos decimos que jamás volveremos a escuchar una canción. Aunque más odioso se nos vuelve el dichoso hijo de Guillermina.

Así es. Lo mejor siempre está en manos ajenas, y sobre todo la felicidad. Los disgustos sólo tienen querencia por nuestro pobre corazón, y, en el rellano del ascensor, el vecino siempre nos saluda eufórico. Le vemos estupendamente. Por el contrario, nosotros notamos que nos mira como pensando: “¿qué le pasará a este hombre? ¡Pobre! ¡Qué mal le debe de ir!”, cuando lo más probable es que esté en idéntica situación a la nuestra de adivinada inferioridad.

Ser caprichoso es condición humana, quizá una de las primeras, de las más antiguas. Y no cabe duda de que el ser caprichoso procuró al hombre primitivo preciosas oportunidades para prosperar y llegar a dominar el planeta como lo hace hoy en día. Nos es difícil imaginar a un Homo Habilis, por poner un ejemplo, ocupar un territorio nuevo solamente porque no era suyo. Quizá, el territorio donde estaban antes era mejor, pero… ¡ah!, caprichos.

Viene todo a esto a cuento de la situación de un jugador del Real Madrid de baloncesto, el estadounidense Clay Tucker, alero de 1.96 y 30 años. Para situarnos debemos retrotraernos un año y medio en el tiempo, hasta el 19 de noviembre de 2009. Aquella noche, su equipo, el DKV Joventut, visitaba Vistalegre, entonces la cancha donde el Real Madrid jugaba sus partidos. Ganó el Real Madrid de forma ajustada, pero en la retina de los aficionados madridistas quedó la soberbia actuación de Tucker, que metió 27 puntos, con 6 de 9 en triples y canastas de todos los colores y sabores. Impactó sobre todo su estética, su elegantísimo tiro en suspensión, muy de jugador americano. Anotó saliendo de bloqueos indirectos, con el defensor punteándole el tiro o de fade away. A partir del tercer cuarto, y cuando Tucker ya había ametrallado inmisericordemente el aro madridista y convertido oficialmente su actuación en exhibición, cada canasta suya era respondida con una onomatopeya mitad resignación, mitad admiración. Aquella noche la parroquia blanca dedicó una sonora ovación a Tucker, y parecía decirle a los dirigentes: “¿Pero es que no lo veis? ¡Fichen a ese jugador!”

Unos meses después, en julio de 2010, el Real Madrid anunciaba el fichaje de Tucker. Ya para entonces, sin haber jugado un solo minuto, los aficionados cantaban su desacuerdo: al fin y al cabo, ya era suyo, ya no estaba en otro equipo. Ya no era aquel crack que deslumbró con la camiseta del DKV Joventut en una serena noche de otoño. Seguramente ya no era un jugador tan atractivo, ni tan elegante, ni mucho menos el anotador que necesita un club como el Real Madrid. Y, quizá, por el mero hecho de ser suyo, de estar en sus filas.

Hace dos semanas, en el partido frente al Cajasol en la Caja Mágica, aplazado por la Final Four, Tucker fue insistentemente pitado. Se le pitó cuando fue presentado, cuando tocaba el balón y cuando salía o entraba a la pista. Incluso cuando anotaba, los aplausos eran otorgados como a regañadientes, a excepción de unos pocos esforzados, heroicos defensores de las causas perdidas. A esto se ha llegado, y nos recuerda, con infinita tristeza, a esas historias de amor en las que el final, fatalmente presentido, prevalece sobre el dorado recuerdo de los comienzos, de los soles de los primeros días que ya se apagaron y que ya no nos calientan; los comienzos que parecen haber ocurrido hace miles de millones de años, si es que en realidad ocurrieron alguna vez; los comienzos cuyo recuerdo nos ata un nudo de sollozos a la garganta, que sin embargo no se atreven a salir, a ser purgados.

Tucker parece que fue más un capricho que otra cosa. Y cuando los caprichos son concedidos, normalmente son pagados, en el mejor de los casos, con una cordial indiferencia.

Imagen de cabecera: Clay Tucker hace una bandeja. El estadounidense, en su primera temporada en el Real Madrid, promedia 8.7 puntos en 34 partidos de liga regular en la ACB.

martes, 24 de mayo de 2011

LOS DÍAS GLORIOSOS

De entre los pecados insobornables y legítimos del hombre le parece a uno que el más importante es el de recordar. El más importante, pero también uno de los más peligrosos. En momentos de inacción, de severa parálisis física y moral, de severa parálisis, en suma, vital, lo más fácil y a la vez lo más difícil es dejarse arrastrar por el impetuoso río de la nostalgia. Cuando en el presente no se pueden encontrar las galerías adecuadas por las que transitar, es natural que volvamos a las seguras galerías del pasado para reencontrarnos con nosotros mismos, para refrescar lo que alguna vez tuvimos, lo que una vez sentimos, lo que alguna vez pudimos hacer ya fuera por suerte o por tener nuestras energías en sazón. Pero, ¡cuidado! Esto tiene su engaño. Rememorar los días gloriosos es tarea que tiene sus resortes y su metodología, y es sabido y comprobado que en ese proceso actúan agentes tramposos, caballos de Troya de la memoria, que permitimos acceder a nuestro cerebro creyéndolos un regalo pero que, una vez dentro, pueden causar los más insospechados destrozos, muchas veces ni siquiera sentidos.

Lo normal es rememorar lo bueno. A nadie le gusta regresar a sus días oscuros, a no ser que a esos días se les dé nueva luz. Y eso también suele suceder. Los caminos de la nostalgia tienen recovecos y revueltas insospechadas y lo que en el momento nos atribuló puede convertirse, al pasar de los años, en una bella y estática estampa de nuestras acuarelas pasadas de agua. Es en esos recuerdos benefactores adonde uno querría volver asiduamente, y no a los de las épocas gloriosas. Porque éstas solamente son gloriosas en función del sedimento que, con mayor o menor fortuna, van dejando en nosotros. Aunque también valdría decir que somos nosotros, pobres idealistas de lo pasado, los que vamos dejando ese sedimento, quizá con la esperanza de crear un fondo de pensiones espiritual con el que ir tirando cuando vengan mal dadas.

Tiene uno pensado para sí que las épocas gloriosas tienen muy poco de gloria y mucho de tufo, de manipulación, de aire viciado por la memoria. Simplificando, las verdaderas épocas gloriosas no son las que pensamos, las que oficialmente consideramos como tal, sino aquellas otras resguardadas en la sombra de la experiencia vital, quizá deslumbrada por las luces excesivas de aquellos éxitos que creemos que han ido conformando nuestra personalidad, cuando en realidad son esos días equívocos, temblorosos y fríos los que han dejado huellas más profundas que parece que no están, pero que en el fondo son las que, inconscientemente, son las que nos esforzamos en seguir.

Como en casi todo, una cosa es lo que creemos y otra muy distinta lo que es. Una cosa es la versión oficial y otra la realidad. Tomar conciencia de que los días gloriosos tienen poco que ver —o, mejor dicho, menos que ver— con nosotros mismos es un largo avance del que normalmente salen buenos réditos. Tampoco es cosa de despreciarlos, pero lo que en ningún caso resulta saludable es quedarse a vivir en ellos como el que se obcecara en residir en su casa en ruinas creyendo que sigue en pie. El tiempo y la memoria tienen su dinámica, sus corrientes, sus borrascas y anticiclones, y quedarse atrapado en los tornados de los días gloriosos puede traernos más de un disgusto a largo plazo, cuando nos demos cuenta de que no vamos en línea recta sino que no hacemos otra cosa que dar vueltas sobre nosotros mismos, sin principio ni fin, sin salida ni entrada, sin fuerzas ya y sin esperanza.

—Me gustaría regresar a aquellos días, ¡qué buenos tiempos, mi época gloriosa!

—Pues regresa, pero es un mal negocio. En vez de recordar lo que quieres recordar, deberías esforzarte por rememorar las inseguridades que también entonces te paralizaban y que acaso fueran más intensas que las que te paralizan ahora.

La memoria es esencial, pero también engañosa. Una cosa es que los acontecimientos pasados operen sobre nosotros y otra bien distinta que no nos dejen desenvolvernos en el momento presente. Es muy poco romántico esto que vamos a decir, pero muchas conviene enfocar con luz racional a nuestro pasado en vez de decorarlo con guirnaldas que, las más de las veces, son falsas.

sábado, 21 de mayo de 2011

ILUSIONES PERDIDAS

"El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones —su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el precansancio de tener que tenerlas para poder perderlas, la pena de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían un final así".

Fernando Pessoa (Libro del desasosiego)

viernes, 20 de mayo de 2011

EL ÚLTIMO TIRO

Que el deporte es una formidable metáfora de la vida me parece a mí que no tiene duda. En eso, es superior a la literatura, el cine, la música, la pintura y el teatro, pues fatalmente éstos no dejan de ser una sucursal del devenir real de la existencia, una representación, un intento más o menos afortunado de recreación, transformación e incluso invención de la realidad, pero siempre partiendo de ella para producir en falso directo algo distinto. En las artes actúa un filtro por el cual la obra se nos da después de haber pasado por una reflexión muy sentida o un sentimiento muy reflexionado. Pero siempre después de. Por eso es tan difícil producir una buena obra artística, y sólo unas pocas de las millones que los seres humanos han ido creando a lo largo de la historia son las que perduran, las que de verdad nos dan un calor vivo y real de la persona que la creó y, más todavía, nos dan el calor vivo y real de la humanidad en su conjunto.

