lunes, 10 de enero de 2011

CLIMA DE ENERO O EL DULCE SABOR DE LA RUTINA

Tiene uno pensado para sí que una de las mejores épocas del año es aquella que va desde el día 7 de enero hasta diez o quince días después de esa fecha. Es la época, digamos, de la vuelta a la calma, o de la vuelta al lío de nuestra vida, eso según cada cual. Lo importante es que se trata del regreso a lo que somos, del regreso a la rutina. Porque la única forma que tiene el hombre de realizarse es repetirse, anclar su vida a una sucesión de acciones y acontecimientos repetitivos, fijar sus divagatorios pensamientos a un esquema mental y vital más o menos fijo. Ya se puede ser pobre, tener una rutina de pobre y querer ser rico, que también en ese deseo de ser rico no hay más que el deseo de la rutina del rico. Ya se puede ser sedentario obligado, llevar una rutina como tal, y tener el deseo de viajar, quizá una de las tareas humanas menos rutinarias, que lo que se busca es precisamente la rutina de viajar. Ya se puede querer salir de Madrid, donde tenemos nuestra rutina, para pasar dos semanas en las Bahamas, que lo que queremos es encontrar en las Bahamas otra rutina. Todo es rutina, todo es repetición, y el que sueña con algo, no sueña con ese algo. No sueña más que con una mera rutina.
Es muy usual escuchar esa frase de después de las vacaciones que, con amargo tono y frunciendo el ceño, reza: “qué asco, vuelta a la rutina”, cuando lo que deberíamos decir es lo siguiente: “qué bien, vuelta a la rutina. Porque tengo la suerte de tener una rutina que, si a lo mejor no es la que, en mis deseos de perfección, yo hubiera elegido, me da para vivir, quizá no holgadamente y sin estrés, pero hay otras muchas rutinas peores”. Así es. La rutina está muy desvalorizada en la sociedad actual, que sin embargo ha llegado al extremo de encumbrar a la rutina menos válida de todas: a la rutina del placer, la rutina del disfrute brutal y perpetuo, ya sea en forma de sexo, bienes materiales o vacaciones perpetuas. Porque cuando el placer desmedido, desordenado, se hace rutina, simplemente deja de ser placer.
Lo que debería tenerse claro es que si no existiera la rutina diaria, esto es, aquella en la que con mejor o peor suerte estamos todos inmersos durante la inmensa mayoría del año, no sería posible esa otra rutina que tanto deseamos, que muchas veces no sabemos cuál es y en la que volcamos todas nuestras ensoñaciones. Todo se contrapone a algo, e intentar obviar ese algo o ese todo porque no nos agrada es no querer sumergirse en la liquidísima esencia de la vida, que no entiende de conceptos perfectos porque continuamente se está haciendo y nunca termina de acabarse; nunca termina, en suma, de perfeccionarse.
Enero es el mes de la rutina. Es su clima. Por eso, al margen de sus fríos e inclemencias metereológicas, es tan gratificante. Tras los Reyes, el día siguiente es como si se hubiera descorrido un telón, y las Navidades, la Nochebuena, la Nochevieja, Año Nuevo, todo ello, es como si hubieran ocurrido miles de millones de años atrás. Las luces del centro han desaparecido, las cajas de polvorones han ido a parar a la basura por manos invisibles y el arbolito, como estremecido por ese clima rutinario que parece no irle bien a su vegetal organismo, ha huido por la puerta de casa para no volver hasta el año siguiente. No queda nada, y, caminando por la calle, se diría incluso que la gente parece contenta de haber vuelto a la rutina.
En el fondo vienen bien las Navidades, no como Navidades mismas, sino para que valoremos a la rutina en su justa medida. Para que la valoremos como lo que es: lo que nos hace, lo que nos va haciendo, como personas. Si nos fijamos bien, a la gente no se la valora más que por su rutina. “¿Tú que haces? ¿Qué te gusta? ¿A qué te dedicas?” Incluso el romanticismo, esa flor casual que a veces encontramos, tiene una base rutinaria: “qué será de él, de aquel novio que tuve y al quise tanto...?” ¿Y el amor? El amor, el amor verdadero y duradero que todos -quizá en nuestra ingenuidad- buscamos no es más que rutina, por muy mal que suene decirlo. La rutina de amarse es la rutina arcádica, la más difícil de conseguir y la que mejores réditos nos proporcionará. Porque amar es como todo, se aprende a amar como se aprende a jugar al baloncesto o a escribir, suponiendo que se pueda aprender a escribir alguna vez. Es verdad que el deseo se acaba, y bastante pronto, pero, ¿el amor? No, el amor no tiene por qué acabarse. De hecho, el amor no acaba nunca. Por eso tampoco es perfecto.
Llega la segunda semana de enero, vuelve la rutina, y todo adquiere el color que tenía antes de los frenéticos y desconcertantes días navideños, que tan pronto como vienen y nos zarandean con sus fuertes vientos, se van, como si nada hubiera pasado. Y nosotros, fantoches desubicados por ese tornado irreal y soñado, no podemos hacer otra cosa que buscar la senda que perdimos, sobre poco más o menos, el 20 de diciembre. No es otra que la senda de la rutina, sea la que sea, y demos gracias.

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