Hay en Madrid un refugio y la mayoría de la gente no sabe que lo es. Bien mirado, si más gente lo supiera dejaría de ser un refugio y pasaría a ser una sucursal más de lo más abyecto de Madrid, que ahora, en los albores navideños, alcanza su cénit. El refugio tiene forma de almendra y antaño estaba protegido por recias murallas de las que sólo quedan algunos retales tristes y ruinosos, milagrosamente conservados, quién sabe si por intercesión de las administraciones, seguramente por azar. Estas reminiscencias subsisten en la esquina del Senado (cerca de Plaza de España), en la calle Angosta de los Mancebos y en la calle de la Escalinata. Son los restos visibles de la muralla cristiana, que protegía el llamado Madrid de los Austrias, aunque uno prefiere llamarle, sencillamente, el viejo Madrid.
Hay en esa almendra central, en ese refugio, muchos rincones deliciosos que iremos glosando en los sucesivo. Pero a uno, cuando piensa en el viejo Madrid, lo primero que le viene a la cabeza es la calle del Nuncio, en una de esas asociaciones de nuestro cerebro que parecen mágicas pero que esconden poderosas razones que unas veces se pueden descrifar, otras, no.
La calle del Nuncio, tan corta como la mayoría de las de esta zona, corre paralela a la de Segovia y se accede desde ésta a través de la Costanilla de San Pedro. En su primer tramo, la calle del Nuncio más parece una plaza que una calle, pues a su relativa anchura se une el que está presidida por la iglesia de San Pedro el Viejo. El aspecto de plazoleta es, pues, proverbial. Es aquí donde queremos detenernos, en esta calle dormida con aspecto de plaza y que tiene un taller de coches y dos bares, cada cual con su estilo. Uno de ellos se llama Why not, tiene aspecto de portal más que de bar, aunque al revés, porque se accede a la barra por escaleras que, en vez de subir, bajan, y, a pesar de su atractivo, no va nunca nadie. Del otro desconocemos el nombre, pero es mencionable por los mojitos que sirven y porque los domingos por la noche es lugar de reunión de actores de series de televisión, modelos de baja estofa y aspirantes a los más altos rangos de la deleznabilidad casposa envuelta en los harapos del perfume caro. Desde fuera, este bar tiene un aspecto moderno hasta la grosería, con sus amplios ventanales, su fachada morada y, dentro, su luz suave y melancólica, sus banquetas de plástico -de buen plástico- y su barra de pizarra. Abajo hay unas camas en las que uno puede tumbarse y tomarse un champán supuestamente caro en buena compañía, aunque me parece que hay que reservar.
En la calle del Nuncio, con este bar morado y naranja, parece haberse conseguido una cierta conciliación satisfactoria entre el aspecto viejo y casi sagrado de la calle y los brillos de la equívoca juventud y seudojuventud que se apiña en su moderno lustror cada domingo por la noche, a eso de las nueve. Es un lugar para gente guapa y uno, que ha ido varias veces, no ha visto a ningún feo, como no sea él mismo. Tomarse un mojito junto a la barra y ver el exterior, con sus faroles que parecen de gas, los escasos transeúntes que ya no llevan gabardinas grises pero como si las llevaran, los gastados ladrillos de San Pedro el Viejo, el rumor de la Puerta del Sol y la Plaza Mayor que se cierne, amenazador, sobre este refugio seguro, viejo y nuevo.
La calle del Nuncio, que no es la más pintoresca, ni la más histórica, ni la más tranquila, ni la más bulliciosa de este rincón de Madrid tan amado -y, para nuestro pesar, cada vez menos desconocido- es el símbolo de unos siglos heroicos trasladados al presente por magia de tiempo. Ahora, al viejo Madrid se le ha dado en llamar La Latina, en lo que es una lamentable confusión toponímica. Cuando alguien dice que va a salir por La Latina, se refiere a la Cava Baja, plazas del Humilladero, de los Carros y de la Paja y calles del Nuncio y de Segovia. Lo que ha sido de toda la vida el viejo Madrid, o el Madrid de los Austrias. Convendría explicar que La Latina es otra cosa y nada tiene que ver con esto, pero, ¿para qué? La calle del Nuncio, con su resonante nombre, sus piedras cansadas y su bar de famosos, famosillos y mojitos caros es, seguirá siendo, ese refugio imperecedero al que volver siempre que las garras del buen y el mal amor -que vienen a ser lo mismo- y los grilletes de la vida ordinaria intenten aprisionarnos. El que quiera refrescar sus ilusiones después de un día duro de trabajo, el que quiera sentirse un poco fuera del tiempo y del espacio, el que quiera salir a tomar un mojito para entrar en sí mismo, el que busque un poco de bohemia fingida -toda bohemia es, en parte, un fingimiento- con la que aligerar su trascendencia, que se pase por la calle del Nuncio. Allí le darán razón.
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