Tengo la suerte -no sé si buena o mala- de cumplir años en época de fiestas, apenas dos días después de la Nochevieja, una semana y poco más tarde que la Nochebuena y a escasas 48 horas de la venida de los Reyes Magos. Días en que se acumulan las felicitaciones, los agasajos, los buenos propósitos y las palabras amables. Es decir, una verdadera saturación felicitadora que hace poco menos que milagroso que una persona se acuerde de otra a título personal por causas ajenas a la Navidad y derivados. Quizá por eso es que normalmente, a lo largo de mi vida, no muchas personas se han acordado de felicitarme en mi cumpleaños, aunque debo decir que pocas felicitaciones echo en falta y ninguna desde luego echo de más. Uno, que suele ser desmemoriado para los cumpleaños ajenos, no puede por menos que asombrarse al ver que alguien, por cercano que sea, se acuerda de la humilde e insignificante efeméride de uno y le dedica no ya un regalo, que eso no se le puede exigir a nadie, sino tan sólo unas palabras que le recuerdan, por si lo había olvidado en su quebrado devenir, que es, que está en el mundo, que tiene -si no prestancia- presencia.
Haría uno el artículo del cumpleaños a lo Larra, en cuyo homenaje se ha titulado esta entrada como Día de días (véase El castellano viejo). Homenaje a quien por causa de amor y vida -palabras que, si no sinónimos, muy cerca una de la otra se andan- se dio muerte, tiñendo de rojo con su sangre las cortinas de su casa de la calle Santa Clara y de leyenda su literatura y, sobre todo, su existencia. Uno, que ha leído a Larra más bien poco, o al menos mucho menos de lo que le gustaría tanto por calidad literaria como por afinidad personal, se acuerda mucho más del wertheriano escritor madrileño de lo que cabría si nos atenemos al número de páginas leídas en comparación con otros escritores.
Larra, cuando se dio muerte pocos minutos después de que su amada Dolores Armijo abandonara su casa con un “no” como última respuesta, aún no había llegado a los 28 años, los que uno cumple hoy. Da rabia y casi pavor imaginar lo que hubiera conseguido de no haber caído en la tentación de apretar el gatillo aquella noche del 12 de febrero de 1837. En cualquier caso, actividad ociosa sería, pues entre las enseñanazas básicas que uno ha ido asimilando es que las cosas son como son y sucedieron como sucedieron, y de nada vale darle vueltas.
Decía que tenía pensado hacer el artículo a lo Larra, con ese punto de cansancio prematuro por la vida, de fatalidad prefiguradora de su muerte, pero no lo voy a hacer. No puedo, no me sale. “¿Qué es un aniversario?”, se preguntó Larra. “Acaso, un error de fechas”. A tal grado de excepticismo llegó que dudaba incluso de su propio cumpleaños, de su propio día de días. Uno cree que de lo único que Larra no dudaba era de su amor a la vida, pese a lo que pueda parecer por su suicidio. No conviene confundir, porque nadie se mata por algo que le da igual.
El caso es que ha recibido uno más felicitaciones de las esperadas (aunque hay que decir que el Facebook, nuevo eje de nuestras vidas, facilita mucho las cosas). Luce el sol, hace buena temperatura y uno cumple años en la mejor disposición. Esto de los cumpleaños es como todo, depende de como uno quiera llevarlos, y si tiene un poco de cabeza y es capaz de expulsar fuera de sí esas lamentables autocompasiones por el paso de tiempo -o por el tiempo que pasa por nosotros- puede estar seguro de pasar un día de días de lo más grato. Pues peor sería que el tiempo dejara de pasar por nosotros, peor sería, en suma, no cumplir 28 años que cumplirlos.
Uno ha escuchado durante toda su vida que los 28 años son el punto de madurez física del hombre. Uno, la verdad, aún no ha notado la más mínima falla en su aspecto ni en su rendimiento atlético, que se puede decir que crece año a año, mes a mes, día a día. Es así, y no lo puede ocultar. Ignoramos si este 2011 que entra marcará un punto de inflexión y lo que antes era exhuberancia muscular sin freno ahora se convierta en paulatina decadencia. Primero se perderá la explosividad, luego la velocidad, después los reflejos... Lo que es seguro es que año tras año la verdadera maquinaria, la que uno lleva dentro del cráneo, es mejor a los 28 que a los 27, y que a los 29, si uno no es absolutamente tonto, se mejorará lo precedente.
Homenaje, en fin, a quien no pudo cumplir estos 28 años que uno cumple hoy. Homenaje al número 28, casi tan redondo como pueda serlo el 30. Y homenaje a uno mismo y, sobre todo, a los que le felicitaron, que convirtieron este “error de fechas” en algo concreto y que con ello levantaron la estatua de uno mismo, llevándose su nadalidad a otros derroteros.
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