Hay en nuestra sociedad una característica que a uno le parece fundamental y que resume bastantes de sus carencias y excesos, de sus desequilibrios larvados a lo largo de un siglo desquiciado que ha precipitado las cosas, los acontecimientos y los pensamientos. Hablamos de la admiración sin límite ni pausa por las estrellas de la música, del cine o del deporte, esos nuevos dioses y héroes que han sustituido a otras deidades menos terrenales, pero también menos vulgares. El que una deidad sea vulgar habla muy bien a las claras de la vulgaridad del conjunto de los adoradores en cuestión, pues es imposible que una sociedad con resortes mentales y emocionales sólidos y duraderos pueda adorar a una mitología inferior a ella. Si el dios o dioses a que la sociedad adora son grandes, quiere decir que la sociedad es madura y sensata; si el dios adorado es rebajado, como ocurre ahora, es que la sociedad es adolescente, inmadura. El ser humano ha pasado de adorar a los dioses a adorar a los hombres de carne de hueso. Esto, que podría parecer un signo de humildad y sazón emocional, es en realidad un acto de soberbia y, sobre todo, una muestra de escasa imaginación.
Nos referimos al fenómeno fan: el fanatismo en la más pura y quizá exacta acepción de la palabra, aunque no, afortunadamente, la más execrable, en tanto que existen otras variantes más destructoras e insalubres. Es en esta vertiente mejor que en ninguna otra donde se advierte la lamentable adolescencia trasnochada en que la población se ha sumergido quizá sin remedio posible de no ser que ocurra una catástrofe sin precedentes que la haga despertar de su ensueño.
De su adolescencia recuerda uno los ojos vidriosos y ensoñatorios de sus compañeras de clase cuando pensaban en los miembros del grupo Take That, por poner un ejemplo. A uno, claro, le sentaba un poco mal que habiendo en su entorno chicos tan estupendos y reales como él mismo y sus compañeros, que se morían por esos púberes huesos, ellas prefirieran alabar las gracias visibles e invisibles de esos falsos cantantes que jamás se dignarían a pasear con ellas por un bulevar atardecido, como uno habría con el mayor de los gustos y devoción. Pero, aún siendo este fenómeno más habitual y exacerbado en las féminas, no es privativo de ellas. También los adolescentes masculinos -al menos en mi época- forraban sus carpetas con alguna que otra foto de tal o cual actriz o cantante y, más usualmente, futbolistas.
Esto le parece a uno una característica natural de la adolescencia, esa etapa infernal que deja poca nostalgia en el espíritu, escaso aprendizaje y muchos actos ridículos. Es hasta cierto punto normal que el adolescente busque en esas terrenales mitologías una guía que seguir, un ser al que supeditarse, aunque sea por vía virtual. Uno, personalmente, nunca fue partícipe de estas adoraciones sin medida por actores, cantantes y demás miembros de la farándula, por muy guapos o guapas que fueran o por mucho que salieran en la televisión. A uno, simplemente, le daban perfectamente igual, y por eso no podía entender la importancia trascendental que sus sufridas compañeras y compañeros de clase otorgaban a las andanzas y desventuras de sus ídolos de cartón piedra.
Pues bien, este fenómeno, comprensible en la adolescencia y tolerado, como mucho, hasta la confusa frontera que marca el principio de la juventud, no parece saludable que se extienda como se ha extendido entre el mundo adulto, que en definitiva es el que conforma el cogollo de la sociedad. Percibe uno muy habitualmente cierto papanatismo en personas que rebasan la veintena e incluso la treintena por personajes famosos y famosillos adorados hasta el cansancio. Hay en ello un cierto mal gusto y una falta de educación, además de un notorio desdén por la realidad, por la vida diaria de cada uno. Cuando a uno le propalan insistentemente las virtudes de otro, uno acaba por imaginar por mera gravedad que es todo lo contrario a lo que se está alabando. A uno, simplemente, no se le ocurre ponderar el tetamen de una chica si está paseando tranquilamente con otra, aunque esta otra goce también de una anatomía voluptuosa. Porque le parece, sinceramente, que es hacer de menos a esa persona a quien se está acompañando. Cuestión, como antes decíamos, de educación.
No es infantilismo, no. Es mucho peor: es adolescencia. Porque la niñez es simplemente no comprender las cosas, mientras que la adolescencia, esta adolescencia trasnochada en que vivimos, es, además de no comprenderlas, creer que se comprenden.
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