viernes, 10 de diciembre de 2010

DITIRAMBO DEL FRÍO


En pleno mes de agosto pasado me invadió, después de más de dos meses de calor ininterrumpido, una repentina nostalgia del frío. Y más que del frío en sí, de su paisaje. El paisaje del frío es el paisaje en su pureza, la quietud como consuelo de las más grandes tristezas de los hombres, el color morado del frío como el sueño perfecto de una tórrida noche de verano. Me voy dando cuenta, según pasan los años por mí, o según voy pasando yo por los años, que no podría vivir sin el frío. Me parece que los climas tropicales, de calor todo el año, perjudican la salud, son caldo de cultivo propicio para las enfermedades y, sobre todo, no tienen el encanto de un ocaso invernal, ese ocaso anticipado de las seis de la tarde, que loamos ahora precisamente que los días son más cortos. Con el frío uno lee más, escribe más y diríamos que se espiritualiza más. Ha llegado el frío, este amable frío madrileño, seco como lo quería Nietzsche, para quien los climas húmedos no podían dar ningún genio verdadero. Según él, sólo los climas secos eran hogar adecuado para las mentes despiertas y claras. Ha llegado el seco frío de Madrid, y uno, aunque no sea un genio ni aspire a serlo, está de enhorabuena.
Probablemente están siendo los fríos más disfrutados, en tanto que uno se ha dado cuenta de que el frío es el reposo desde el cual ir tejiendo su red de miradas sobre el mundo. No hay mejor paseo que los invernales ni café más acogedor que los de diciembre. No hay cena más sustanciosa y bien digerida que la que se disfruta resguardado tras la ventana, con los vientos del Norte azotando la ciudad y los árboles pelados. No hay sueño más reparador y recogido que el que se duerme, o se sueña, bajo una manta, como una larva en formación esperando su venida al mundo. No hay amanecer más hosco y, a la vez, más hermoso, que el de ese tono azul polar del frío. Que las noches sean interminables y los días tan breves como un beso en la mejilla de la amada no importa. Bien mirado, y estamos obligados a mirar bien, es casi una bendición. El frío templa los nervios sin aplacar las pasiones, suaviza nuestras ansias y nos predispone al trabajo y al estudio. Así es como luego se disfrutan más los momentos de ocio.
Uno nunca ha visto los Jardines del Príncipe, en Aranjuez, tan hermosos como en el invierno. Uno nunca ha visto Madrid tan madrileño como cuando hace frío. Madrid en verano es una ciudad casi clandestina, desconocida y, por tanto, poco madrileña. El madrileño, el que vive en Madrid, no acaba de asimilar Madrid en verano, por lo que Madrid en verano es una ciudad sin personalidad, huida de sí misma. Por eso uno en verano, en ese agosto madrileño tan amable que casi nadie sabe disfrutar, necesita quedarse en Madrid para olvidarse de Madrid, y regresar después a él -sin haberse movido- con el frío, cuando se le devuelve su personalidad, su gente y su pasión.
Cuando en agosto me invadió esa melancolía glacial, pensaba que metido de lleno y hasta los huesos en el frío renegaría de él y soñaría con el calor, como pasa siempre y con todas las cosas. No está siendo así. No querría uno ahora más de quince grados ni en broma. Sospecha que dormiría mal y su humor se destemplaría. Porque el frío tiene estrecha vinculación con el sueño, con los sueños. La neblina que se levanta en los ríos durante el invierno y que decora como guirnaldas los paisajes castellanos no es más que la efusión de los sueños de los ríos que, como todo el mundo sabe, son metáforas de la vida. El pájaro negruzco que surca solitario los cielos invernizos nos parece un triunfo de la vida sobre la muerte, y la zarabanda de esqueletos de un jardín ciudadano una estampa de la eternidad, digna de ser pintada. Uno, sin saber por qué, prefiere pintar los jardines decadentes y agostados que los verdes y exuberantes. Uno prefiere la gracia de la decadencia a la vacuidad del cúlmen. Uno, en definitiva, se siente más a sí mismo recogido en sus fríos que rodeado de las asfixias, los pólenes y los olores del calor.
El frío como renacimiento de todas las cosas, como escenario ideal desde el que asaltar todos los órdenes de la vida. Un árbol sin hojas, tan crudo en su desnudez, es como un amor platónico, ese amor que nunca tuvimos, que nunca tendremos pero que tenemos la perenne ilusión de tener y al que estamos obligados a no renunciar jamás. El hombre, como ser proyectivo que es, no es nada sin los sueños hechos a la medida de sí mismo, y un árbol sin hojas, el árbol sin hojas del invierno y del frío, no es más que eso: un sueño por poblar.
Imagen de cabecera: Ricardo Baroja, Mañana de invierno (1929)

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