lunes, 17 de enero de 2011

NIEBLA

Se nos disculpará que hablemos del tiempo, una vez más. Suele decirse que se habla del tiempo cuando no se tiene otra cosa que decir, e incluso he oído a alguien afirmar que una pareja inicia su decadencia irreversible hacia la ruptura cuando, tras un silencio que se ha ido deslizando lentamente entre ambos como muere una rosa cortada, uno de los dos, en un acto desesperado, pondera las calidades metereológicas del día. Uno, en lo que ha ido aprendiendo, niega rotundamente tal hipótesis, y cree más que el indicio primero del desamor no es el hablar del tiempo, sino la incomodidad en el silencio, que es uno de los más grandes sufrimientos a los que el hombre debe hacer frente en su vida diaria. Como en todo, la cosa no está en hablar de un tema o de otro, sino cómo se habla sobre ese tema y, a veces, quién lo hace. Si no fuera así, a uno le parece que la literatura no tendría sentido ni vida, pues sólo contarían cosas y escribirían los campeones del Mundo de fútbol, los veteranos de la Guerra Civil, los viajeros de profesión, los sensitivos, los políticos de la transición y, en suma, todo aquel cuya vida se salga de los cánones habituales del monótono día a día.
A uno, que le interesan más bien poco los sucesos extraordinarios y sí mucho más el manso devenir de la existencia corriente, tiene en el tiempo una continua fuente de lirismo e inspiración. Uno cree que no es otra cosa que un engrama ancestral de cuando nuestros antepasados supeditaban su existencia al medio en que vivían, cosa que, naturalmente, sigue ocurriendo hoy. No es casualidad que lo primero que hagamos nada más levantarnos sea abrir la persiana y ver cómo está el cielo. Entonces, sea cual sea el panorama, algo muy íntimo y casi inexplicable se remueve en nuestro interior. ¿Por qué no contar eso, si en cada uno de nosotros es una sensación distinta, aún siendo la misma?
El tiempo. Pretexto perfecto para las conversaciones de ascensor. Ya sólo por eso deberíamos estarle agradecido. ¿De qué podríamos hablar entonces con esa vecina sexagenaria que, a pesar de que vivimos pared con pared desde que tenemos uso de razón, ni sabemos cómo se llama? ¿De nuestra actualidad intestinal? ¿De nuestros amores desdichados? ¿De nada? Quizá fuera ésta la opción que uno eligiría siempre, pero está visto que en este país hay que llenar minutos de conversación como sea. ¡Y qué difícil es hacerlo! ¡Cómo cuesta llenar un minuto, treinta segundos de diálogo dentro de una cabina estanca! Es, no me da vergüenza el reconocerlo, una de las situaciones que más temo en esta vida.
Hoy el día ha amanecido con niebla, y ahí sigue. Aquí en Madrid el abanico metereológico se mueve entre el sol, la lluvia, el frío, el calor y contadas veces la nieve, mientras que la niebla tiene escasísima presencia. Cada uno de los estados primero enumerados da para una amplia gama de frases hechas y sentimientos atávicos y asimilados a lo largo de nuestra vida. Pero con la niebla no sabemos qué hacer, ni qué decir. Es un decorado extraño que no se adapta a nuestra vida, aunque más valdría decir que nosotros no nos hemos adaptado a ella, por falta de costumbre. Lo único que a uno se le ocurre decir es: “qué barbaridad, esta mañana no se veía ni el edificio de enfrente”. Y ya está. Ese día no se habla más del tiempo a no ser que, como suele ocurrir por estas latitudes, salga después el sol. Entonces sí. Entonces el tiempo se presta a multitud de comentarios más o menos tópicos y afortunados, y salimos del mutismo en que la niebla, esa extraña compañera de ascensor, nos había sumido.
Tiene uno que decir que Madrid está bonito con niebla. Mucho más bonito que con el cielo encapotado de nubes altas, muchísimo más que lloviendo, parecido a cuando nieva pero no tanto, lógicamente, que con su azulísimo cielo descubierto. La niebla -aunque “moja”, otra de las escasas frases hechas a que nos mueve su presencia-, además, da como tranquilidad, pues se sabe de su carácter inofensivo en tanto que no llueve y que, seguramente y antes de que podamos percatarnos, el sol se abrirá paso. Los pelados árboles del invierno adquieren prestancia con la niebla, que da un poco de sentido a su esquelética y quebrada zarabanda, y es encantador ver desde lejos esa niebla que se estanca en los cauces de los ríos para poco después desaparecer sin que nos demos cuenta, como nuestras dulces ensoñaciones con la amada.
A uno le parece que la niebla, aquí en Madrid, no es más que eso, un sueño. Por eso le gusta. Se presenta de improviso, lo impregna todo de un aire de magia y misterio, sabemos de su fugacidad y se va de repente, quizá en el mejor momento, quizá cuando ya nos habíamos encariñado con ella y queríamos que siguiera con nosotros un rato más, como esos sueños que terminan justo cuando más interesantes estaban, sin posibilidad de retomarlos.

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