miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL GRAN BAZAR

Miles de madrileños tienen en las ligas municipales el territorio idóneo para sus múltiples inquietudes deportivas, tantas como deportistas inscritos hay en cada uno de los distritos. Con las ligas muncipales se llega al límite indivisible de la competición, como los quarks -los gránulos primordiales de que está hecha toda la materia- lo son del universo observable. No es posible, por tanto, fragmentar la competición más de lo que es el ámbito de un barrio, de un distrito. Las ligas municipales son el último reducto, el bazar de las frustraciones, de todo aquel que quiere competir en algún deporte y, por las razones que fueren, nunca pudieron hacerlo a buen nivel. Hay que decir, no obstante, que existen jugadores que sí jugaron en categorías elevadas y que tienen en las ligas municipales una excusa y un incentivo para hacer un poco de ejercicio los domingos y mantener despierto ese comezón competitivo del que, dicen, es imposible librarse aunque pasen los años. Pero son excepciones. Aquí lo que predomina es el celebérrimo “equipo de barrio”. Los siete, ocho, diez colegas que se juntan para jugar pachangas con árbitro uniformado y mesa cronometador y anotador.
Podríamos hacer un retrato robot del jugador medio de liga municipal. Lo haremos con el baloncesto en mente, deporte que mejor conocemos por jugarlo cada fin de semana, pero este modelo podría trasvasarse perfectamente a cualquier deporte -fútbol 7, fútbol sala, balonmano, voleibol. El competidor típico de liga municipal tiene alrededor de 30 años, es de complexión robusta -que no fuerte ni atlética-, va a los partidos sin afeitar, gasta pantalones más o menos ajustados y camiseta de mercadillo de la que cuelga un número ininteligible que no suele ser otra cosa más que un esparadrapo, es malcarado, protestón y mete-codos y no duda en utilizar sus kilos de más, su trasero y sus jadeos a veces malolientes para sacarte de la zona, normalmente a empellones. Lleva las piernas sin afeitar y no se distingue por su gracilidad ni por su habilidad en el deporte correspondiente. Sus movimientos son mecánicos y poco fluidos, aunque normalmente cada uno tiene una habilidad de la que saca ventaja, más por incompetencia del defensor que por excelencia propia. Los hay que tiene un tirito de media distancia poco plástico pero eficaz y que no dudan en utilizar en cuanto el balón les cae en las manos, metiéndola limpia siempre para asombro de los circunstantes; otros destacan por su gancho absurdo cerca de la canasta y, los más, por saber actuar de cara al árbitro para sacar faltas. En eso mejor que en nada se reconoce la influencia de los profesionales, a quienes el jugador municipal procura imitar en sus gestos faciales y corporales, que no en su técnica. El jugador municipal parece estar muy orgulloso de jugar con un árbitro que vigila sus movimientos y los del contrincante, y no duda en “hacer uso” de él, esto es, no duda en protestarle. “Para eso está”, debe de pensar el jugador municipal al ver al árbitro con su uniforme, su silbato y su cara de concentración. “Cuanto más proteste, cuanto más indignado parezca, más pareceré que estoy haciendo algo importante”. El jugador municipal tiene que creerse su farsa, y en eso ayudan todos, pues es una farsa muy bien conseguida. Todos participan, todos parecen contentos, todos se ayudan para conseguir un buen efecto estético, aunque sea con broncas. El jugador municipal no sólo no cobra por jugar, sino que paga su dinero. Ello, claro es, le exime de responsabilidades, de entrenar a no ser que él y sus compañeros de equipo quieran, y, sobre todo, le da derecho a perder. Perder, al contrario que para un profesional o para alguien que aspira a serlo, es un derecho que tiene el jugador de liga municipal y que es inalienable. Encima que pago, no me voy a enfadar por perder. Así es, luego, al acabar el partido, esperan en la taberna más cercana las cervezas comunitarias.
Hemos hecho una síntesis del jugador de liga municipal medio, lo que no quiere decir, naturalmente, que no haya un amplio surtido de tipos y caracteres. Pero, como dijo Ortega, pensar y escribir es exagerar, y quien renuncie a exagerar que renuncie también a pensar. Hemos exagerado, qué duda cabe, pero creemos que el resultado se aproxima bastante a la realidad.
Hay de todo. Es un gran bazar. Casi todo inservible y lamentable, pero su conjunto es lo que le da sentido y belleza. El sentido más amplio e importante de las ligas municipales es el de competir sin presiones más allá de las que uno se imponga a sí mismo. El jugador de liga municipal aprovecha esta oportunidad que los ayuntamientos les dan para sublimar ese gen competitivo que el ser humano tiene y que, con la llegada de la civilización y la agricultura y el consiguiente abandono de la caza, actividad que les suministraba a nuestros antepasados esa adrenalina que sólo la competición deportiva puede generar en parecidas dosis, había quedado sin satisfacer. Con las ligas municipales, por tanto, se ha conseguido que el ciudadano medio pueda dar salida a esa necesidad atávica. Los ayuntamientos supieron ver muy bien esto y lo han convertido en actividad altamente lucrativa. Luego está el tema de la emulación, que nos parece imprescindible para la correcta comprensión de las ligas municipales.
El ser humano es ser devorador de otros hombres y necesita hacer lo que otros hacen, y más, claro, si le gusta lo que esos otros hacen. El jugador de liga municipal, que ve la Liga de fútbol o la NBA, tiene en las ligas municipales la oportunidad inmejorable de creérselo, ya sea mediante sus mediocres aptitudes deportivas, la vestimenta -que en algunos casos es calcada a las de sus héroes- o los gestos. El jugador de liga municipal llega al partido del domingo después de una dura semana de preocupaciones varias, la de su vida cotidiana, y se hace un personaje que le sirve para evadirse. Cada uno tiene el suyo: uno se hace el personaje de obrero, de jugador sacrificado por el bien del equipo; otro, el de estrella, que suele ser el vanidoso aderezado por alguna virtud técnica y/o atlética, sobre el que recae toda la responsabilidad del equipo, sólo que sin esa presión extra proviniente de fuera de la que hablábamos, haciendo por tanto de su papel algo sumamente gozoso; otro, en fin, asume el papel de especialista, por ejemplo, o de jugador decisivo en los finales. Y no falta el que se ha otorgado a sí mismo el de jugador de banquillo, que de todo hay.
Hay mucho de frustración en las ligas municipales, pero también mucho de alivio de esas frustraciones y, además, algo de expectativas ampliamente superadas. Es patético sin duda ver este espectáculo por el que nadie en su sano juicio pagaría un duro por verlo. Ni falta que hace. Las ligas municipales se explican por sí mismas, igual que la sociedad, que sólo puede explicarse convenientemente desde sus adentros, desde su corazón caliente y palpitante, desde la siempre difícil espeleología de lo que es el hombre, y no desde una corteza erudita y superficial.

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