En el deporte ocurren las cosas de muy distinta manera. En el deporte, como en la vida, las cosas ocurren en el momento, en un riguroso directo muchas veces cruel y dramático, sin lugar posible para la reflexión, para la repetición, para la farsa. Aquí, como en la vida, no hay más que una oportunidad, y si la pierdes, sabes que nunca volverá. Aquí no hay hojas que se tiran a la basura -ahora cibernética-, ni ensayos previos una y mil veces repetidos, ni bocetos a lápiz con el fin de llegar a la perfección. Aquí todo ocurre a la vez y ocurre una sola vez, y se nos pone ante nuestros ojos alucinados crudo, sin ambages, y con el olor, el color y el sabor del auténtico drama, del doloroso fracaso, del exorbitante éxito, del esfuerzo, del desengaño, de la alegría, de la tristeza y del estupor. Todo lo que hay en la vida lo hay en el deporte, porque el deporte, la competición, está ocurriendo a la vez que la vida. Tiene exactamente su mismo aroma y su mismo destello. Y por eso nos gusta tanto. Y por eso nos parece injusta y de una colosal estrechez de miras esa actitud desdeñosa de lo intelectual hacia el deporte. Actitud ya felizmente superada, pero sólo en parte. Sigue habiendo un sector bastante amplio de la cultura que lo considera una pérdida de tiempo, una ocupación de bárbaros con cerebros de mosquito. Afortunadamente, en los últimos años son muchos los escritores, filósofos o artistas que han aireado públicamente su afición a tal o cual deporte, o al deporte en general. Javier Marías o el ex ministro -y catedrático de Filosofía- Ángel Gabilondo, amantes del fútbol, son dos ejemplos de ello. Pero hay muchos más, entre ellos Garci o David Gistau. Y no sólo ahora. Albert Camus fue portero de fútbol y a Tolstói le gustaba hacer pesas y montar en bicicleta. Delibes fue un fiel seguidor del Real Valladolid y escribió numerosos artículos también sobre fútbol. Por no hablar de las veleidades de Hemingway con el boxeo o el gusto de Woody Allen por cualquier evento deportivo, porque, según decía, "en el deporte nunca se sabe lo que va a pasar. Es impredecible". Parece que esta gente no es sospechosa de escasa inteligencia.

Podemos elegir cualquier deporte. Toda competición, por los valores que representa y la estética de sufrimiento, éxito y fracaso con que se nos sirve, lleva implícita una tremenda metaforización de la vida. Pero de entre todos nosotros preferimos el baloncesto. Este juego, con su millonaria diversidad de matices, con su ininterrupción en los sucesos; este juego, donde cada canasta es un gol, donde un detalle ínfimo tiene la capacidad de cambiar una dinámica, una inercia, donde una posesión equivale a ganar un partido, un campeonato, un mundo entero, nos parece que se ajusta como ningún otro a ese paralelismo con la vida -a veces aterrador- de que hablamos. Un juego que, como nuestra existencia, se compone de buenas y malas rachas, de parciales a favor o en contra. Un juego en el que raramente hay segundas oportunidades, un juego donde la suerte tiene su papel pero donde suele ganar el mejor, el más preparado mentalmente, el que mejor domine sus fundamentos; un juego de precisión, como la vida misma, donde es necesario ser preciso para acertar; un juego en el que es fundamental un compromiso de cada cual consigo mismo pero en el que también es imprescindible una cooperación social; un juego, en fin, donde cabe cualquier situación que imaginemos. Las peores, las mejores y las vulgares. Todas.

Se nos permitirá ponernos un poco dramáticos. Situémonos. Estamos en la noche del 13 de febrero de 1837, en el número 3 de la calle de Santa Clara, piso 2º, 1. Un joven escritor de 27 años, el mejor articulista de su tiempo y aún de los pretéritos y futuros, rumia su desasosiego, su nerviosismo inenarrable, su tristeza vital, a la espera de una visita decisiva. Mariano José de Larra no conocía el baloncesto porque este deporte aún no existía, pero de haberlo conocido, no es imposible pensar que se imaginara que estaba ante la posesión, ante el tiro que marcaría indeleblemente su vida. Lo bueno para Larra es que en este partido imaginario y dolorosamente real va un punto arriba: se le ha concedido una oportunidad, una conversación, y eso ya es mucho. Lo malo es que el balón no está en sus manos, sino en las del contrario. Está en las manos de Dolores Armijo, la amada del escritor y a la que espera impacientemente en su casa este lunes de Carnaval. Esta mujer, que durante la relación entre ambos había presentado una relación ambigua, trae la última respuesta: sí o no; pierdes o ganas. Se acabaría al fin la incertidumbre para el pobre Fígaro, que lo había tenido todo, fama, talento, a veces dinero -ganaba una suma extraordinaria para un escritor de la época; todo menos amor, el amor ideal de su Dolores Armijo.

Dolores arriba a la casa de la calle de Santa Clara. Trae las cartas de amor de Larra y, sobre todo, trae el rejón del tiro decisivo, el último tiro. Podemos sentir el corazón de Larra desbordándose de inquietud ante la respuesta, quizá presentida. Pero todavía hay esperanza, quizá por rebeldía, la rebeldía del guerrero, aquella que nunca se doblega hasta la bocina final. Larra había puesto todas sus ilusiones en aquella visita, en aquella posesión, que defendería a muerte. La expectación es máxima. El público de pie, esperando el desenlace. Un ambiente tenso y masticable. El tiempo se acaba, no puede más que acabarse, es imposible dilatar más la escena. Dolores se alza sobre sus pies, lanza el balón. Ese breve lapso en que la pelota va por el aire parece durar toda una eternidad. Es el último segundo, no hay tiempo para más. Se hace un silencio, con matices de ensueño. Dentro. “No”. Definitivo. Se escucha un quejido espantoso que resuena en la casa y, sobre todo, en el alma del escritor. Cuando Dolores todavía no ha abandonado el edificio, se escucha un disparo. El perdedor Larra ha decidido acabar con todo. Aquel tiro, aquel último tiro que Dolores había tenido la fortuna -buena o mala- de meter por el aro, ha tenido como consecuencia otro tiro más, éste absolutamente desdichado, fuera de tiempo. Un tiro con el que Larra, como los entrenadores que dejan el cargo tras una derrota, dimitió de sí mismo.

Imagen de cabecera: placa que recuerda la última morada de Mariano José de Larra, Fígaro, donde terminó sus días un lunes de Carnaval. Se lee: "EN ESTA CASA VIVIÓ Y MURIÓ D. MARIANO JOSÉ DE LARRA FÍGARO. NACIDO EL 24 DE MARZO DE 1809. MURIÓ EL 13 DE FEBRERO DE 1837. 1908". La casa está situada en el sector norte del Madrid de los Austrias, en la calle de Santa Clara, número 3, esquina con la de la Amnistía.

jueves, 19 de mayo de 2011

LOS VIEJOS FANTASMAS

Es un tema tan manoseado que casi da reparo asomarse a su paisaje, normalmente abrupto y tenebroso. No se trata tanto de un miedo a carearse con uno mismo -todos tenemos nuestros fantasmas-, que es de lo que en último término se trata la literatura, sino sobre todo de caer en el precipicio de la repetición, del tópico, sin aportar nada nuevo que dé una brizna de luz temblorosa. Lo nuestro, al fin y al cabo, no es más que filosofía de andar por casa. Pero de vez en cuando hay que tener valor y, en cualquier caso, parece necesario, es necesario para uno mismo, abordar cuestión tan ardua aunque no apetezca, aunque sólo sea para poner en orden las ideas, pensando quizá que en ese orden pueda radicar una esperanza de que los viejos fantasmas no vuelvan nunca más.

Es sabido que el hombre carga con el fantasma de sí mismo de igual modo que carga con su verdadero yo. Ahora bien, aquí entramos en un camino embarrado, pues discernir cuál de los perfiles es real y cuál es fantasma se nos antoja tarea no tan fácil y cómoda como pueda parecer. Está claro que, pasado el filtro de los años y las vivencias, uno de los dos prevalecerá, y éste podrá ser considerado como el verdadero yo y el otro, que existe de forma latente, nuestro fantasma. Pero, ¿es ese fantasma algo irreal, algo así como el residuo de la combustión de nuestro verdadero ser? Uno cree que asegurar esto se acerca al feo concepto de la injusticia. Uno cree, en suma, que los fantasmas son tan verdaderos y tangibles como el supuesto yo real. Valdría tanto decir “el hombre y su fantasma” como “el fantasma y su hombre”. El ser humano es una criatura tan compleja que, para ser explicado -o para acercarnos a tal pretensión-, necesita de ese ente vaporoso, indefinido, que es el fantasma; sus fantasmas: el fantasma de sí mismo y, también, los fantasmas de su existencia.

Y es en esos fantasmas de la existencia, ajenos -y, a la vez, tan sujetos- al fantasma propio del que hemos hablado, donde queríamos insistir. Hay muchos tipos de fantasmas, tantos como entes individuales. Cada uno, repetimos, tenemos los nuestros. Pero, simplificando, podríamos decir que existen dos tipos fundamentales de fantasmas: los nuevos y los viejos. Y son los segundos los que acongojan de verdad. Aquellos a los que creíamos haber vencido y, al volver a presentarse ante nuestros ojos, comprendemos que no. Quizá los hayamos dominado en cierta medida, hayamos conseguido reducirlos el tiempo justo para poder encerrarlos en el mechinal de nuestros miedos. Pero ahí siguen. Y vuelven a aparecer. Y siguen lanzando hacia nuestros oídos su horrible letanía. No se fueron. Y ello nos aterra.

Es posible que consigamos vencer a nuestros viejos fantasmas una y otra vez. Es posible que la experiencia nos enseñe que a los viejos fantasmas sirva con ignorarlos para que no nos hagan daño. Sí, todo pasa. Y es verdad. Pero también es verdad que los viejos fantasmas, los verdaderos viejos fantasmas de nuestro carácter, es difícil que nos dejen alguna vez. Forman parte de nosotros, y los llevamos encadenados como Sísifo su piedra. Podemos aprender a tratarlos, adiestrarlos incluso. Pero los viejos fantasmas son como los leones amaestrados; no dejan de ser animales salvajes, y no se sabe si atacarán y, si lo hacen, no se sabe cuándo.

Quizá lo más descorazonador para nosotros sea enfrentarse una y otra vez a las mismas dificultades, encararse a nuestros viejos fantasmas. Un obstáculo nuevo, un fantasma con rostro desconocido, ya sólo por la novedad que representa, nos infunde fuerzas para pelear y vencerlo. El problema es cuando ese fantasma regresa, una y otra vez, cuando lo creíamos doblegado. Los fantasmas nunca lo son del todo. Puede parecer esta entrada de un pesimismo que nosotros no queremos aparentar. Al revés. Nuestro propósito es decir, decirnos a nosotros mismos también, que los viejos fantasmas, aunque en ocasiones nunca puedan dejar de existir, sí es posible convivir con ellos hasta alcanzar un alto grado de concordia. E incluso aprender de ellos.

