viernes, 21 de enero de 2011

LAS BARRENDERAS

Llevaba uno mucho tiempo con la comezón de escribir sobre los barrenderos. Y aunque no sea nada original, quería uno, sobre todo, darle un poco de forma literaria a un oficio ya literario de por sí y que por sus características se presta a multitud de divagaciones pseudometafísicas, costumbristas, sociales e incluso líricas. Porque aquí en Madrid y en cualquier ciudad los barrenderos están por todas partes, y el jubilado, el desocupado, el mendigo, que arrastra sus tristes mañanas entre paseos llenos de luz y alucinada contemplación de obras públicas, quizá lo que mejor pueda hacer sea detenerse, sentarse en un banco u ocultarse a lo merodeador tras algún árbol y observar el incansable, el admirable trajín que se traen los barrenderos.
No cree uno que a los barrenderos les entusiasmen esos trajes verde y amarillo fosforito que llevan. Si algo deben de odiar, es ir llamando la atención. Uno cree que el ir con un carrito con papelera incorporada y un cepillo y recogedor profesional aptos para limpiar aceras y parques es indicativo suficiente de que se es barrendero, y más si a la espalda se luce la leyenda “Limpieza”. Pero eso es otro asunto. A uno le gustan los barrenderos, pero no sólo por su función práctica e indispensable, sino sobre todo por ese trabajo terco, sin desfallecimiento, como ajenos pero a la vez cómplices de la marcha del mundo. Los barrenderos tienen para uno un extraño poder sedante y de captación de la mirada. Cuando pasa al lado de uno, uno no puede evitar quedársele mirando, escrutar sus facciones, su mirada cansada y perdida, sus movimientos negligentes que destilan una sutilísima resignación. Pero lo hace con cuidado y procurando no ser demasiado indiscreto, pues al barrendero, aunque en realidad le importe un pimiento lo que le miren o dejen de mirar, si hay algo que no le debe de gustar, repito, es ir llamando la atención.
Uno, por natural e indisimulada inclinación hacia la mujer, tiene mucho más interés, claro está, en las barrenderas que en los barrenderos. Y no son pocas, hay muchas más de lo que se pueda pensar. Tiene uno en la memoria varios rostros de preciosas barrenderas a las que, entre colilla y lata de Coca-Cola, le hubiera encantado decirles algo. Hace un tiempo pululaba por el barrio del Pilar una barrendera morena de enormes ojos negros y ojerosos, siempre fijos en el horizonte, envuelta en unos cascos para escuchar música y guapa como ella sola, y a la que uno se cruzaba invariablemente en su pequeño paseo para coger el autobús que le llevara al trabajo. Dios sabe qué habrá pasado con esa barrendera, si habrá encontrado otro trabajo, se habrá cambiado de ciudad o, simplemente, tiene otro horario u otra zona donde trabajar, pero uno no ha vuelto a verla. Y uno no olvidará nunca a una preciosa barrendera de Aranjuez, la más triste que se haya encontrado, que, en todo el sopor de una calurosísima tarde de julio, limpiaba con infinita mansedumbre la plaza del Real Sitio. Uno no lo sabe, pero así, viéndola desde la distancia, parecía rumiar tiernísimos desfallecimientos del alma por causa de amor. Quizá el novio la habría dejado la tarde anterior, quizá estaba así porque no tenía novio o porque no quería al novio que tenía. ¡Cuánto dudó uno si acercarse y proponerle un paseo consolador, ajenos al mundanal ruido, por el cercano Jardín del Príncipe, entre chopos, álamos y pájaros charlatanes...!
Pero no lo hizo, claro. Esas cosas viven mejor en la imaginación. Las barrenderas. Uno, conforme va subiendo estratos en las vertiginosas alturas de la vida, se va dando cuenta de que vale más, sin duda mucho más, el amor de una barrendera que todas las ínfulas andantes e incómodas de la ostentación, el dinero, la ascensión social. ¿Qué más dará todo eso?
Las barrenderas. Uno, cuando va andando por la calle y se topa con una barrendera, procura pasar con todo cuidado, sin pisar el montoncito de suciedad trabajosamente acumulado y, si le mira, enviarle una sonrisa. Casi nunca lo hace, porque los barrenderos van a lo suyo. Antes que las camareras, tópico mito romántico-erótico auspiciado por el cine, la literatura y el american way of life, puede que sean las barrenderas las nuevas princesas perdidas por entre el sórdido maremágnum de nuestra ciudad.

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