"Es increíble. Le cambian a uno el sitio y parece que su cerebro se seca. Esta mañana me he ido a sentar en mi mesa de siempre, en mi tranquila mesa de siempre donde nunca se sienta nadie, a excepción de la paciente, guapa y ojerosa -¡qué encanto tienen las ojeras en una chica guapa!- muchacha que da clase de Lengua al chico con síndrome de Down y a quien algún día me decidiré a hablar, y estaba ocupada. Había unos chicos estudiando, llenando la mesa de sus apuntes y libros de texto, y no había hueco para mí ni para mi ordenador. Y me he enfadado porque no es una mesa de estudio, como reza el cartel bien visible colocado en su centro, con letra grande y clara: “ATENCIÓN: Mesa reservada, exclusivamente, para la consulta de libros y el uso de ordenadores portátiles”. Justo lo que hace uno cada día en su afán por no contravenir las reglas de la biblioteca: escribir con su portátil y leer fragmentos de algún libro que coge como si fuera fruta. Pero aquí nadie cumple las reglas, todo el mundo habla -sobre todo los propios bibliotecarios-, a todo el mundo le suena el móvil, que debería estar apagado o, cuando menos, sin volumen, y nadie se sienta donde debe. Incluso hay días que una madre insensata, que no viene a otra cosa sino a navegar por internet, trae en el carro a su niño, que no para de llorar. Lo siento, pero los niños pequeños deberían estar prohibidos en las bibliotecas, aún más que los móviles. A la entrada debería haber un cartel prohibitivo como los que ponen en los bares refiriéndose a los perros. ¿Es esto crueldad o falta de sensibilidad? ¡Dios sabe que no! Hay lugares para cada persona y personas para ciertos lugares, y si queremos el mayor orden posible en los universos los niños no deberían poder entrar en las bibliotecas. No ayudemos aún más a la entropía a hilvanar su constante, lenta, segura y fatal acción sobre el cosmos. Sé que no es culpa del niño, por supuesto. Es fácil echar la culpa al empedrado, lo sé, pero sostengo que no es sencillo escribir rodeado de viejos. Rodeado de jóvenes es muy fácil e incluso grato escribir, inspirador diría yo. No hace falta que sea una chica guapa, ni siquiera que sea una chica. Con que sea joven, aunque fuera ruidoso, basta para activar los frescos y esperanzadores mecanismos de la escritura, y estos viejos con los que me he visto obligado a juntarme, tran tremendamente parados y pensativos leyendo sus periódicos aunque en realidad no piensen en nada, con esa calma tan siniestra que, si pensamos un poco en ella, nos cala los huesos con un miedo -parece que a la muerte- que sólo se puede superar saliendo de allí y yendo al gimnasio, a vigorizarse uno en su juventud. Escribir rodeado de viejos, como yo lo he intentado esta mañana, es como tirarse de cabeza un agujero negro y deslizarse a una velocidad creciente hacia el espectro negro de la muerte. Sé que entre los viejos de la biblioteca habrá algún viejo/joven que nada tenga que ver con lo que estoy diciendo, pero yo sé que la mayoría pertenece a otro mundo que no es el mío y con el que siento reparo, y casi diría que pavor, juntarme, mezclarme, sublimarme. Creo que hoy me he ido a tiempo antes de que me atraparan con sus garras olorosas a naftalina -que es a lo que huelen los viejos de la biblioteca-, pero me temo que si el próximo día mi mesa está de nuevo ocupada por esos idiotas que estudiaban, o por otros, que de eso el mundo está sobrado, no me quedará otro remedio que salir y, o bien ir más pronto al gimnasio, donde no hay viejos, o perderme por las calles del barrio o ir a La Vaguada a mirar ropa y libros nuevos, que hace mucho que no compro. ¿Por qué un libro viejo es tan joven, más que un libro nuevo, y los viejos, salvo raras excepciones, no parecen jóvenes ni por un sólo segundo por más que alguno se empeñe? Gracias a Dios que es así, pues si lograran engañarnos, estaríamos perdidos. Mi carne prieta y lisa, mis duros músculos y, sobre todo, ese algo que se me mueve dentro del cuerpo, ese afán de vida indefinido aún no concretado en nada, porque esa es la esencia de la juventud: no concretar sus energías en nada determinado y dejarse llevar por las luces del todo; esa mi juventud, digo, no puede, no puede, escribir rodeada de viejos. Se le seca a uno el cerebro, repito. ¡Qué falso es eso de que todos los viejos son sabios! Si lo fueran, uno cree que no andarían sacándose los mocos en público o hablando a voz en grito entre ellos en una biblioteca. No es una invectiva contra los viejos, no. Les tengo mucho respeto. Pero no puedo escribir rodeado de ellos."
viernes, 17 de diciembre de 2010
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