Estamos últimamentes muy anunciadores, no tenemos otra que reconocerlo. El último día hablamos sobre un anuncio -el de la novia de Madrid- y hoy hacemos lo propio. Pero que no se nos eche la culpa ni se crea que agotamos nuestro repertorio. Si así fuera, lo intentaríamos disimular de otra forma, hablando, por ejemplo, de algún tema intemporal y general: el amor, el otoño que se fue, Mourinho y Guardiola, etc. No se nos eche la culpa, repito, pues no hacemos más que seguir el implacable curso de los días, y en estos días lo que hay, sobre todo, son anuncios. Anuncios por todas partes y a todas horas. Anuncios por televisión, en internet, en el móvil, en las canchas de baloncesto, en las marquesinas de autobuses, en los edificios de la Gran Vía... Es cierto que todo el año es así, pero es ahora cuando los anuncios toman su sentido más radical. El anuncio como factoría de dinero... y de sueños. Sí, de sueños. El anuncio es una cosa lírica, mucho más que las películas que ahora se estilan y tanto como una buena novela o un poema. Los anuncios marcan el pulso de nuestra vida, y, viendo una grabación, podemos saber en qué época del año se emitió lo que estamos viendo. Hay anuncios de verano, los más frívolos, y anuncios de septiembre, los más tristes; hay anuncios que proclaman la primavera y otros que nos recuerdan la Semana Santa. Hay, sobre todo, anuncios vulgares, los de todos los días, que podríamos llamar “anuncios laborables”, entre los que de vez en cuando se cuela alguna joya. Hay, por supuesto, anuncios navideños. Y hemos de reconocer que los anunciantes guardan lo mejor de su repertorio para esta época del año, conscientes de que ahora se juegan buena parte del presupuesto y la reputación.
El anuncio es lírico. Todo, como en todo, está en la calidad del anuncio. La mayoría son malos y los hay incluso de mal gusto o que nos hacen sentir vergüenza ajena por quien ha hecho el anuncio o por los actores, que se han visto arrastrados a hacer tal esperpento y en los que incluso se puede ver el bochorno en la cara, imposible de disimular por más tomas que se hicieran. Los hay, muy pocos, que son verdaderas obras maestras, poemas de pantalla que nos cuentan pequeñísimas historias en medio minuto. En cuatro imágenes nos dicen mucho más de lo que cabe en cuatro imágenes. Esta clase superior de anuncio no abunda, pero los hay. Todos tenemos en mente alguno, ya sea actual o pasado. “¿Te acuerdas del anuncio de...?”
Hay, digamos, un gremio del anuncio en el que la proporción de pequeñas obras maestras roza la totalidad: el de perfumes. Parecería que en todo el año no se compran perfumes, pues es ahora cuando se nos vienen todos de sopetón, como un tsunami de olores imaginarios y de colores de sueño: morados, añiles, rojos pasión, dorados, blancos, magentas. La verdad es que la estructura no suele ser muy original. Normalmente hay un hombre guapo y musculado y una chica preciosa, y no hay diálogos o, si los hay -siempre dichos como entre dientes o de forma apasionada para que no se entiendan bien- son en francés o en inglés. Es usual que la cámara gire a toda velocidad en torno al modelo o los modelos, acompañada de una música que la mayoría de las veces es excelente y que, junto con el cromatismo del entorno y la belleza del cuerpo y la cara contemplados, es la base del lirismo, del impacto del anuncio. Al final, junto con el nombre y marca del perfume -dichos en un sensual francés o en un inglés poderoso- suele haber una frase certera y más o menos poética que es sabido llegará al inconsciente del espectador y que le deja como en suspenso, con la boca abierta, en estado de alucinación. Muchas veces hay una pequeña historia de amor apenas insinuada, en las que se callan u ocultan muchas más cosas de las que se enseñan. Somos nosotros los que debemos poner, imaginar, lo que falta o que creemos que falta. ¡Qué gran regalo para nuestros sentidos y nuestro cerebro, que entre el páramo de la publicidad meramente consumista y prosaica encuentran estos oasis de belleza plástica y sentimental!
Hemos de reconocer que a nosotros nos encantan estos anuncios. Son, podemos aventurarlo, lo mejor de la Navidad. Pasada ésta, no echamos en falta más que esos anuncios casi ininterrumpidos en los que salen desdeñadas princesas y hercúleos héroes. ¿Dónde quedan después esas músicas inencontrables, esos torbellinos de sedas y terciopelos, esos labios encendidos en pasión frutal, esos rostros de nácar donde estampar el beso definitivo? Nada, ya hay que esperar, con todo nuestro pesar, al diciembre siguiente. La época festiva del anuncio se termina, y vuelven los de fascículos, enemas intestinales y seguros de coches. O sea, adiós al raudal de poesía televisiva.
Es en cierto modo natural que la creatividad publicitaria haya encontrado su máximo exponente en los anuncios de perfumes. Todos sabemos que el olfato es el sentido, junto al oído, que más cosas nos evoca. Es el sentido más lírico, el que con más facilidad nos retrotrae a épocas pasadas, a momentos eternos, a días en los que nuestro yo más profundo se queda algo así como envarado en las misteriosas aguas del recuerdo no recordado. Ahora, además, los anunciantes envuelven ese olor -que no conocemos- en bellas imágenes y sugerentes melodías, para nuestro gozo y disfrute. También para que compremos, claro, pero así hasta da gusto comprar.
Sí, hemos de reconocerlo. A veces, en esta época del año, en tardes excesivamente quietas y melancólicas, cuando la lluvia percute en la ventana y en nuestra alma; cuando, allá afuera, la oscuridad se espesa irremisiblemente; cuando nadie nos llama ni tenemos con quién hablar, encendemos la tele con la esperanza no der ver algo interesante, un programa, una serie, una película, un partido de baloncesto. Nada de eso. Lo que queremos ver, sentir, soñar, es un anuncio. Un buen anuncio de perfume.
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