Sí, de momento, a estas alturas de nuestra juventud, los viejos fantasmas tienen la costumbre de reaparecer cada cierto tiempo ante nuestros ojos espantados. Ignoramos si según pasen los años, o según pasemos nosotros por los años, nuestros viejos fantasmas se irán debilitando hasta, si no desparecer del todo, sí al menos fosilizarse en las capas geológicas más profundas de nuestro ser y queden ahí, como un vestigio de nuestra historia sentimental. Nos dan miedo, es preciso decirlo, pero quizá todo consista en conseguir darles miedo nosotros a ellos.

miércoles, 18 de mayo de 2011

LOS LIBROS VIEJOS

En estos días está funcionando, como todos los años, la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión en el paseo de Recoletos. En realidad, en lo único que se diferencia esta feria de la cuesta de Moyano, de los tenderetes que se montan en la Gran Vía los días anteriores y posteriores al Día del Libro y del resto de puestos librescos que, según la fecha, se desperdigan por la también libresca geografía de los Madriles, es en su longitud y la infraestructura de las casetas, desde luego más sólidas, menos provisionales -aun siendo una feria provisional-, que las de Moyano, las cuales, a pesar de que funcionan todo el año, son viejas y misérrimas, dándole ese toque decadente tan de nuestro gusto. La Feria del Libro del Retiro -que no anda lejos en el tiempo-, no entra en la comparación. No es lo mismo, juega en otra liga, pues se mueve por razones más puramente comerciales, de novedad, que estas ferias de los libros de hojas pajizas y lomos desgastados.

En la feria de Recoletos se ven los mismos libros, las mismas editoriales, la misma variedad, que en la eterna Moyano o en la del Barrio del Pilar, por poner un ejemplo. Están sobre todo esas ediciones de Austral de bolsillo de cubiertas de colores según sea poesía, ensayo, narrativa o biografía, con títulos de escritores clásicos -Gómez de la Serna, Valle-Inclán, Marañón- que ya apenas se encuentran en las librerías convencionales. Luego sorprenden esas novelas románticas, de portadas muy coloristas estampadas con escenas de amores dramáticos, vendidas para las abnegadas amas de casa del franquismo, que rumiaban su aburrimiento y soledad mientras el marido traía el pan a casa.

En estas ferias hay mucha morralla, pero incluso la morralla tiene encanto. La mayoría de ejemplares son de los años 80 y 90, ediciones no lo suficientemente antiguas para ser atractivas, pero que compensan con su escaso precio. En la feria de Recoletos puede uno encontrarse desde un volumen de poemas de César González-Ruano recientemente editado por una editorial desconocida a un Catastro de la villa de Orihuela de hace treinta años bellísimamente encuadernado. Todo un millonario mundo de sugerencias que duermen sus anhelos de caseta en caseta, de feria en feria, a la espera de que alguien descubra sus secretos.

A estas ferias suele acudir uno con una indefinida sensación de hastío y pereza. Se le ocurren a uno muchas cosas mejores que hacer que andar mirando portadas de libros y, de cuando en cuando, agarrar uno y hojearlo desganadamente. Pero luego uno va, casi más por compromiso cultural con uno mismo que por otra cosa, y, mirada la primera caseta, tocado el primer libro, entra en una especie de trance. Y ya no se quiere ir. Ya no se puede ir, mejor dicho. Empieza uno a elucubrar si, por un mágico golpe de suerte, encontrará esa novela primeriza y desconocida de uno de nuestros escritores favoritos. Esa novela que debió de dejar de reeditarse hace treinta o cuarenta años, pero de la que sin duda debe de quedar algún ejemplar. Luego, la propia feria nos lleva por otros derroteros. Nos sorprende aquel libro, cuyo título nos abre nuevas galerías del alma; nos llena de melancolía este otro, que leímos en nuestra adolescencia, y de curiosidad aquel de allí, que, no sabemos por qué razón, sentimos que tienen la adivinada facultad de cambiar nuestra vida. Y seguramente, de leerlos, así sería.

Los libros son así. No hace falta leerlos para que dejen su huella en nosotros, seres de imaginación exaltada y un nunca saciado apetito de ilusiones mal concretadas. A veces, con conocer la existencia de tal autor, de tal título, es suficiente. O ni siquiera eso. Basta con la intuición de que un escritor con una biografía y unas características determinadas existe. De momento, existe solamente en nuestra imaginación, pero estamos seguros de que existe en la realidad. Y ese escritor fantasma, anticipado por nosotros por un no sabemos qué designio, puede estar en las ferias del libro antiguo.

Acaso lo mejor que puede hacerse después de pasar horas y horas zascandileando por casetas, olisqueando libros como un sabueso de la imprenta, sea volver a casa sin haber comprado ninguno. Ya lo decía Unamuno, que el secreto de leer muchos libros es comprar pocos. Parece que, más que con fines lucrativos, estos eventos se mueven por un puro prurito cultural. Y ello no sería mala cosa en los tiempos que vivimos. Uno no sabe muy bien qué volumen de beneficios tendrán estas ferias. Ni siquiera sabe si en verdad tienen beneficios. Le cuesta imaginarlo. La gente que allí acude es como nosotros, y no suele comprar. ¡Desdichados libreros, que viven del aire de las ilusiones que despiertan en nosotros, los caballeros andantes de los libros!

martes, 17 de mayo de 2011

SE NOS CAE LA TARDE

La tarde nunca cae; en eso están equivocados todos los poetas y novelistas que han hablado y hablan de que “caía la tarde con inmensa tristeza”. La tarde, si acaso, se nos cae. Da igual que sea una tarde primaveral o de invierno, es lo mismo que la última luz derramada recuerde soles de verano o cobres de otoño. No importa que llueva o luzca el cielo raso, ni que se trate para nosotros de un día feliz o una jornada asquerosa. Lo mismo da. La tarde, pase lo que pase, nos pase lo que nos pase, siempre se nos cae. Se nos cae de las manos, como las malas novelas o los falsos amores, como aquellas ilusiones perdidas que quizá -sólo quizá- nunca fueron verdaderas ilusiones.

Se nos cae la tarde cuando paseamos parques o cuando rumiamos misteriosas tristezas, resguardados en el dudoso resguardo que es el hogar. Se nos cae la tarde cuando nos sentimos amados y, todavía más importante, cuando sentimos que amamos. Se nos cae la tarde cuando estamos solos -incluso cuando estamos dichosamente solos- y cuando degustamos una grata compañía; nuestro amigo, nuestra chica -¡primeros soles de amores de otro tiempo desdichadamente revividos!-, más que caérsenos, se nos escapan entre los dedos como arena fina. ¿Qué es lo que pasa?

Hay muchas maneras de que nos caiga la tarde, pero dibujaremos las dos más extremas, las más lacerantes.

No hay consuelo. La tarde se nos cae, y lo peor de todo es tomar conciencia de que nos está cayendo. Tras un par de horas tumbados bocarriba en la cama, nos levantamos, asqueados. Miramos por la ventana. Dudamos si llamar al amigo que siempre nos saca del letargo. ¿Y por qué no esperar a que nos llame él? Pero vemos que llueve. Las gotas repiquetean exasperadamente en el cristal. Por la calle, temblorosas figuras andantes que buscan cornisas donde resguardarse, que abren puntiagudos paraguas. Unos minutos después, el asfalto y las aceras ya están brillando. Se enciende las primeras farolas, como reminiscencias de un siglo perdido. El teléfono no suena, el silencio nos duele en los oídos y la luz eléctrica de nuestra casa tiembla, como estremecida. Nosotros también temblamos. ¿Dónde quedó la tarde, dónde?

¿Y dónde quedó la tarde feliz, la del sol rubio y sonriente? ¿Qué fue del parque decimonónico, cortado por un patrón histórico? ¿Qué de sus luces, qué de sus rosas? ¿Qué pasó con el paseo lento, largamente masticado? ¿Se nos ha ido ya? Sí, se nos fue mientras se nos iba.

Sí, hay veces en que el único refugio posible de la tarde es la noche, y otras en que la noche es el doloroso final del camino, de un camino que siempre quisimos caminar pero que, de haber sabido que terminaba, nunca habríamos caminado. En cualquier caso, es innegable que la tarde se nos cae.

Hay una larga mística en torno a la caída del sol que es tan antigua como el mismo ser humano. Sin ir más lejos, nuestra fiesta nacional, los toros, basa toda su simbología en el ocaso. Por eso las corridas empiezan siempre a las siete de la tarde, y por eso las corridas en plazas cubiertas son consideradas por algunos aficionados como un pastiche, una burda farsa sin valor ni sentido. No es necesario, pero lo haremos, insistir en lo que de metáfora de la muerte tiene la caída de la tarde, lo que de final de trayecto trae el ocultamiento del sol. Sospechamos que al día siguiente todo volverá a empezar, pero, ¿quién está del todo seguro?

Es necesario creerlo, convencerse. Y así vamos tirando. Y así vamos levantándonos, sin darnos cuenta de que nos habíamos caído. Es la fuerza de la costumbre.

viernes, 13 de mayo de 2011

LA BIBLIOTECA

Los lugares públicos no son más que un pretexto, y van mucho más allá de su mera esencia utilitaria. Queremos decir que a los gimnasios no se va —aunque en principio sea lo que se pretenda— solamente a hacer ejercicio, al estadio de fútbol no se va sólo a ver un partido, a un bar o cafetería no se acude con la única pretensión de tomar una consumición y los baños públicos son mucho más que un sitio donde desintoxicar la piel. El ejemplo más obvio de ello son las discotecas y similares, pero tienen sus peculiaridades. Son lugares públicos, sí, pero sujetos a unas normas un tanto arbitrarias por parte del dueño que hacen que uno esté allí como de prestado, temeroso de que en cualquier momento alguien le ponga de patitas en la calle por no sabemos qué motivos. Además, a las discotecas se va demasiado a lo que se va —y desde luego que no es, o no suele ser, a bailar—, por lo que el encanto de “lo que podría suceder de forma natural” desparece en el acto. No entran, pues, las discotecas en ese rango de lo público.

