Cayó la noche de invierno, el invierno de la noche, hace unas horas. Morados pasos y dulces cielos resuenan en las piedras antiguas de la calle de San Nicolás. Por encima de los viejos tejados se asoma la primera luna, y los gatos doblan esquinas, se escurren entre cancelas y llenan la oscuridad con su silencio. Faroles de gas en los muros desconchados, tabernas ancestrales que cierran su tembloroso párpado. Ondas de misterio y miedos anteriores vibran en las entrañas, y tu respiración es un quejido ahogado y monótono; querrías que no se escuchase, que no fuese, mas cuanto más te esfuerzas por desaparecer, más resuena tu presencia en la calle dormida. Tu sombra es pesada e hiriente, y las sombras de los otros, de los que no están, fantasmas queridos. Te caes en tu sima, desfalleces sobre ti, sin llegar a caer del todo y sin terminar de desfallecer. Es la eterna caída, el inestable equilibrio. El reducto almenado de la vieja ciudad es el reducto almenado de tu corazón. Antiguas conquistas, efímeras y olvidadas, se hacen carne y dolor. ¿Por cuánto tiempo? ¿Por cuántas vidas? ¿Por cuántas muertes? Escuchas algo detrás de ti, es el hombre de gabardina que abre un portal. Tus sienes se hacen de pulso y sangre, tus piernas de junco seco. Inspiras hasta que el aire invernizo propaga lo azul por tu cuerpo. El céfiro saliente es la combustión de tu alma, que se quema a ritmo de estrella. Te detienes un momento y continuas andando. Tus pasos son una marcha fúnebre y deliciosa que percute en tu oído con la semilla de la trascendencia. Sabes por dónde y a dónde vas, esperas lo que nunca sucedió, lo que sólo ocurre en las memorias olvidadas de las noches fantásticas. Doblas la esquina y tu cabeza hace lo de siempre: mira hacia arriba, hacia la buhardilla, hacia tu buhardilla, la de ventana grande y amarilla, la de sonrisa ausente y ojos traidores, la de la vivienda de tus sueños e ilusiones, la de la chica a quien regalaste la amapola roja en tu última noche, en tu primer y último sueño. Interior apenas entrevisto decorado de romanzas y minuetos; leyenda y aparecidos de la vieja ciudad en ese espejo de la habitación de la buhardilla, imaginación de una vida desconocida e inaprensible, de unas tristezas por consolar y unas alegrías por regalar. ¿Qué íntimas lágrimas no se habrán reflejado en ese espejo? ¿Qué cansados ojos no habrán dejado impronta de sus desmayos? ¿Qué pelo negro no habrá sido alisado por el cepillo del tiempo? Miras, miras fijamente la ventana de la buhardilla de la calle de San Nicolás, y tu carne se vuelve alma, tu alma carne, tus ojos agua y tu agua diamante. Hoy tampoco será el milagro, el milagro de lo que tiene que suceder. ¿Quién apagará esa luz eterna cuando tú ya no estés? ¿Qué libros tendrá sobre la mesilla? ¿Qué hombres si no tú habrán desnudado su lecho? ¿Dónde habrá guardado la amapola...? Nada. El ensueño se derrite, regresas a la farsa del mundo verdadero y continuas con el paseo. De pronto, tus pies son plomo y tu cabeza gravedad al infinito. Percibes allá arriba el susurro de una sábana estirada al viento eclipsando la luz amarilla en un breve temblor. Sí, hay alguien, al fin hay alguien. Se desentrañará el misterio de la buhardilla. La calle negra emite una radiación de fondo sorda y terrible, terriblemente mágica, mágicamente terrible. Miras, miras con ojos lunáticos y aguzas los oídos. Sobre el fondo luminoso se dibuja una figura oscura. Es una chica, es la que soñaste. Sus formas, su rostro, sus rostros, aún están en la penumbra. De repente, unos ojos. Un cabello negro. Un talle blanco. Una armonía cansada y tranquila. Derrama su mirada sobre la noche medieval iluminando con las antorchas de sus ojos los abismos de la calle. Mira lo que pasa, que es nada; mira al que pasa, que es nadie. Excepto tú. Se percata, quedáis enredados en la oscura raíz del deseo y convenís una seña sin gesto, una cita sin lugar ni tiempo...
Mañana.