lunes, 24 de enero de 2011

EL PASO DE CEBRA DE BRAVO MURILLO

Uno, que tiene la vocación de paseante, ha encontrado a lo largo de su trayectoria muchos tipos diferentes de pasos de cebra. El mundo de los pasos de cebra, contra lo que se podría pensar, es complejo y variado y requiere de un mínimo de práctica y conocimiento para dominar su ritmo y anatomía interior. Hay tantos tipos de pasos de cebra como de personas, y, al igual que con estas, es necesario un trato regular y sostenido para dominar o, al menos, conocer sus resortes. Hay pasos de cebra impacientes y nerviosos, que cuando aún vas por la mitad de la calzada ya está parpadeando; los hay calmos, aquellos que permiten regodearte en caminar por el medio de la calle a tus anchas mientras miras de reojo al sufrido conductor, que te mira pasar; los hay tumultuosos y estresados, suelen ser los de las grandes avenidas del centro; los hay consecuentes y equilibrados, dan a coches y peatones el tiempo justo, ni más ni menos; los hay, por supuesto, incómodos y hoscos, en los que ves venir el peligro por todas partes; los hay simples, previsibles y monótonos, sin mucho interés; y los hay -y existen muchos más de lo que parece- que son incomprensibles, complicados, contradictorios, en los que no sabe uno muy bien a qué atenerse, ni qué hacer. Como la mayoría de nosotros.
Hay en la calle de Bravo Murillo, esquina con Marqués de Viana, un paso de cebra que responde a este último tipo y aún a varios más. Es un paso de cebra que uno, por más que lo frecuenta e intenta pillarle el truco, no consigue salvarlo a su gusto, salvo que tenga mucha suerte. Lo primero, que Bravo Murillo es una calle muy transitada tanto por coches como por personas a pie, por lo que el caos y la confusión se multiplican. Es un paso de cebra estresado. Segundo, es impaciente, pues deja poco tiempo para cruzar. Y lo tercero y sobre todo, es un paso de cebra que, entre que se pone en ámbar, en rojo para ellos y para los coches, en verde para éstos, en ámbar de nuevo, en rojo otra vez para los dos y, al fin, en verde para los viandantes, mantiene al peatón un larguísimo lapso, que puede pasar de los dos o tres minutos, parado. Lo peor es que en ese tiempo hay diez o quince segundos en los que no pasa nadie, ni coches ni personas, por mor de los semáforos. Son unos instantes de calma total en los que uno tiene la tremenda incertidumbre de si pasar o no; hacerlo supone un sensible adelanto en nuestra rutina, además de un golpecito de vanidad, mientras que quedarse parado le deja a uno un poco con la sensación de abrevar en el borreguismo, la conciencia de buen ciudadano, cauto y ejemplar, y un poco con esa cara que se le queda a uno ante la oportunidad perdida. ¿Qué hacer, Dios mío? Porque no es fácil la cosa. Los segundos son pocos y el cálculo de distancias ha de ser muy preciso, porque los metros tampoco sobran. Y, además, nunca se dan en ese desconcertante paso de cebra dos circunstancias idénticas. Siempre hay que ir improvisando.
Los pasos de cebra de este tipo que, como decimos, abundan en las grandes ciudades, son un poco como la vida. Se pasan muchas horas, muchos días, muchos meses, muchos años quizá, de inacción o de severa parálisis del alma aunada a una terrible ansiedad y, cuando por unas cosas o por otras la tremenda rueda de la existencia voluptuosa se pone en marcha, no sabemos muy bien qué hacer. Suele suceder que, como en estos pasos de cebra, se quede uno pensando más de lo debido en si cruzar o no, más por miedo que por otra cosa. Y cuando se decide uno a pasar, es ya tarde.
Porque es la verdad. Llegamos tarde a todo, si es que llegamos. Es muy difícil, han de darse muchos condicionantes para que así sea, que lleguemos a lo que queremos en nuestro punto de sazón. Y cuando llegamos, quizá no nos haga vibrar la sutilísima cuerda del deseo de la misma manera a como lo hacía unos años antes. Cuando queremos llegar al otro lado, está en rojo; esperamos impacientes, con ansias irrefrenables y creemos que inextingibles, de repente vemos esa estrecha rendija de tiempo -el ahora o nunca- y dudamos; la duda lleva normalmente a la inacción, y cuando ponemos el pie en la acera de enfrente, lo más probable es que, como en el paso de cebra de Bravo Murillo, lleguemos tarde, que muchas veces es como no llegar.
No se sabe qué es peor, si cruzar en esa duda o no. Morir en un paso de cebra, como en la vida, es relativamente difícil. Puede ocurrir, pero hay que contar con nuestros formidables instintos de supervivencia y con los reflejos del conductor. No quiere uno quedar magullado, naturalmente, ni romperse la cadera. Pero quedarse parado cuando se quería cruzar y había oportunidad de ello puede colocarnos en una estampa ridícula. Y repetirse en esa cautela, en esa paralización un tanto burguesa y de ciudadano ejemplar, mirando alternativamente para los lados, a los coches que no pasan y al semáforo por ver si de una vez por todas nos da gusto, es conformismo mal entendido. Porque el gusto, a veces, nos lo tenemos que dar nosotros mismos; el gusto de luchar, de lucharlo, de lucharnos a nosotros mismos. Aunque luego no se consiga nada.
Esto de no conseguir nada, sin embargo, no es nunca exacto, porque si bien es verdad que la mayoría de las veces no se consigue lo que se deseaba, no necesariamente es eso nada. Al revés, con ser algo, puede ser mejor o, en cualquier caso, distinto, de esa otra cosa de nuestros sueños que, en realidad, nunca existió. Nada, hay que procurar cruzar el paso de cebra y llegar a ese algo, sea lo que sea.
Morir no importa.

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