Sí, por el contrario, entran las bibliotecas, como esta en la que nosotros escribimos cada mañana nuestras líneas. Una biblioteca pública cualquiera situada en las afueras, una mañana cualquiera de un día laborable. A las bibliotecas se viene, naturalmente, a estudiar, o al menos a intentarlo, de igual modo que en principio al gimnasio se va a ejercitarse —o a intentarlo— o al estadio de fútbol se va a ver ganar a tu equipo —o a que lo intenten. Esa primera intención no quita que después nuestros ojos se dirijan hacia elementos que nada tienen que ver con ese primitivo resorte, como también sería absurdo pensar que toda nuestra vida escolar se resume en un puñado de datos aprendidos en los libros de texto. No. Si uno quiere fijarse —y aunque no quiera— aquí y allá encontrará detalles que le hagan aprender cosas; porque los lugares públicos son sobre todo eso: un aprendizaje social.

La biblioteca pública donde escribimos es mucho más que un lugar de estudio. Para empezar, el silencio no ejerce su legítimo absolutismo. De fondo se oye una música melancólica —Sultan of swing— que viene de la calle y que no parece molestar a los circunstantes. De hecho, hay como una tácita barrera de decibelios a partir de la cual la molestia ya no es tolerada, y es entonces cuando empiezan las miradas hoscas y los reproches mudos. Hay tres o cuatro grupúsculos de charlatanes que, de momento, siguen impunes. Lo que más nos gusta de las bibliotecas es lo que de bazar silencioso de amores tiene. Es el reino de la conquista por la mirada y no por las palabras, la tierra feliz del enamoradizo tímido y contentadizo. Nosotros ya hemos elegido nuestro blanco y nuestras flechas, aún a pesar de sospechar que blanco y flechas están equivocados. Está unas pocas mesas más allá, enfrente de nosotros, y de momento no nos hace demasiado caso —en realidad lleva desde octubre sin hacernos demasiado caso.

En nuestra misma mesa una pareja de adolescentes estudiantes de selectividad mastica tiernísimas palabras.

—Mira, cariño, yo sólo quiero que estudies lo que te gusta. No te metas a Veterinaria sólo por estar conmigo —dice ella. Él la mira como un perrillo que pidiera de comer. No parece muy convencido. Se revela.

—Pero sí a mí me encanta Veterinaria, desde siempre.

En lo alto, una claraboya triangular derrama sobre el lacerado adolescente una luz dulce y primaveral. Por el contrario, ella, por una increíble casualidad, permanece en la sombra. De la mesa de nuestra izquierda nos llegan los acordes de la música que un chico alto y moreno escucha por los auriculares. Nos preguntamos inmensamente asombrados si podrá enterarse de algo de lo que lee. Hace calor, un calor de biblioteca, pegajoso y pertinaz, de esos que sólo se alivian cuando se deja de pensar en él. Pero eso es difícil. Pensamos en él, pensamos mucho, cada vez más, y sudamos. Mucho más cuando escuchamos los tacones de una muchacha que se ha arreglado como si saliera de fiesta o como si fuera a la boda de un conocido. Detrás de ella van dos o tres muñecas del mismo jaez. Se produce un pequeño revuelo que se impone al rumor de hojas y toses que preponderaba. Por momentos, la biblioteca toma trazos de discoteca, y un chaval que se ha levantado al unísono de las muñecas y que camina detrás de ellas nos parece el ligón desesperado de las seis de la mañana. Vista la estampa, sentimos ganas de pedir un mojito al primero que pase por nuestra espalda. El guarda jurado, que de vez en cuando se pasea por la sala con aire amenazante, parece el gorila, y entonces el cariz de discoteca o pub es más que evidente.

La mañana va pasando, y nuestra chica sigue con la mirada clavada en los apuntes. Pero no hay que desesperar, porque todo consiste en ser perseverante y encontrar el momento de flaqueza. Por lo general, se observa que las chicas son mucho más volubles que los chicos. Ellos tienden a concentrarse en lo suyo, mientras que ellas se pierden en decirle a la amiga una cosa, en mirar el móvil por si tienen un mensaje, en suspirar de calor y aburrimiento.

Llega un nuevo estudiante, que busca un sitio libre. Es este, el del que llega tarde y escruta, casi limosnea, una silla en la que poder sentarse, un espectáculo altamente patético y bochornoso. Camina entre despacio y con prisa, sin saber muy bien si prefiere ralentizarse para buscar el sitio con mayor probabilidad de éxito o salir de allí cuanto antes. De repente el chico ve una silla libre, y duda; con la cara encendida por la vergüenza, se acerca y, con una voz que le sale entrecortada, pregunta: “¿está libre?”. Le dicen que no. Podemos sin mucha dificultad sentir el enorme desasosiego que le embarga, no tanto porque no pueda esta mañana estudiar —quizá así tenga una excusa para no hacerlo—, sino porque su mañana imaginada, siquiera levemente aprovechada, acaba de irse al garete. Y, sobre todo, por el mal rato que está pasando. Mientras se retira, los que están —estamos— sentados le miramos, entre la compasión y la burla, entre la empatía y el escarnio.

Sin habernos dado cuenta, las tres o cuatro muñecas que hace un rato salieron de la sala de estudio han regresado y están ahí, sentadas en sus sitios. Suena un móvil, truena una tos, se escapa una risa apenas sofocada, chirría desagradablemente la pata de una silla que roza con el suelo cuando su huésped se levanta. Es este el concierto de sonidos habitual de las bibliotecas, que quién sabe si ayuda a la concentración, como esas músicas leves de algunas librerías. El adolescente de nuestra mesa, el que quiere y no quiere estudiar Veterinaria, mira a su novia.

—¿Vamos a descansar?

Se acerca la hora de comer, y la biblioteca se va vaciando. En la atmósfera se siente la carga del cansancio. Nosotros, aunque no lo parezca, hemos escrito algo. Los charlatanes siguen a lo suyo, sin que nadie les diga nada, las muñecas siguen siendo asaeteadas por la mirada general y nuestra chica, nuestro blanco —¿estarán romas nuestras flechas?—, que ha estado toda la mañana sin despegar la vista del papel, recoge sus cosas. Quizá sea el momento de recogerlas nosotros también.

jueves, 12 de mayo de 2011

TIRANÍA SENIL

Hay dos cosas en esta vida que a uno le fastidian bastante. Bueno, en realidad, le fastidian mucho más que bastante. La primera es tener que dar explicaciones a nadie —fuera de sus progenitores— sobre nada, sean del tipo que sean. La segunda es que alguien intente imponer sus ideas a otro sin que aquél sea capaz de vislumbrar un hilo de verdad en lo que éste argumenta. Lamentablemente, en este país ambas situaciones se dan mucho más de lo que sería saludable. Preguntémonos a nosotros mismos cuántas veces al día pedimos y damos explicaciones a la gente y cuántas queremos que nuestras opiniones vuelen por encima de las de los demás, muchas veces inconscientemente, por un puro prurito de vanidad; y viceversa, es muy habitual chocar con personas con las que es imposible discutir sobre nada porque se empeñan en permanecer en una tiranía ideológica cerril de la que nada puede hacerles salir.

Con ser deleznable, esta tiranía entre adultos, entre iguales, no es la peor de todas. Al fin y al cabo, ni siquiera es tiranía, precisamente porque se da entre iguales. Basta con dejarse todos de escuchar, y a otra cosa. Aún quedan otras peores, las tiranías propiamente dichas, que son, respectivamente, la que se da entre líderes y súbditos y, sobre todo, la que se da entre adultos y niños. En uno de mis viajes por la Alcarria, concretamente en Cifuentes, fui testigo de un caso singular de este tipo de tiranía, que para el caso llamaremos tiranía senil. Se trataba de una señora mayor que llevaba de la mano a un niño de tres o cuatro años, no más. Por lo que pude escuchar después, eran abuela y nieto. Estaban a punto de entrar en la iglesia de El Salvador, que se asoma al balcón de la plaza Mayor, con el castillo de Don Juan Manuel al fondo, en lo alto de cerro de la Horca. Yo, sentado en un banco a la sombra de la plaza de la Provincia, miraba un mapa, planeando la ruta del día. Y a mi espalda escuché lo siguiente:

—Abuela…

—A mí no me llames abuela. Yo soy abuelita. La abuela es la otra.

Me quedé de piedra. La señora dijo estas palabras mirando muy gravemente al niño y enarbolando hacia el cielo un terrible dedo índice. El niño no pudo más que asentir, aunque en su cara se adivinaba la confusión y algo así como una conciencia primitiva de la justicia. El niño sentía que aquello que le decía su “abuelita” no estaba bien, y que por qué iba a ser ella la “abuelita” y no la otra, a la que no tenía por qué querer menos que a la que tenía delante y que, con ese dedo amenazador y esa advertencia casi diríamos que sectaria, ejercía con todas sus prerrogativas esa tiranía senil de que hemos hablado.

Desconocemos por completo si entre la “abuelita” y la abuela se había larvado una rivalidad que llevó a la primera a manipular de manera tan ruin el pensamiento y el cariño de una criatura de cuatro años. Quizá abuelita y abuela tengan o tuvieron como maridos o padres a un soldado del bando nacional y uno rojo, o viceversa, y sigan así ambas señoras dirimiendo su Guerra Civil particular, como sabemos también que sigue ocurriendo con harta frecuencia en nuestra política y en nuestro día a día. Tampoco sabemos si, más que rivalidad personal, en aquella familia hay luchas intestinas, tan usuales en el solar de las Españas, y que ambos bandos luchen denodadamente por llevarse a los recién llegados al mundo al suyo. Podría ser también que se trate de un caso de egoísmo de la “abuelita” en cuestión, que no haya ni enfrentamientos internos ni guerras civiles, que en realidad abuelita y abuela se lleven muy bien de cara a los demás y en realidad se odien por lo bajo y que aquélla aproveche la coyuntura para ejercer su preponderancia con el más débil. Tampoco sabemos si la otra hace lo mismo con su nieto. Puestos a imaginar, podría ser muchas cosas, pero ninguna de ellas justifica tales palabras, tal abyección.

