Hagamos un poco de madrileñismo navideño y sacudámonos, en la medida de lo posible, estos desasosiegos que estas fechas nos producen por su multitud de variantes agostadoras y execrables. A fuerza de tópicos, la Navidad es época de paz, amor y familia, tiempo dorado del alma humana en que ofrecer lo mejor de uno mismo en beneficio de los demás, miríadas de luces ciudadanas e interiores que nos ponen en el pedestal de lo mejor de la vida. En el reverso, la Navidad es lo más deleznable del año, tanto por su cursilería intrínseca como por el brutal gasto a que nos obliga, y recalquemos el “nos obliga” porque nadie debe olvidar que existen las pagas extras de Navidad. La Navidad es, además, fuente de dolores para la viuda y el huérfano, para el solitario y el desarraigado, para el pobre muchacho romántico a quien la novia dejó en las vísperas de la Nochebuena. Sí, la Navidad, se quiera lo que se quiera, es una época para pasar en compañía, y esta es su gracia y su tiniebla, su esencia inamovible, su miel y su acíbar.
Todo ello es más o menos real según para cada uno; unos la aman por su cara, digamos, amable; otros la desprecian por esa misma cara amable envuelta en los harapos de la cursilería; otros reconocen sin más agobios ni entusiasmos sus pros y sus contras, son los más objetivos y equilibrados; otros querrían gustarla, pero por diversas desgracias no pueden, y otros, en fin, entre los que se encuentra uno, ven su gracia y su misterio en lo que la Navidad tiene de falso y auténtico.
Podría decirse que contamos nuestra vida no por años ni por veranos ni por cumpleaños, sino por Navidades. No nos damos cuenta de lo rápido que ha pasado el tiempo hasta que llegamos a diciembre. “Qué bárbaro, ya estamos otra vez en Navidad, si parece que fue ayer...” Así es, cada Nochebuena se pone el contador a cero, todo vuelve a empezar, hacemos inventario mental y rápido, muchas veces inconsciente, de lo que hemos sido y han sido los demás en nosotros y podremos sentir pavor o alegría, tranquilidad de conciencia o inquietud, incluso indiferencia, pero lo que es seguro es que nos veremos sacudidos por la incontenible ola de la Navidad, ese pulpo de mil tentáculos protegido y alimentado por todos al que indefectiblemente hay que aguantar durante dos semanas.
El problema es que la Navidad cada vez se alarga más, de forma totalmente innecesaria. A principios de noviembre empiezan a colocar las luces que, aunque apagadas y sólo un montón de cables, son un anuncio siniestro y amenazador, como el silencio que precede siempre a las grandes batallas. El problema de la Navidad es no tanto la Navidad misma, sino sobre todo sus cansinos prolegómenos. La Navidad, por tanto, y en contra de lo que nos quieren hacer ver, es lo contrario del amor, donde los prolegómenos, el momento de la anticipación, es lo mejor de su repertorio.
Pero olvidémonos de todo esto y hagamos una defensa, siquiera forzada, de la Navidad. Madrid está hermoso en Navidad, quizá más hermoso que nunca. Es su momento, sus días gloriosos de juventud brilladora, y a uno le gusta recorrer la ciudad por las zonas menos concurridas para, pasada la hora del desenfreno comprador, pasarse por la Puerta del Sol y la calle de Preciados, donde yacen por el suelo los jirones de la batalla consumista, donde los comercios, esas tiendas de ropa femenina titánicamente sacadas adelante por preciosas dependientas que fuman su cigarrillo comunitario a la puerta, entrecierran su párpado de metal después de una dura jornada. La Navidad, y ello es preciso descubrirlo, es encantadora vista desde fuera, desde la tribuna, sin implicarse lo más mínimo en su estruendosa conversación. Podría pensarse que la Navidad es hermosa fuera de su esencia, de su abyección consumista y familiar, pero sería no decir la verdad. Muy al contrario, hacemos defensa de la Navidad precisamente por esas sus característas más íntimas, porque sin ellas sería imposible extraer su néctar, tan escaso y difícil de encontrar como delicioso, quizá el más delicioso que en todo el año esta ciudad puede ofrecernos.
Si no vemos lo malo, es imposible que veamos lo bueno. Si todo el mundo nos quisiera, si todas nuestras musas satisficieran nuestras veleidades amorosas, el amor mismo dejaría de existir... Defendamos la Navidad, aunque sólo sea para reaccionar en contra de lo que no nos gusta y amemos aún más lo que amamos, sea cual sea nuestra posición con respecto a ella. En cuanto a lo primero, basta con saber que existe y no verlo o, si se quiere ver, basta con desentenderse. En cuanto a lo segundo, es tiempo de agarrarnos aún más a ello como la tabla de salvación en medio del mar; en medio del mar impetuoso de la Navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario