Caminante no hay camino, se hace camino al andar
(Antonio Machado)
Al llegar a la meta de tus deseos, siempre echarás algo en falta: tu camino hacia la meta.
(Baronesa Marie von Ebner-Eschenbach)
Hay un espacio infinito que no conocemos hasta que nos ponemos en marcha.
(Mauricio Wiesenthal)
No todo es lo que parece, aunque cada uno de nosotros es lo que es y también, nos pongamos como nos pongamos, lo que parecemos. En nosotros habita el que somos realmente, el que creemos ser y el que ven los demás, y luego el que nosotros creemos que ven los demás, que puede ser -la mayoría de las veces, sin duda, lo es- muy diferente e incluso opuesto al que realmente ven los que nos rodean. En realidad esto es mucho más complejo, pues si rizáramos el rizo de la filosofía de andar por casa, llegaríamos a la conclusión de que somos cientos o miles de versiones diferentes, la de cada una de las personas que conocemos o nos han visto a lo largo de nuestra vida y el que creemos ser a cada momento, a cada segundo, a cada nanosegundo, y así hasta la última atomización del tiempo, aunque los científicos piensan que no existe tal atomización y que el tiempo, simplemente, fluye, como lo quieren los taoístas; no hay, pues gránulos de tiempo, unidades mínimas, con lo que, si hacemos caso a esta aseveración -de la que no debemos dudar- tenemos que cada uno de nosotros tiene infinitas imágenes de sí mismo. Una versión sui generis de la tan clásica dimensión infinita del hombre.
No todo es lo que parece, sin duda, y este lugar común -del que uno abomina, como de todos los lugares comunes- me sirve, aunque sólo sea por una vez, para comenzar mi escrito del día. Y viene a cuento de los compañeros de gimnasio que uno se ha ido encontrando a lo largo de los últimos años y que han conformado un grupo de lo más variopinto y, sobre todo, alejado de los presupuestos estéticos y morales de la musculación, disciplina que sigue estando bajo sospecha de tontuna por no pocas mentes, algunas supuestamente preclaras, otras más humildes, y que, con ese prejuicio absurdo, se declaran como completamente obtusas y alejadas de ese principio clásico de anima sana in corpore sano que viene de nuestros queridos griegos. La larga, enraizada y malinterpretada tradición cristiana ha hecho mucho daño al cuerpo humano, que durante siglos se ha visto como un estorbo al que el espíritu, lo verdaderamente valioso del hombre, debía despreciar y, si se pudiera, incluso maltratar con castigos varios.
Este engrama cerebral sigue teniendo su efecto y actualidad y no seré yo el que lo discuta en su elementalidad. Efectivamente, no voy a ser tan tonto en reconocer que el ser humano es extraordinario por su cerebro y no por sus virtudes atléticas, y que sólo el hombre más inteligente, y no el más fuerte, puede alcanzar el rango de sublime. Porque ya dijo el clásico que por mucho que hiciera gimnasia nunca iba a ser más fuerte que el toro, por lo que debía buscar otros modos de vencerle que, como no podía ser menos, estaban en su cabeza. Esto es así, pero uno quería hacer una pequeña reivindicación de esto de las pesas, sobre todo por lo que de disciplina individual tiene y por la constancia y determinación que exige -aunque sea a nivel amateur- para alcanzar los propósitos que uno, en los límites que su genética le haya impuesto, desee alcanzar.
El grupo con el que uno se ejercita, todos los lunes, miércoles y viernes, en el nunca bien ponderado arte de la musculación está constituido por un estudiante de Filosofía y amante de las Humanidades, una licenciada en Historia del Arte, lectora de clásicos y experta en cine, un literato -el que esto escribe- y dos italianos, abogados, estudiantes de Teología y, además, jesuitas, de los que uno de ellos lleva una década dedicándole al cuerpo su cuota de protagonismo. Narciso, que así se llama, entrena con perseverancia, gusto y calidad pese a sus problemas crónicos de espalda y es fiel defensor de la unidad del hombre, esto es, la no diferenciación extrema entre cuerpo y alma.
No deja de ser asombroso en un católico, jesuita que, además, va para Diácono, pero así es. Asombroso, sí, pero también profundamente esperanzador. A uno se le quitan buena parte de sus inseguridades con respecto a su aparentemente inconciliable vida deportiva e intelectual, con lo que se demuestra, además, que uno ha estado también imbuido de esa tradición tan española y tan católica que desprecia el cuerpo y -sólo a veces- ensalza el alma.
Entre otros temas más vanales y apegados a la tierra -pues hay tiempo para todo- solemos hablar de libros y filosofía. Narciso me recomendó hace no mucho un libro, La sabiduría del peregrino, de Anselm Grün, que tuve la ocasión de leer y que no me dejó indiferente. Aprendí muchas cosas, me confirmé en las que ya sospechaba y había sentido en mis carnes con mi propia experiencia y, sobre todo, y de eso se trata la verdadera literatura, tanto la que se lee como la que uno escribe, aprendí mucho sobre mí mismo. La alegría de andar, parafraseando el título de una novela de César González-Ruano. El mero hecho de caminar como metáfora de la vida, oración -no tiene por qué ser en el estricto sentido religioso- y encuentro con uno mismo. Ya dijo Nietzsche que no se debía dar crédito a cualquier pensamiento en el que no hubieran participado, como en una fiesta del hombre completo, todos los músculos del cuerpo. Esto es, no debía prestarse atención a otros que a los pensamientos caminados. En la antigua Grecia, Platón explicaba su filosofía a los alumnos dando vueltas a la plaza de Atenas, y no en un aula estática, amarga y agostadora. Caminar es pensar, recitar, orar, recordar, pero también y sobre todo mirar lo que tenemos delante sin más preocupación que dar cada paso; caminar es, en suma, vivir. En estados de tristeza y desasosiego, el simple hecho de salir de casa y poner un pie delante del otro es garantía de inicio de curación de nuestras tribulaciones. Caminar, además, mejora la memoria y agiliza la mente. El que camina habitualmente piensa más rápido. Todos los escritores de la Generación del 98 eran grandes paseantes, y me atrevo a asegurar que todo pretenso escritor debe ser un gran paseante. El hombre es un animal que no evolucionó siendo sedentario, sino nómada. Sus músculos, su anatomía, su fisiología, está pensada para andar, para andar grandes distancias. Así ha colonizado el mundo entero, y así ha crecido, así crecemos todos desde la infancia: moviéndonos.
Pero dejemos que sea nuestro amigo Narciso el que nos resuma tan interesante y enriquecedor libro, tanto para los que andamos como para los que no. Lo que sigue es un artículo aparecido en la revista Sal Terrae y que, con la debida autorización de nuestro compañero, me permito reproducir aquí:
Anselm Grün es un sacerdote benedictino alemán que, desde hace casi treinta años, concilia la ocupación de administrador de la abadía de Münsterschwarzach con la dirección espiritual, cursos de espiritualidad y a pesar de esto, tiene una fecundidad literaria impresionante. Desde 1976 ha publicado casi 200 libros sobre temas de espiritualidad. El texto es un verdadero concentrado de sabiduría para peregrinos. Simple y fácil de leer, el texto presenta una especie de obertura que, con trazos rápidos e incisivos, describe el sentido espiritual de la peregrinación (p. 11-23). El autor a partir de la experiencia antropológica ancestral del ponerse en marcha, para buscar el sentido de la vida, cambia poco a poco el enfoque pasando desde la experiencia del andar a la del vivir. Saber cómo ponerse en movimiento, hacer el camino y llegar a la meta en última instancia, es ser sabios, hombres que han aprendido a salir de sus propias seguridades para dejar espacio a la vida a los demás, a la naturaleza y a Dios. Ser peregrino significa exponerse a la intemperie, a la incertidumbre, ayuda a confiar en el futuro y en los otros. Llegar a la anhelada meta para descubrir que la única meta realmente querida es volver al principio, parafraseando Efesios 3,20, “el cielo es nuestra casa”.
Después de una larga introducción, en siete capítulos, el autor acompaña al lector en las etapas fundamentales de la peregrinación. Los capítulos siguen un “esquema” común, una cita inicial, y luego jugando hábilmente con la etimología de las palabras clave, se abre una reflexión a la vez antropológica, filosófica y existencial, que se cumple con la referencia explícita a la referencia de Jesús Cristo. Después de haber hablado del sentido del partir (cap. 1), caminar (cap. 2), indicadores en el camino (cap. 3), el Albergue (cap. 4), el quinto capítulo va al meollo de la cuestión. Una peregrinación no ha logrado su propósito si no genera una metanoia, una conversión del corazón, cambio de horizonte, permanente abertura a la novedad. Aprender a caminar con confianza puede ayudar a encontrar el coraje de dar marcha atrás, dejando los caminos equivocados que estábamos haciendo. En el último capítulo está la referencia de seguir a Cristo, único camino seguro, única luz verdadera. El autor, con un estilo coloquial y parecido a una conversación espiritual bien llevada, acompaña al lector a confrontarse seriamente con la figura de Jesús.
Al llegar al epílogo del camino y de la lectura, el autor compara el peregrinar al renacer, el camino de Santiago en la Edad Media duraba nueve meses. El camino tendría que llevar al peregrino a entrar en la gran procesión que conduce a la ciudad de Dios y a la unión íntima con Él (p. 93).
El texto, jugando con diferentes niveles de comunicación y profundidad, puede ayudar al peregrino ocasional, creyente o no, a encontrar un sentido espiritual a su caminar.
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