¿Quién es abuelita y quién abuela en verdad? ¿Quién puede creerse con derecho a ser abuelita y no abuela? Puede haber, como mucho, dos abuelas. Con tan escasa competencia, ¿por qué pretender monopolizar el amor de alguien que está aprendiendo a amar? ¿Dirá ese niño a su nieto, dentro de setenta años, que le llame a él abuelito, que el otro, allí donde quiera que esté —¡quién sabe si soñando con el amor y la compañía de su nieto, que está siendo manipulado en su contra!— no es más que abuelo, que un vulgar y despreciable abuelo? Si así ocurre, ya sabemos de quién fue la culpa.

miércoles, 11 de mayo de 2011

EL AMIGO COSME

Es amigo pero casi diríamos que es más enemigo. O quizá es que es amigo precisamente porque es enemigo. Lo mismo da. El caso es que sentimos por él una admiración que no podemos disimular. Y sus encantos no provienen para nosotros de un roce continuado y, sobre todo, largo en el tiempo. No. A Cosme lo conocimos hace apenas unos meses, un año a lo sumo. Ya desde la primera vez que lo vimos nos llamó la atención por aquello por lo que suelen llamar la atención las personas en el primer encuentro: por su físico. Casi de inmediato sentimos un deseo de acercamiento, y ya estarán diciendo los psicoanalistas que se trata de un instinto homosexual que subyace de algún trauma infantil relacionado con la figura paterna. No, nada de eso. Es, simplemente y más que otra cosa, un prurito de curiosidad hacia lo extraordinario, hacia la belleza -masculina, femenina, animal o material, lo mismo da- lo que nos hace trabar un mínimo conocimiento.

Cosme, para qué negarlo, es extraordinariamente guapo. Además, tiene eso que se ha dado en llamar don de gentes. Habla con todos y con todos parece llevarse bien. No regatea saludos, no tiene malas palabras para nadie -al menos delante de nosotros- y lo que más nos asombra es su capacidad para ejercer una especie de caciquismo bienhechor en torno suyo. Todo el que se acerca a Cosme le reconoce en mayor o menor medida ese liderazgo tácito que hace que las personas quieran estar cerca de él, para luego, en cualquier conversación lejana, poder decir: “¿Cosme? A ese yo lo conozco. Es coleguita mío”. Una de las cosas más curiosas de Cosme es que, a pesar de tener dinero, va a un gimnasio de barrio y estudia en una universidad pública. Sin embargo, en ninguno de los dos ámbitos, en el deportivo y en el académico, es demasiado constante. No le interesan gran cosa, de no ser para cultivar sus dos grandes e indelebles pasiones: la vida social y, por encima de todo, el trato y conquista de la mujer.

Poco a poco vamos estrechando lazos con Cosme. Tampoco es cosa difícil, puesto que da pie para ello. Más o menos, los prejuicios iniciales que teníamos de él se van confirmando. Por no sabemos qué brillo en la mirada le suponíamos inteligente, y en efecto lo es; a pesar de su evidente prestancia física, le tomábamos por modesto, y no nos equivocamos; su expansión para con los demás delataba su generosidad, y la hemos sentido en nuestras propias carnes; le notábamos inclinado a saber escuchar, y efectivamente podemos contarle nuestras cuitas y opiniones sin ser interrumpidos y con toda la atención por su parte. Cosme, a nuestros ojos, lo tiene todo; todo lo que podríamos desear y quizá más, un anhelo indeterminado de perfección que coloca su figura en una posición que, además de verla muy por encima de la nuestra -tanto que nos parece algo así como una deidad a la que poder adorar- sobre todo lo que hace es complementar nuestra personalidad, que, en ciertos aspectos, presenta atributos enteramente contrarios a los nuestros. Él es decidido y nosotros titubeantes; él es expansivo y nosotros tímidos; él goza de una gracia natural que a nosotros, es preciso reconocerlo, nos falta. Y otras muchas cosas más. Cosme, el amigo Cosme, nos completa, nos termina, y por eso necesitamos su contacto.

De Cosme nos agrada todo: su persona interior y exterior e, incluso, sus bienes materiales. Hemos tenido la fortuna de estar en su chalet, a donde nos invitó una espléndida tarde de primavera para escuchar música bailonga y tomar unos mojitos en el jardín y que es de esos que salen en las portadas de revistas de decoración -o que, sin duda, valdría para tal-; nos ha paseado numerosas veces en su coche, cuyo motor -de no sabemos cuántos caballos y cilindros en V- muge como un buey, epatando al personal por las calles de Madrid; nos enseña con naturalidad que raya con el desprecio todos sus aparatitos electrónicos –iPad, iPhone, Blackberry, etc.-, y otras muchas cosas más que creíamos que sólo existían en las películas americanas y que descubrimos que están ahí, que existen, sólo que un poco en secreto, conocidas solamente por los pudientes, en lo que podría ser una especie de secta del dinero.

Afortunadamente para nosotros, sentimos que Cosme nos estima. Es verdad que tiene un círculo de amigos a los que tampoco queremos acercarnos, un círculo selecto, un poco misterioso, y que se compone de gente de su nivel social. Tampoco querríamos nosotros entreverarnos en tal círculo, como tampoco seríamos, sin duda, naturalmente recibidos. Ello no nos importa, porque lo que queremos es seguir frecuentando la tibia amistad de nuestro Cosme. Y él nos corresponde, pues, no sabemos por qué razón, nos ha colocado en un lugar especial en su constelación social. Somos, en esa constelación, una estrella de brillo medio, pero solitaria, diferente a la mayoría. Algo así como un privilegiado por no sabemos qué motivos. Y esa ausencia aparente de motivos, más que el hecho mismo de ser privilegiado, nos congratula. Nos sentimos, por qué no decirlo, orgullosos. Quién sabe si, como él nos completa a nosotros, nosotros le completamos a él. Hay, sin embargo, algo en él que nos choca: su concepción de la mujer y su trato con ellas. A Cosme no le hemos conocido novia formal ni nada parecido, aunque sí sabemos -porque él se encarga de contárnoslo con altísima densidad de detalles- de sus picoteos aquí y allá. Conocemos incluso a algunos de sus rollos que, como no podía ser menos, exceden por completo cualquiera de nuestras pretensiones. Juegan en otra liga. Y ello, sí, más que envidia, nos produce una desazón profunda ante la visión de la belleza ideal. La tenemos, ¡ay!, delante de nuestras narices, pero no podemos más que contemplarla con infinito pesar. Él, sin embargo, las saborea a su antojo. Eso debe de ser la felicidad, pensamos. Pero resulta que Cosme no es feliz.

Cosme es, en ese sentido, un frustrado. No ha encontrado el amor y tampoco será fácil que lo encuentre. Tiene éxito con las mujeres, pero ninguna mujer le llena. Y lo malo es que él, en el fondo y en la forma, vive exclusivamente para el amor de la mujer. A todas horas la busca y casi siempre la encuentra. No hay nada más. Todo lo demás, los estudios, el dinero, la familia, son secundarios. La mujer llena su vida pero ninguna puede llenar su alma. Sus enamoramientos y desencantos se suceden a la velocidad de la luz, y, aunque disfruta abandonándolas cuando más se habían hecho ilusiones, tampoco ello le procura nada más que orgullo y vanidad pasajera. La felicidad sigue estando lejos, bien lejos, a pesar de todo. A pesar de su belleza, a pesar de su dinero, a pesar de sus incuestionables gracias personales, que nosotros gozamos en conocer. A pesar de todo ello, hay algo que toca con el fondo e impide a esa preciosa nave avanzar. Supeditadas todas las actividades de su vida a una sola, Cosme se encuentra con que, a pesar de que cree haber colmado todos sus apetitos en ese su ámbito primordial, le falta algo, le falta lo más importante. Le falta una concreción, le falta esa palabra que empieza por “a” y que no nosotros no queremos mentar por miedo a que se nos tome por imbéciles, o por locos, o por románticos. O por todas esas cosas a la vez, porque todo loco tiene algo de imbécil y de romántico y, sobre todo, todo romántico es un imbécil y un loco. Nosotros querríamos ayudar a Cosme, de corazón.

Pero, ¿qué tonterías estamos diciendo? -habla nuestra conciencia- ¿Ayudar nosotros a Cosme? ¡Qué disparate!...

martes, 10 de mayo de 2011

LLORAR POR NADA

Dijo Oscar Wilde que varias razones convencen menos que una sola. Caminando por el mismo paisaje, Einstein, al conocer un artículo titulado Cien científicos contra Einstein, en el que se negaba la Teoría de la Relatividad, replicó: “si de verdad yo estuviera equivocado, bastaría con que hubiera firmado uno sólo”. Bien, cien años después, la Teoría de la Relatividad no ha podido ser descabalgada de su éxito experimental, pese al énfasis con que aquellos cien científicos -y otros muchos- creían actuar en pro del sentido común. Es lo mismo que aquel que necesita demostrar su verdad con mil y una razones y un millón y una palabras. Si realmente esa verdad tiene visos de tal, alumbrará por sí sola, y las razones y las palabras quedan así, las más de las veces, como una alimaña muerta que colgase de la rama de un árbol, zarandeada levemente por el viento otoñal.

En realidad, los conceptos de “todo” y “nada” son tan abstractos, tan puramente figurativos, que tiene difícil encontrar un hueco en el clima de lo humano. Ni siquiera es fácil encajarlos en el elástico puzle de nuestra imaginación, que tolera las más variadas combinaciones y un número casi infinito de piezas nuevas. Podemos imaginar y ver las cosas, trabajar con abstracciones y conceptos, porque, en principio, son “algo”, por intrincado y difícilmente aprehensible sea lo que tratemos. Pero la “nada” y el “todo” no son concebibles. Es más, aunque semánticamente son dos conceptos antónimos, en realidad se confunden en una sola argamasa, de cariz inextricable, como los gases de esas gigantescas nebulosas de colores que captan nuestros mejores telescopios.

Y es en esa confusión, en ese acercamiento casi mágico de los extremos, donde queríamos insistir. No es nada fácil poner en orden ni expresar con un mínimo de criterio lo que nos está rondando por la cabeza, pero lo intentaremos. Y para ello, pondremos un ejemplo sencillo y gráfico que todos, a buen seguro, habrán sentido en sus carnes. Nos referiremos a eso que muchas veces llamamos “llorar por nada”, a ese colapso del alma muchas veces repentino pero que en la mayoría de ocasiones está precedido por hondas razones que se pierden en el tiempo y en la memoria, y que nos asalta a todos en mayor o menor medida en algún momento de nuestras vidas. Es ese instante indeterminado pero muy nítido en el tiempo en que, de repente, sentimos que no hay futuro porque adquirimos la vaga conciencia de que el pasado -nuestra persona- simplemente es una farsa que ya no tiene salida. Después se ve, se aprende, que sí, que ese callejón que creemos cerrado tiene en realidad una secreta rendija, un pasadizo que, escondido como está entre nuestra escombrera interior, es difícil que veamos en el primer y angustiado vistazo.

“Es que ya lloro por todo”, nos dice, en un quebrado hilo de voz, la amiga para quien somos confesor. En verdad, lo que nos está diciendo es que llora por nada. No hay diferencia entre ambas expresiones. Hay momentos, los de máxima intensidad espiritual, en que el todo y la nada difuminan sus contornos para mezclarse en un extraño éter que ni es una cosa -el todo- ni otra -la nada-, sino ambas a la vez o, en último término, ninguna de ellas. Cuando los sustentos últimos sobre los que normalmente apoyamos nuestros días, cuando no queda chispa ni resquicio para la esperanza, cuando la nostalgia deja de ser nostalgia para convertirse en algo peor, en esa “tristeza de no saber por qué”, es cuando se empieza a llorar por todo, a llorar por nada. No hay razones, y cuando no hay razones, es lógico pensar que tampoco hay soluciones. Pero eso es sólo aparentemente.

Es asombroso cómo la naturaleza tiende a remansar a los hijos de su fortuna, logra sublimar los más grandes cataclismos del alma. Bien es verdad que hay excepciones, que no todo el mundo es capaz de salir de esa indefinición. Pero la mayoría sí lo hacen. “Si al menos tuviera una razón por la que llorar, por la que mascar mi tristeza… Pero esto de tener todas las razones, esto de en realidad no tener ninguna, es lo que me mata…”, debe de pensar nuestra compañera. Sí, en todos los ámbitos de la vida es necesario y saludable concretar. Quien está enamorado de todas las mujeres -atiéndase a la cursiva- difícilmente podrá estarlo de una en especial, difícilmente podrá enfocar la intensidad de su luz emocional, y la irá desperdigando, sin oficio ni beneficio, por el extenso mundo. Y así con todo. La inconcreción lleva normalmente a la ansiedad, al desconcierto, a la frustración. Lleva, muchas veces, a llorar por todo, a llorar por nada.

sábado, 7 de mayo de 2011

LAS FUERZAS OSCURAS

Los astrofísicos han llegado a la conclusión de que lo que vemos no representa más del 5% de lo que existe. Y todo eso que vemos se refiere a planetas, estrellas, nubes de gas, galaxias, quasars, púlsares, cometas, plantas, animales, nosotros mismos. Todo lo que podemos asegurar, sin género de dudas, que está ahí porque emite luz. Lo inmediatamente tangible, observable, medible. En suma, la materia ordinaria. Como muestra, un botón: 150.000 millones de estrellas hay en una sola galaxia, nuestra Vía Láctea. Y hay un número aún mayor de galaxias. Sí, son ingentes cantidades de materia, completamente inimaginables para nosotros. Pero conviene poner las cosas en su sitio. ¿Ingentes? No, quizá no tanto. Ya lo hemos dicho, esta materia ordinaria, visible, representa solamente un 5% por ciento de toda la materia y energía del universo. Del resto, del otro 95%, no se sabe prácticamente nada. Es decir, de la práctica totalidad del cosmos tenemos una idea muy vaga. Sólo sabemos que los movimientos de las galaxias a gran escala no se pueden comprender si no aceptamos que, en efecto, hay mucho, muchísimo más de lo que podemos ver, de lo que podemos detectar y estudiar. De ese 95%, un 25% se refiere a lo que los científicos han dado en llamar materia oscura, y el 70% final -casi tres cuartas partes del todo-, se compone de un concepto todavía más evocador y casi diríamos que inquietante: energía oscura.

No se tiene la menor idea de en qué consiste esta materia y energía oscura que ha sido inferida del comportamiento anormal de los movimientos de las galaxias a gran escala. Simplemente, es imposible que la materia ordinaria se comporte como se comporta si no hay otra materia y energía de naturaleza aún indeterminada que, en efecto, hace notar su campo gravitatorio -en el caso de la materia oscura que, como la materia normal, es atractiva- y su fuerza de repulsión -la energía oscura tiene la extraña propiedad de separar a las galaxias entre sí. Es decir, se sabe que ambas entidades existen, pero se ignora por completo en qué consisten, de qué están formadas, cuáles son sus resortes básicos. Nada. Se han hecho algunas suposiciones, que de momento no van más allá de eso, de suposiciones; y eso, las suposiciones, en ciencia, es casi lo mismo que decir nada.

Este desconocimiento descorazonador le hace uno considerar el paralelismo entre el funcionamiento del universo y lo que se sabe de él y la propia vida humana. Lo vemos, lo sentimos a diario en nuestras carnes. Nos levantamos cada día, desayunamos, vamos a trabajar, o a clase, comemos, tenemos amistades, amores, familia, degustamos ocio, dormimos. Todo ello muy tangible, muy corpóreo, muy medible. Incluso muy razonado. Todo eso que sabemos que está ahí, aunque tampoco lleguemos a comprenderlo del todo. Y todo ello suele ser repetitivo, rutinario, a veces maquinal. Son aquellas cosas que conforman nuestra vida y nos hacen ser lo que somos. No nos construimos tanto a partir de nosotros mismos, de un interior que vamos entregando al mundo exterior en variadas dosis; nos vamos haciendo a partir de las cosas que hacemos.

Hasta aquí, lo que podríamos comparar con la materia ordinaria. Pero, como en el universo, todos sabemos que en nuestras vidas hay mucho más que eso. Y sobre todo en el amor, ese terreno movedizo, insospechado e impredecible. En toda relación humana, en realidad, pero sobre todo en el amor, donde sólo sirve lo puro, donde solamente es tolerable un mantenimiento en las más altas cotas. El amor es, sin duda, lo más fuerte, pero también lo más delicado que existe. Cualquier aire extraño, un solo segundo de duda, lo echa todo a perder. El amor, en realidad, está más que cualquier otra cosa gobernado por una energía oscura. No se sabe lo que es, no se sabe cómo actúa. Quizá sea el instinto, o una conciencia supraterrena. No se sabe. Quizá no queramos saberlo. O sí.

Sí, parece que hay una energía oscura que nos gobierna y que hace que el mundo y nosotros mismos funcionen como funcionan. Pero no sabemos lo que es. Estamos llenos de dudas, cada segundo es una duda continua de lo que ocurrirá a continuación, de lo que está ocurriendo en ese segundo e, incluso, de lo que ocurrió en el pasado. Porque, al igual que en el universo, ni lo que pasó -lo que nos pasó- está claro. Las estrellas despiden luz y calor y mueren, los planetas rotan y giran alrededor de las estrellas, las galaxias giran sobre sí mismas y se mueven, alejándose unas de otras. Sí, pero, ¿y lo demás? ¿Qué pasa con ese anhelo indeterminado e insatisfecho? ¿Por qué esta tristeza vaga y repentina? Y, al revés, ¿qué son esos ínfimos instantes de alegría e ilusión inusitada? ¿Qué es esa energía oscura que no llegamos a aprehender? Aquella chica, ¿por qué no nos quiere, si somos todo lo que ella puede desear? ¿Y por qué no amamos nosotros a esa otra que colma todas nuestras aspiraciones? ¿Qué hay, qué no hay, qué es lo que falta, qué es lo que sobra?

Y, mientras nos entretenemos en intentar contestar a estas preguntas, sólo sabemos que somos polvo de estrellas: de ellas venimos y a ellas volveremos.

Imagen de cabecera: Galaxia del Sombrero, tomada por el Telescopio Espacial Hubble y situada a 28 millones de años-luz de la Tierra, en la constelación de Virgo. Se trata de una galaxia espiral descubierta en 1783 por el astrónomo francés Pierre Méchain. Como la inmensa mayoría de las galaxias lejanas, el espectro de su luz presenta un fuerte corrimiento al rojo. Se calculó que se está alejando de nosotros a una velocidad de 1.000 km/s. Este descubrimiento fue una de las claves que permitió corroborar que el universo se está expandiendo en todas direcciones. Esta imagen nos sirve para ilustrar cómo actúan las dos fuerzas oscuras: la energía oscura, que tiene un efecto de repulsión sobre las galaxias y por la cual el universo se está expandiendo -de ahí el mencionado corrimiento al rojo del espectro visible de cada galaxia-, y la materia oscura, que, con su efecto gravitatorio, permite que las estrellas -y toda la materia visible- de la galaxia se mantengan estables en sus órbitas alrededor del núcleo. Una de las preguntas fundamentales de la física actual es de qué está hecha esta materia oscura. Una vez descartado que se trate de materia ordinaria -protones y neutrones como los que forman a las estrellas o a nosotros mismos-, se cree que podría proceder de axiones y neutrinos (partículas elementales muy ligeras) o de algunas especies exóticas de partículas, como las WIMP (weakly interacting massive particles, partículas con masa ligeramente interaccionantes). Estas partículas han sido predichas por las teorías modernas de partículas elementales, pero todavía no han sido detectadas experimentalmente.

viernes, 6 de mayo de 2011

REAL MADRID: EL REGRESO DE UN DON JUAN

Fue un lunes, día inusual para un partido de Euroliga. Claro que no era uno más. Era el que inauguraba la presente edición, que concluirá este domingo, con un equipo más adornando el palmarés, el propio y el de la competición. El 18 de octubre de 2010 Olympiacos y Real Madrid se citaron para dar el pistoletazo de salida a una carrera de fondo en la que han participado 24 equipos, de los que solamente quedan cuatro en pie. Uno de ellos jugó aquel ya lejano partido inaugural, y no es el que en principio todos podrían pensar, el que más poder económico tiene y el de mayor esplendor en cuanto a su historia reciente. Olympiacos, el gigante de El Pireo, sucumbió ante otro que a partir de hoy se batirá el cobre en la montaña mágica de Montjuic, el formidable Montepaschi Siena. Los otros dos, Panathinaikos y Maccabi, son dos galanes acostumbrados a este tipo de citas, personalidades fuertes a los que los focos, la tensión y los nervios deberían afectar menos que al otro competidor en liza: el Real Madrid, aquel Don Juan, otrora indomable, impertinente y, sobre todo, exitoso conquistador. Hubo una época en que a este hombre, a este nombre, eran muy pocos los que podían aguantarle la mirada; en su círculo reducido, nacional, ninguno, y en los salones europeos fue capaz de doblegar a los hasta el momento aristócratas intocables (TSKA de Moscú, sobre todo). Tras una etapa de decepciones, pareció regresar, allá por 1995. Fue la última vez que nuestro Don Juan, el mayor Don Juan que han visto los tiempos, probó los labios del éxito. Ahora, ese mismo Don Juan ha vuelto, con otro traje, con otros modos, con otro semblante, casi diríamos que tímido. Pero que nadie se engañe; Don Juan vuelve para hacer lo que más le gustó siempre: triunfar, ganar, conquistar.

De los cuatro nombres, tres conocen ya ese sabor inigualable. Sólo Siena no ha besado la copa que espera ya unas manos que la lancen al aire del Palau Sant Jordi. Maccabi, Panathinaikos y Real Madrid suman 18 títulos entre los tres. Son, junto al ausente CSKA, los que más galardones acumulan. Los dos primeros vienen de sendas épocas doradas muy recientes. Los amarillos fueron campeones por última vez en 2005, y los verdes, en 2009. Desde que el Real Madrid ganó su última Copa de Europa, los griegos se han hecho con sus cinco títulos y el Maccabi ha añadido dos -tres si contamos la Suproliga de 2001- a sus vitrinas. Sí, ha pasado mucho tiempo ya para este Don Juan venido a menos y que ahora, tras haber llegado, tiene el secreto propósito de quedarse. O eso, al menos, debería ser.

Porque es verdad, el Real Madrid ha vuelto al que era su hábitat, pero con eso, como todo en la vida y en el deporte, no basta. No cuentan tanto los éxitos concretos, hijos de una temporada feliz o un estado de gracia transitorio, como la acomodación en los altos estrados, la sensible rutina de vencer y, sobre todo, convencer. No debe el Real Madrid quedarse aquí, en este éxito incuestionable pase lo que pase ya. El que el Real Madrid haya llegado a una Final Four quince años después de su última participación es, qué duda cabe, una excelente noticia para una sección que en muchos momentos pintó moribunda. El Don Juan ya no sólo no triunfaba, sino que hubo etapas en que su salud se deterioró de tal modo que se temió por su vida. Ahora, recobrado el color y buena parte de la alegría, de vuelta a la gran lucha, haría mal en abandonarse y pensar que con este logro se justifican años de sequía e ineptitud. Para empezar, nuestro Don Juan debe centrarse en aprovechar al máximo la oportunidad que se le presenta, que se ganó a pulso con su sangre, sus lágrimas y todo el dolor de su corazón. Han sido batallas muy duras como para ahora dejarse llevar por una autocomplacencia que se nos antojaría absurda, casi delictiva. Don Juan, nuestro Don Juan venido a menos, debería aprender de su doloroso pasado reciente para no volver por esa senda. Así, aprendiendo de los errores para no repetirlos, se hacen los grandes hombres, los grandes nombres. Empezando por hoy (21:00, Teledeporte), cita en la que nos centraremos a partir de ahora. Y no, no lo tendrá fácil nuestro Don Juan.

El Real Madrid no es favorito. No tiene mejor plantilla que el Maccabi -ogro blanco en los últimos años-, ni comparece en estado de gracia. Ni mucho menos. De los 25 partidos jugados fuera de casa esta temporada, ha ganado menos de la mitad, doce. Y, en la segunda vuelta de la ACB a domicilio, suma cinco derrotas por solamente tres victorias. Donde realmente nuestro Don Juan se ha sentido cómodo es en la confortabilidad de su casa, la Caja Mágica. Mas el Sant Jordi será todo menos eso. Muy al contrario, se encontrará un ambiente hostil, con una de las mejores aficiones de Europa enfrente -5.000 macabeos se han desplazado desde Tel Aviv- y buena parte de la grada barcelonesa deseando su fracaso.

Y aquí conviene detenerse en una de las características fundamentales de la personalidad de nuestro galán. Se trata de alguien ciclotímico, que alterna momentos brillantes y jocundos, en los que se siente seguro de sí y en los que cualquier rival, incluidos los más poderosos, pueden sucumbir, con otros de depresión incomprensible en los que parece tirar por la borda su imagen y todo lo conseguido. El primer estado, el feliz, se trata del Real Madrid fiero atrás y diestro, sabio, en ataque, normalmente de la mano de Prigioni; se trata del Real Madrid que encuentra con facilidad las posiciones interiores, con Tomic y Felipe, y que mueve el balón con criterio para encontrar un tiro de tres franco; se trata del Real Madrid en que no es necesario que Llull haga de héroe; se trata del Real Madrid de la soberbia intimidación de Fischer bajo los aros y la eficaz defensa de Tucker a los hombres exteriores; se trata del Real Madrid que se deja la vida en el rebote ofensivo para conseguir segundas y terceras opciones de tiro; se trata del Real Madrid que aprovecha las virtudes de uno de los jóvenes más talentosos de Europa, Mirotic; se trata del Real Madrid de la juventud y el desparpajo, personificados en el citado Mirotic, Sergio Rodríguez y Carlos Suárez; se trata, en fin, del Real Madrid que tendrá que ser si quiere llevarse la Euroliga. Nuestro Don Juan deberá sacar lo mejor de sí para triunfar, y guardar en el fondo del armario lo peor de su repertorio.

Porque hay otro Don Juan, otro Real Madrid, que no tendrá ninguna opción. Es el Real Madrid de los ataques espesos hasta el colapso; es el Real Madrid que, a falta de otra cosa, tira de Llull, recurso suficiente -a veces- para campar por la ACB pero que no le llegará, ni de lejos, en la Final Four; es el Real Madrid en que Tomic se borra del partido, Felipe se obceca y Tucker lanza tiros inverosímiles que no tocan aro; es el Real Madrid del exceso de bote y falta de ideas de Sergio Rodríguez en el puesto de base; es el Real Madrid en que Suárez se ve superado por el atlético alero rival de turno; es el Real Madrid que no corre, el Real Madrid impreciso, el Real Madrid en que Fischer no aporta nada en ataque. Es, en suma, el Real Madrid que no queremos ver, el Don Juan que mastica su miserias recientes, su pertinaz sequía en Europa.

El Maccabi, por su parte, se presenta como el rey de la estadística de esta Euroliga. Es el equipo que más puntos anota (82 por partido), el que más asiste (16), el que menos balones pierde (11), el que más recupera (9) y el más valorado (92). Casi nada. Puede decirse que, hasta el momento, este mozallón alto y de buen ver, de potencia colosal, ha sido el mejor de la competición. Aúna talento con toneladas de musculatura. Y estos equipos rocosos, de físico exuberante, al Real Madrid no le van bien. Ya murió el año pasado ahogado por la fuerza macabea en aquel partido de Vistalegre, en el que por cierto Fischer se salió. No pudieron los blancos contrarrestar el juego rápido hasta el cansancio de los amarillos. ¿Ocurrirá lo mismo esta vez? La respuesta, como casi siempre, estará en el ritmo. Si el Maccabi puede correr, puede imprimir velocidad y un punto de locura, tendrá todo a su favor. El Madrid no tiene argumentos para frenar el torrente de puntos que, a altas velocidades, suministran Pargo, Eidson, Schortsianitis, Hendrix, Eliyahu y, puntualmente, el cañonero David Blu. Y eso que falta Perkins, gravemente lesionado en el tercer partido de la serie frente al Caja Laboral. Talento, físico, defensa, una afición extraordinaria y, además, un gran entrenador en el banquillo, también seleccionador de Rusia (el americano David Blatt). El Maccabi es, también, todo un Don Juan y, al contrario que el nuestro, está habituado a los éxitos.

Como equipo muy americanizado, el Maccabi es imprevisible. Si tienen el día, son prácticamente imparables. Pero también puede ocurrir que los tiros no entren y empiecen a desordenarse, a desesperarse. Fundamental será que el Real Madrid pare los fulminantes inicios de partido -cuando el físico todavía no le pasa factura- de Baby Saq. Será difícil que lo haga el endeble Tomic, por lo que parece que Felipe será el encargado de tan ardua e importante misión. El otro gran puntal ofensivo, Pargo, puede ser defendido por Llull, el único de los exteriores madridistas capacitado para la tarea. Del éxito de frenar a estos dos jugadores dependerán en buena medida las opciones blancas.

Sin embargo, si Schortsianitis y Pargo no tuvieran el día, el Maccabi tiene argumentos más que de sobra para aguar la fiesta a cualquiera. Hay que citar al polivalente Chuk Eidson, un jugador extraordinario que tira de tres, bota, penetra y postea, y a Richard Hendrix, sexto hombre de lujo que aporta intensidad sin límites bajo los aros, a pesar de su escasa estatura (2,02). A ellos se les unen Eliyahu (más de 11 puntos por partido en esta Euroliga), que el pasado verano volvió a casa después de su paso por el Baskonia, el contrastado pívot Milan Macvan y, si fuera necesario, la veteranía de Derrick Sharp, icono macabeo.

En fin, será todo menos fácil para el Real Madrid, pero desde luego que no es imposible. Esperan tres partidos que, playoffs NBA aparte, son lo máximo en el baloncesto mundial de clubes. Cuatro equipos poderosos y bien construidos, cada uno con sus virtudes -muchas- y sus defectos -pocos-, pero todos con el sabor clásico del gran baloncesto europeo: intensidad, emoción, pasión, calidad, incertidumbre. Cuatro hombres, cuatro nombres, cuatro conquistadores que se verán las caras, sin ambages, sin esconder nada. Ya no es posible. Nuestro Don Juan venido a menos tiene una oportunidad única para volver a ser lo que una vez fue. ¿Habrá terminado para él la época, dolorosa época, de conquistas escasas y de andar por casa? De momento, sabemos que, antes de la cita de hoy, se acicalará como nunca, vestirá con las mejores galas, se mirará al espejo y, cara a cara consigo mismo, se dirá, enarcando una ceja y sonriendo: “aquí estoy otra vez”.

