miércoles, 19 de enero de 2011

SOBRE EL INSTANTE ETERNO

Las fechas tienen para uno un encanto especial. No le da pudor el reconocer que guarda en la divina memoria muchas efemérides personales en las que quizá el último baremo para su conservación sea la importancia en el devenir de su vida. Recuerda uno, por supuesto, cuando hizo la comunión, cuando conoció a su novia y el día en que lo dejaron, la fecha exacta en que operaron a su padre o en la que aprobó la Selectividad. Son estos ejemplos de fechas que la gente suele recordar, aunque bien sabemos que los hay que no recuerdan ni su propio cumpleaños. Son, digamos, fechas que tienen cierto carácter práctico, mojones en la vida, puntos de inflexión. Son las efemérides de aquellas que podríamos denominar, con escaso acierto y estrechísima imaginación, como las cosas importantes.
Pero hay un género de efemérides que uno guarda como el más preciado de los tesoros y que son ladrillos fundamentales de su historia espiritual. Nos referimos a aquellos sucesos nimios cuya gracia y encanto se basa precisamente en su nimiedad. Se trata preferentemente de estados fugitivos de algo así que podríamos denominar como magia ambiental, conjunción astral o conspiración de los hados. Y cuanto menos decisivo para nuestras vidas sea ese instante, más importancia tendrá en nuestra memoria, mayor placer nos proporcionará su recuerdo y más réditos líricos podremos extraer de él. Porque ya dijo Quevedo que sólo lo fugitivo permanece, y bien que es verdad. El hombre empieza a hastiarse de las cosas en cuanto las tiene, y el estado más puro de su cerebro, de su alma, le parece a uno que es el amor platónico.
Viene esto a cuento de que precisamente ayer, 18 de enero, se cumplieron tres años de uno de esos momentos de que hablamos y que quizá quede en la cabeza de uno por los siglos de los siglos. La cosa no tiene más complicación ni trascendencia y ninguna consecuencia de él ha llegado hasta el día de hoy, como no sea -¡y no es poca cosa!- su dorado recuerdo.
Resumamos. Nos situamos en el río Alberche, en las inmediaciones del pantano de San Juan, 18 de enero de 2008. Mi grupo de la asignatura Deporte de Orientación y Multiaventura hemos ido a pasar un fin de semana a la sierra con objeto de realizar unas prácticas. Se trata de una competición por parejas consistente en buscar un número determinado de balizas por el bosque -desplazándonos a pie o, cuando sea imprescindible, en piragua- en el menor tiempo posible, y que durará todo el fin de semana, en varias tandas. A mí me ha tocado precisamente con la chica que por aquellos días me gustaba, M., por lo que antes mis ojos se abre un buen número de horas perdido con ella entre los pinos y las encinas. Un amor silvestre y andariego, como los de toda la vida. Pero avancemos un poco más. Son cerca de las siete de la tarde, y, después de una soleada y tibia tarde de invierno, ya casi ha anochecido del todo. Hemos pasado el día correteando por el bosque mapa en mano buscando balizas y ahora toca el tramo acuático. Estoy sobre una piragua, vestido con el traje de neopreno, remando, con los hombros destrozados y con M. tras de mí. No se oye nada, de no ser el golpeteo de los remos en el agua. La quietud es absoluta. Nos hemos perdido buscando una baliza en un cerro y se nos ha hecho tarde. Seguramente todos, los profesores y nuestros compañeros, nos estarán esperando en la orilla. A izquierda y derecha las lomas de tupida vegetación encajonan el cauce negro del pantano y, en la espesura del bosque, silba una lechuza; pero no puede uno entregarse a todos estos maravillosos detalles porque hay que seguir remando. El dolor de hombros es insoportable. Casi no soy capaz de moverme, pero M. me anima. Pienso que cómo puede tener tanta fuerza escondida en sus endebles y tiernísimos brazos. No puedo más. Respiro hondo, intentando suministrar oxígeno a mis cansados músculos. Derrengado, me tumbo bocarriba, y es entonces cuando tomo conciencia; conciencia nada más -y nada menos- que del momento. Es casi de noche, y allá arriba brilla el disco plateado de la luna envuelto en un halo brumoso, mientras hacia Poniente una franja de azul metálico va escapándose poco a poco por entre los dedos del reino de la luz. Alguna lívida estrella titila ya en esa bóveda oscura, y permanezco unos instantes saboreando el momento, atesorándolo, como muy pocas veces he hecho en mi vida.
—Venga Sebastian, hace frío, tengo hambre, nos estarán esperando, quiero llegar...
No escucho. Me digo que es el momento, que tengo que levantarme, darme la vuelta cuidadosamente encima de la piragua y, en esa evidente encerrona, decírselo todo a M. y besarla. La tentación es grande, las condiciones, soñadas, y la probabilidad de fracaso, escasa. Pero no. El momento es el momento y no debe estropearse. Una fugitiva lágrima pugna por desbordarse de una de mis cuencas. Lloro de felicidad, porque ¿qué más puedo pedir? Me incorporo y sigo remando. La lechuza vuelve a silbar entre las ramas y los remos producen un sonido líquido y sedante al chocar con el agua. Ha anochecido del todo y veinte minutos después divisamos una luz que nos apunta directamente. Es la linterna del profesor desde la orilla y, a su alrededor, se distinguen algunas sombras. Poco a poco se escuchan rumores de voces, que besando la orilla se hacen inteligibles. Nos gritan y nos aplauden, con un matiz de sorna y otro de alivio. Hemos llegado, y el instante eterno pasó, pero sé que permanecerá. 18 de enero de 2008, rayando las siete de la tarde, a lomos de una piragua...
Bien, nada más que eso. A uno le gustaría escribir algún día sus Memorias de momentos insignificantes. ¿Por qué recuerda uno con tanto cariño la fecha exacta de acontecimiento tan intrascendente? Nada pasó, y de aquello nada salió tampoco. La chica dejó de interesarme poco después y yo a ella también, si es que le interesé en algún momento.
Pero ahí queda. Quiere uno decir con esto que es absurdo poseer todo lo que deseamos. El estado natural del hombre es no tener nada, excepto, quizá, sus recuerdos. Cuando un deseo se hace tangible, corpóreo, pierde la razón oculta, misteriosa, y pasa a ser otra cosa. ¿Será verdad que vivimos de las ensoñaciones más que de la realidad? Tres años después de aquello, uno sigue considerando aquel momento en el río Alberche como uno de esos que valen por toda la eternidad.

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