martes, 11 de enero de 2011

YA SOMOS TODOS ESCRITORES

Uno ha sido siempre reacio a incorporar a su vida las nuevas tecnologías, no sabe muy bien si por limitaciones económicas, por simple conservadurismo mal entendido o por ambas cosas, que es lo más probable. La primera posible causa es muy fácil de entender, pues el dinero, amasado por cabezas medianamente claras, tiende por mera gravedad a depositarse en aquellas necesidades que, si bien pueden no ser básicas, si tienen al menos un respaldo de tiempo tras de sí. En otras palabras, el dinero, cuando es escaso, es poco amigo de lo nuevo, pues es verdad que necesidades básicas hay más bien pocas y que, además, son las más antiguas que existen. Son en las que el dinero encontró su primer destino, allá en los albores de la civilización. Es perfectamente lógico que así fuese y que, en menor medida, así siga siendo. La segunda causa manifiesta un cierto carácter pedestre, el mismo que vemos en aquellos que, henchidos de orgullo, suelen decir: “si yo el móvil sólo lo quiero para hablar”. Detrás de ello hay como un cierto miedo atávico a pasar de ser controlador a ser controlado por el imperio de las máquinas y, sobre todo, un indisimulado desdén hacia las formas de vida de la modernidad. Y no hace falta ser viejo para ello.
Uno ha sido siempre de esta cuerda. De sus amigos fue el último que tuvo ordenador, su primer móvil se lo regalaron tres años después de su aparición masiva entre la adolescencia, no empezó a navegar por internet hasta hace relativamente poco tiempo y se inmiscuyó en la colmena del Facebook cuando éste gozaba ya de decenas de millones de abejas zumbadoras. Llegó uno tarde a todo, sí, pero llegó, y ahora se le hace muy difícil imaginar su vida sin todos esos aditamentos artificiales, hijos de la civilización y producto, no lo olvidemos, de un trabajo titánico de muchas generaciones de sesudas y voluntariosas mentes. No es nada fácil llegar hasta donde se ha llegado, y esto, que debiera ser una verdad que cayese por su propio peso por su indefectibilidad, no es comprendido por la mayoría de nosotros, que piensa que la tecnología está ahí desde siempre, como un legado de Dios. A uno le sigue pareciendo milagroso, muchos años después de la aparición de internet, comunicarse al instante con alguien que vive en Nueva Zelanda. Por eso es algo indignante verse a sí mismo cabreado cuando la conexión falla, cuando el ordenador va lento, cuando, sin saber por qué, ese mensaje tan importante no ha podido ser enviado por un fallo técnico... Cuestión, como todo, de costumbre, de mala costumbre.
Sin querer entrar en si viviríamos más felices sin todo esto y en su verdadero valor en nuestra civilización, quería uno fijar su mirada en una de las herramientas más interesantes del mundo cibernético: el chat. Es bien curioso que el chat, en el fondo, no es más que un avance regresivo, llamémoslo así. Más de un siglo después de la invención del teléfono, que permite escuchar una voz distante miles de kilómetros -como la de un fantasma-, el chat, el Messenger, es la vuelta a la ancestral costumbre epistolar. Costumbre epistolar acelerada a la velocidad de la luz, instantánea, pero que mantiene la esencia de su lenta homóloga en papel: su carácter escrito.
El Messenger está tan extendido y es una herramienta de comunicación tan asimilada por la población que puede decirse que, quien más quien menos, todos somos ya un poco escritores. El chat obliga, se quiera o no, a hacer el esfuerzo espeleológico de buscar palabras y pasar a máquina lo que se diría en viva voz de tener a nuestro interlocutor delante. Uno, que no sabe muy bien qué es una novela, o qué puede tenerse por novela, sí puede asegurar que todas esas conversaciones que en este momento se están cruzando por los chats de todo el mundo, no son otra cosa que novelas. Novelas con sus chismes, sus descripciones, sus desgarros emocionales, sus emociones expresadas con algarabía o pudorosamente guardadas en el seno de cada uno, como un pájaro herido; novelas con sus relatos entreverados -como las novelas ejemplares de Cervantes o esos relatos exóticos dentro de las novelas de Baroja-, sus decepciones, sus tristezas, sus dramas y su romanticismo. Novelas, en fin, que tienen todo lo que debe tener una novela: carácter humano. Ateniéndonos a Unamuno, podríamos decir incluso que, más que novelas, son nivolas, por su esencia improvisadora.
El Messenger tiene una formidable herramienta que es el historial del chat. Recomiendo a todo aquel que quiera recordar un amor perdido y ya no doloroso, o que desee revivir viejas emociones, que abra un historial de chat y lea. Se encenderán en él insospechadas emociones. Lo que se encontrará se parece asombrosamente a una novela, tanto que, transcrito con corrección -casi nadie escribe bien en los chats- y pasado a limpio, podría pasar, tal cual, como una novela de mayor o menor extensión y calidad. Escribir como se habla, sí. El escritor, pese a todas sus ínfulas iniciales, debería llegar, en su depuración máxima, a escribir como se habla sin perder encanto ni calidad literaria. El Messenger, esa novela andante -porque se está haciendo siempre- y cibernética, nos pone un poco en la senda de la claridad en la escritura, valor cada vez más estimado por quien esto escribe y por la población en general.
A todo se acostumbra el hombre, bien es cierto, como lo es que necesita muy poco para vivir. Pero siempre que pienso en esta convicción mía se me viene a las mientes una frase de Patt Ewing, ex jugador de los New York Knicks de la NBA que cobraba diez millones de dólares al año: “a los que nos critican porque cobramos mucho, les diría que ser jugador de la NBA y famoso requiere muchos gastos. Yo ya no podría vivir sin tanto dinero, y es más, me parece que cobro muy poco”. No dudamos de ello. Internet, el Facebook, están ahí con nosotros, como lo estuvieron y siguen estando el teléfono, el cine, el coche, el avión y tantos y tantos otros avances de la tecnología, que es prolongación de la mente humana. ¿Y para cuándo una novela en papel basada exclusivamente en conversaciones de chat? Sí, ya somos todos escritores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario