miércoles, 15 de diciembre de 2010

BIG BANG

El primer amor, la primera vez, el primer día de colegio, nuestro primer coche... el primer recuerdo. En la vida las cosas que quedan de verdad son las que coquetean con los albores de los sucesos, lo relacionado con el inminente conocimiento de los desconocido. Lo único que de verdad tiene encanto son los primeros momentos, esa efervescencia de las cosas que nos llena de fantasía exaltada, porque todo lo nuevo que aún no poseemos del todo y que en realidad no sabemos lo que es, aquello largamente buscado por nuestra naturaleza más profunda, lleva en sí el sello de la pureza y la fascinación infantil. Y esto ocurre con todas las cosas, porque después luego todo se estropea, se enfría, se enrarece, se aleja...
El primer recuerdo. Nuestro Big Bang. ¿Qué hay antes? Nos atreveríamos a decir que no hay nada, aun sabiendo que lo hay. Es un horizonte negro fuera del universo observable de las cosas de nuestro mundo, allá donde la velocidad de nuestro pensamiento no puede llegar, porque las cosas situadas detrás de esa línea, simplemente, son cosas todavía no hechas materia, átomos de vida no apelmazados con otros átomos para crear momentos recordables. En el momento en que nuestro cerebro es capaz de crear un recuerdo que quedará para el resto de nuestra vida, puede decirse que nos hemos hecho hombres. Antes, sólo somos un pedazo de carne tierno y sonriente, curioso y llorón. Cuando el primer recuerdo nace es como si todo ese nuestro caudal recordatorio -que después nos hará como personas- alcanzara el punto máximo de presión y temperatura y, simplemente, explotase.
Desconocemos las causas de que nuestro primer recuerdo sea precisamente el que recordamos y no otro, igual que, refiriéndonos al Big Bang, no sabemos quién puso en el no-espacio ese conglomerado primordial de materia que conforma todo lo que conocemos. Es posible que estas preguntas tengan una respuesta decepcionante o, simplemente, inexistente. Porque no es posible explicar las cosas que no son, y antes del Big Bang, antes del primer recuerdo, nada es. El buscar las razones de que nuestro primer recuerdo sea el que es carece de importancia; simplemente, es, y fuera de eso todo esfuerzo es ocioso. El primer recuerdo parece formarse espontáneamente en el momento en que empezamos a ser nosotros, o más exactamente, empezamos a ser nosotros en el momento en que empezamos a recordar. Es el punto de maduración de nuestra mismidad proyectiva, esencia del ser humano.
Merece la pena detenerse unos instantes e intentar rememorar ese nuestro primer recuerdo, que suele crearse al año y medio o dos años, según cada uno. Ayer hablaba con un amigo de esto y su primer recuerdo era de su tío subiéndole a hombros en la plaza de su pueblo. Le pregunté si tenía en mente un sólo fotograma o una secuencia completa, y me contestó que ni una cosa ni otra, sino varias diapositivas sueltas. Ya tienes más que yo, le dije.
Es el invierno de 1984, y yo soy un mico de algo más de un año. Estoy entrando, a gatas, en la que era y sigue siendo mi habitación, si bien hoy de aquel mobiliario no queda nada. Una luz atardecida, muriente, entra por la ventana y baña el cuarto con una excelsa decadencia, con una música de silencio, con una radiación de fondo apenas escuchada por lo más íntimo. Voy deprisa, como ansioso por coger algo, o como si alguien me llamara. Creo que sé qué es lo que quiero. Al fondo, apoyado en la pared, me sonríe mi elefante azul de peluche, aquel elefante, más grande que yo, de ojos brillantes y vientre blanco cuyas orejas podrían taparme la cara. La sonrisa del elefante es tan franca que nunca jamás he vuelto a ver una sonrisa igual, ni siquiera en un ser de mi especie. El dorado del sol apenas le acaricia la cara, y mi elefante me mira, me mira...
Un elefante de peluche azul y sonriente mientras cruzo a gatas el umbral de la puerta de mi habitación. Creo que no es un mal primer recuerdo. Podría ser mejor, bien es cierto, pero en cualquier caso es el que es y de nada valdría lamentarse. No es el caso. Estoy muy contento de mi primer recuerdo y lo guardo, desde hace 26 años, como oro en paño. Es una imagen hermosa, alejada de cualquier tipo de fatalidad, y puede que simbólica: no deja de ser curioso que mi primer recuerdo, el primer ladrillo de mi memoria, sea de un elefante, el animal más memorioso del mundo. ¿Han tenido los elefantes repercusión en mi vida? Quizá eso, que, como ellos, tengo muy buena memoria.Yo no nací el 3 de enero de 1983, sino aquella lánguida tarde de finales de 1984, yendo en pos de mi elefante azul. Y si me concentro, incluso me parece escuchar el sonido de mis manitas y mis blandas rodillas contactando con el suelo y, a mi espalda, la voz de mi padre llamándome por mi nombre, del que aún ni siquiera tengo conciencia.

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