Imagen de cabecera: los cuatro capitanes de los equipos en liza en la Final Four de Barcelona que comienza hoy. De izquerda a derecha, Rimantas Kaukenas (Montepaschi Siena), Dimitrios Diamantidis (Panathinaikos), Felipe Reyes (Real Madrid) y Sofocles Schortsianitis (Maccabi Tel Aviv).

jueves, 5 de mayo de 2011

AHORA QUE HA MUERTO BIN LADEN

“Ahora que ha muerto Bin Laden, vivimos en un mundo mejor”, se ha dicho desde las altas esferas de la Casa Blanca. Como de costumbre, la clase política americana ha vuelto a hacer gala de su tendencia para dos cosas: primero, para dar solemnidad a sus éxitos -no importa cuán relativos o pírricos sean-, dotándolos de pompas e ínfulas que, de tan recargadas como las muestran, no duran más que unos pocos meses o, si se apura, unos pocos días. Segundo, se ha puesto de manifiesto su irredenta habilidad para embrollar las cosas, para complicarse la existencia de cara a la opinión pública a base de contradicciones, desmentidos de lo que antes dije y afirmaciones que juraría haber dicho pero que vosotros no escuchasteis. A uno le asombra torpeza tal en unos organismos que, se supone, están o deberían estar conformados por lo más granado de la inteligencia mundial. En cuanto a la primera característica, tras la algazara inicial se están oyendo ya las primeras voces de repulsa ante la forma de llevar a cabo lo que no deja de ser un asesinato, por ruin, abyecta, despreciable y asesina que sea la persona asesinada; en nuestro mundo de gentes civilizadas no funcionan o no deberían funcionar los mismos códigos que entre aquellos que buscan la destrucción por sistema para obtener sus logros. Actuar de la misma manera a como ellos actúan no hace sino reforzar su punto de vista, y todos sabemos o imaginamos las funestas consecuencias que este decorado puede deparar. Se ha dicho que Bin Laden, en el momento de su muerte, estaba desarmado, descartando por tanto el ataque en defensa propia. ¿Era necesario pegarle un tiro en la cabeza y, una vez hechos los respectivos ritos mortuorios árabes -aquí hay que reconocer el buen tino-, tirar su cadáver al mar? Por mucho que la mayoría de los organismos oficiales y gobiernos mundiales intenten dotar a este suceso de legitimidad moral, a nosotros hay algo que nos chirría. Nunca la muerte se compensó con más muerte, y esta es enseñanza que, a estas alturas de civilización humana, debería estar aprendida. Ahora andan mareando la perdiz con que si enseñan o no las fotos del cadáver, argumentando que las imágenes son demasiado crudas. Si tan preocupados están por la sensibilidad y estado de revista mental y ético de la población, mejor harían en regular la violencia gratuita que se ve en los telediarios de todas las televisiones, y, más aun, directamente en censurar -sí, sí, censurar- determinadas películas o sagas, como la de Shaw, por ejemplo. Esta repentina prudencia en mostrar sangre se ha convertido en el foco central del discurso, desviando la atención de lo verdaderamente importante e incómodo, esto es, la forma en que acabó la operación en la mansión de Abbottabad.

En fin, ahora que ha muerto Bin Laden, veremos en lo sucesivo si el mundo es mejor que el que el terrorista dejó. De momento, lo que sí es cierto es que el histórico dirigente de Al Queda tendrá difícil perpetrar más matanzas desde el fondo del océano. Lo malo es que seguramente otro lo hará en su lugar. De momento, don Nicéforo Satrústegui Sánchez, vecino en paro de un servidor, se ve de patitas en la calle porque no puede pagar la hipoteca, y Blanca Olmedo Gómez, la tímida y dengue adolescente del 4ºB, anda muy deprimida porque cree que su novio ya no la quiere. Para ellos, ahora que ha muerto Bin Laden, el mundo sigue igual.

Imagen de cabecera: vista aérea de la mansión de Abbottabad (Pakistán) donde se escondía Bin Laden.

miércoles, 4 de mayo de 2011

EL DÍA DESPUÉS

Hay veces en que hay que dejar de lado los temas generales y subirse al tren de la actualidad, que, bien es sabido, circula a velocidades einstenianas. Me parece que este afán no debe faltarle nunca al escritor o al que pretenda escribir. Es indudable que, a la hora de escribir, el escritor no tiene más remedio que echar mano de la nostalgia, ese pozo sin fondo del que, si se tiene paciencia y cuidado, pueden extraerse las más puras aguas de la literatura. Pero ojo, como en todo pozo, se corre el riesgo de caer y quedarse atrapado para siempre en una caída infinita, sin tiempo ni espacio. Es la caída infinita del egotismo, que no viene a ser otra cosa que un bucle espacio-temporal retorcido sobre sí mismo hasta extremos asfixiantes. El escritor debe desgajarse de sí mismo, o al menos intentarlo. Pongamos el ejemplo de una bañera. Si, día tras día, uno insiste en bañarse en la misma agua, lo que ocurrirá será que esa agua se irá ensuciando, hasta hacerla no sólo desagradable, sino perfectamente inútil para el objeto pretendido: lavarse. De vez en cuando hay que cambiarla. Es aceptable e inevitable que el clima propicio para todo escritor sea uno mismo -¿cuál iba a ser si no?-, pero también parece necesario que el escritor se airee y refresque de vez en cuando y busque horizontes más lejanos que los del siempre sesgado y estrecho campo de visión de su persona.

Bien, pues hoy, miércoles 4 de mayo, y ciñéndonos a la actualidad, es un día que reúne aquellas características del día después de la batalla. Como todo el mundo sabe, ayer Barcelona y Real Madrid disputaron el cuarto partido casi consecutivo entre ambos, el último de una larga y enojosa cadena que comenzó el pasado 16 de abril. Dejando de lado cuestiones deportivas y arbitrales, se ha visto más claro que nunca que un Real Madrid-Barcelona excede lo deportivo, idea no demasiado original pero cierta y sobre la que tampoco querríamos insistir. Es indudable que estos partidos, donde realmente se juegan no es en el Camp Nou o el Bernabéu, sino en la oficina, en el aula, en la convivencia familiar y, últimamente, en las redes sociales. Eso de que “lo que ocurre en el campo en el campo se queda” nunca fue tan falso como lo es ahora. En realidad, lo que ocurre en el césped es un mero prólogo y pretexto para iniciar la lucha real, la del día a día de la calle, la de cavilar qué se le va a decir o cómo se va a defender uno de los ataques furibundos del colega del equipo rival.

En estas escasas horas de jornada que han transcurrido hemos tenido tiempo de ver a varias personas ataviadas con la camiseta de su equipo. Unos, los ganadores, la lucen engallados y orgullosos, como exigiendo que se les rindan honores allá por donde pisen. Van sonriendo, mirando de un lado para otro por si alguien repara en su camiseta y en su consiguiente condición de hombre feliz. No deja de ser un poco patético este oropel de las galas propias. Ayer, sin ir más lejos, nada más terminar el partido y dada la vuelta de honor al campo -vuelta de honor asombrosa y esperpéntica en tanto no se ganó ningún trofeo- vimos al cuerpo técnico del Barcelona haciendo el pasillo a sus jugadores. Si es verdad, como parece, que el equipo, el bloque, lo forman desde el jugador estrella hasta el utillero, lo que anoche aconteció fue un auto pasillo, un homenaje a uno mismo jamás registrado en los anales deportivos. No deja de ser una paradoja de difícil solución el que uno se rinda homenaje a sí mismo, puesto que el homenaje, como la concesión de belleza, la gloria o el reconocimiento, sólo pueden ofrecerla los demás. Es difícil aceptar esta vara de medida única que manifiesta egoísmo y una extraña y todavía no definida tendencia hacia el totalitarismo.

Mucho más edificante nos parece la imagen del que porta la camiseta del equipo perdedor. Sin duda que esa persona, por la mañana y antes de salir de casa, se lo pensó mucho antes de decidir vestirse con los colores que el día anterior mordieran el polvo. No es una decisión fácil, pero si finalmente se toma, sí nos parece valiente. Tras la deliberación, finalmente, y desoyendo las voces destempladas que presagiaban la burla y el escarnio, ese sufrido aficionado -que probablemente anoche se quedara sin cenar- optó por plantarle cara al mundo y decirle de viva voz que a él la derrota, por dolorosa y cruel que sea, no le parece razón suficiente para abdicar de su orgullo; orgullo que hoy, el día después, luce más vigoroso en el perdedor que en el vencedor, cuya sonrisas estentóreas nos hacen pensar un poco en la vacuidad de lo todo lo conseguido y, más aún, en la grandeza de lo heroico, de la lucha y de lo que está en vías de conseguirse.

Mahan Krishnan fue un jugador de baloncesto indio, afincado en Estados Unidos y de educación taoísta, que con su portentosa temporada catapultó al equipo de su universidad al título estatal por primera vez en su historia. Cuando, al volver por primera vez al campus después del inédito éxito vio los homenajes que se habían preparado, con fiestas, desorden y abyección por doquier y su nombre y su foto empapelando cada rincón del edificio en términos grandilocuentes, decidió dejar el equipo, para no volver. De nada sirvieron los ruegos de compañeros y autoridades. Mahan consideró indigno, no pudo soportar el envanecimiento a resultas de una victoria. Él, dijo, simplemente había cumplido con su deber y no entendía tanto jolgorio. Es más, consideraba que la victoria de su equipo, de la que él había sido principal hacedor, hacía mucho mal a su universidad, que se había convertido en una especie de Sodoma y Gomorra. Tras la defección Mahan fue amenazado de muerte por sus antiguos compañeros, y no tuvo más remedio que abandonar el centro.

La vida es una lucha y cuando se gana la lucha se acaba. Sólo los inteligentes podrán aceptar que cada victoria debe tomarse con la misma naturalidad con que debería tomarse también la muerte. El día después nos enseña que muerte y victoria tienen, en algunos, muchos puntos en común.