jueves, 9 de diciembre de 2010

NO ESCRIBIR

Me hallo de nuevo, después de una ausencia de una semana menos un día, sentado frente a mi ordenador en esta cálida y confortable biblioteca, que se está conviertiendo para mí en una Arcadia amable y segura desde donde ir trenzando poco a poco y sin calma el deshilachamiento de mi propia vida. Porque uno, igual que en el gimnasio se despieza diariamente al trabajar uno o dos grupos musculares a lo sumo cada día, se deshilacha en mil ramificaciones cuando se sienta a escribir. No sabe si lo quiere así o así es la única manera que tiene, que sabe, de hacerlo. Sólo sabe que así lo hace.
Parece mentira lo que hacen seis días sin escribir una línea. Uno ha perdido buena parte de la costumbre, del truco, que supone escribir deprisa y de seguido sobre un tema determinado, o simplemente sin tema. Lo único que no quería después de esta ausencia era escribir sobre la propia escritura, pues que hacerlo no es más que una trampa para uno mismo. Escribir sobre lo que se escribe -o sobre lo que no se escribe, como es el caso- no es literatura. En todo caso, dicen que es metaliteratura, pobre consuelo y justificación para los que los que no quieren o no saben escribir sobre la vida o sobre la propia vida y no les queda otra que escribir sobre lo que escriben.
Los días de fiesta pesan mucho, igual que pesan los domingos, y uno no se ha puesto a escribir durante este puente feliz o infelizmente terminado. La trampa, que uno sabía dónde estaba y cómo podía hacerle daño, ha funcionado, y aquí está, escribiendo sobre lo que no ha escrito últimamente. Temas varios bullían en la cabeza, pero ha elegido la no escritura para hoy, quizá porque piensa -o eso, al menos, le gustaría- que no volverá a tener ocasión de escribir sobre ello en algún tiempo. Los otros temas ahí siguen y no se van a mover, y éste que nos ocupa es el de actualidad, el de la actualidad de uno mismo, el que ha sobrevolado su cerebro durante las horas de inactividad. Comprende uno, de nuevo, que escribir es exactamente lo mismo que ir al gimnasio, y que de igual modo que uno no va a ponerse fuerte animando al bíceps para que crezca sin coger una mancuerna, tampoco va a escribir si no escribe. El que lo haga bien o mal, al menos por ahora, es lo de menos.
El viejo de todos los días está ahí, enfrente de mí, leyendo sus libros de Historia que devora quizá porque necesita empezar cada día una nueva cronología, estando la suya -debe de tener más de 80 años- tan próxima a su fin. Empezar todos los días una historia, aunque sea la historiada, quizá nos rejuvenezca, nos reconcilie con esa noción tan lejana y natural que es nacer. Por eso gusta tanto empezar un libro, aunque luego nos decepcione. El hombre lleva siempre puesta una gorra de la Vuelta Ciclista a España y tiene una apariencia de jubilado norteamericano que lava todas las mañanas su Dogde cuadradote en el porche de su vivienda unifamilar, con la atenta mirada del perro viejo y cansado, tan viejo y cansado como él. Es quizá el único personaje que vale la pena de esta biblioteca. En los demás ni reparo, tan vulgares me parecen. Los universitarios entran y salen en una multiplicación un poco absurda de ilusiones y frustraciones juveniles, y la vecina, glosada en estas páginas en alguna ocasión, bebe a morro las mieles del amor junto a su novio. Uno, entonces, no puede hacer nada más que constatar su presencia, y lo hace con cierta tristeza pero también recordando aquella frase de que el mejor recuerdo es el de aquello que no se tuvo nunca. ¿Podría alguien contradecirla?
Que se tome esta entrada como un ex-blog, a la manera del ex-libris de Ramón Gómez de la Serna de su libro El rastro, que era algo así como un libro fuera del libro pero hablando sobre el libro. Que se tome, porque es lo que es, como un desagradable ejercicio de tiro para ir reafinando la máquina de la escritura. Ya lo ha hecho uno alguna que otra vez y no se siente orgulloso de ello. Ni de haber dejado de escribir ni, menos aún, de haber escrito algo para justificar esa dejadez. Simplemente, no hay razones para dejar de escribir. Ni las hay ni, si las hay, quiere uno saberlas. Qué gozo escuchar de nuevo el chisporroteo de las teclas en medio de este silencio de biblioteca, aunque cada vez sean las bibliotecas menos silenciosas. Qué gozo sentir que, felizmente, la cuartilla del día está escrita, aunque le den ganas a uno de tirarla a la basura cibernética.

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