El día anterior E. y yo habíamos quedado, como una fatal premonición, que si íbamos perdiendo 3-0 no veríamos más partido. Bueno, pues no se podrá dudar de nuestra entereza frente a la adversidad, de no guardar el tipo en los momentos más difíciles; no se nos podrá acusar de claudicación, de abandonar la nave cuando se está hundiendo, como no la abandonó George Clooney en La tormenta perfecta. Vimos cuatro, nada menos, de los cinco goles. Uno más de los que nos habíamos impuesto. En cuanto el cuarto cayó, E. y yo salimos de la taberna irlandesa y fuimos a dar una vuelta. Era ya demasiada humillación, demasiado tósigo invadiéndome los adentros. Viejos fantasmas infantiles danzaron frente a mi vista. Algo así como un deja vu pero en largo, con la conciencia plena de que estaba sucediendo lo que nadie, ni aún yo que me considero bastante pesimista en estos eventos, podía imaginar. Una verdadera tortura. No sabía ya si era Romario que había resucitado futbolísticamente o que, fatalmente, no era Romario sino alguien aún peor, Iniesta, Xavi, Messi, alguno de esos jugadorazos que nosotros no tenemos. La noche no era fría, no, era moscovita. Mas se estaba mejor ahí afuera, de la mano de E., con ese frío húmedo, que no en esa taberna repleta de guiris culés. Sólo había culés, o eso parecía, porque a los madridistas, claro, ni se nos escuchó. No fue una derrota, no. Tampoco una humillación. Fue una negación absoluta, una supresión de lo blanco. “El terror es blanco. La soledad es blanca”, escribió César González-Ruano en su Diario íntimo el día antes de morir. Dicen que el verdadero color del universo no es el negro, como pudiera parecer a simple vista, sino una especie de “café cortado” cósmico. Yo lo veo más como algo blanco. En el fondo, el universo en su inmensidad nos sugiere la nada, en vez del todo. Vacío. Negación, supresión en blanco. Ayer los madridistas fuimos negados, suprimidos, transparentados.
Hasta que salimos de la taberna. Nada más poner el pie en la calle me preocupé al darme cuenta de que nuestros alientos no formaban vaho. Principiábamos a no existir, suprimidos, negados, nadalizados, como seguramente no existían ya, suprimidos, negados y nadalizados todos los madridistas que seguían viendo el partido. Afortunadamente cinco minutos después, caminando por las calles adyacentes a la plaza de Santa Ana, todo había quedado atrás, como ocurrido hacía cientos de años. Ni un alma se veía por las calles, lo cual acentuaba nuestra sensación de frescura, de diferencia, de privilegio. Andar por en el centro de Madrid, por ese Madrid galdosiano, quevedesco, larraniano, a solas es un privilegio, un distingo, un frescor, algo de lo que disfrutar, pese al frío. Poco a poco fuimos recuperando nuestra densidad, nuestra corporeidad, después de que, por momentos, nos transparentáramos según caían los goles. De vez en cuando decíamos: “¿Cómo irán? ¿Habrá caído ya el quinto?”, como quien, en medio de una conversación completamente insustancial, dice: “¿Te acuerdas de Fulanito? ¿Qué habrá sido de él?” Lo dábamos por hecho, pero, ¿qué importaba ya? E. saludó a un anciano que años atrás ayudaba a su familia en el bar, y que iba por la calle como desorientado. Al hombre se le veía que el fútbol no le interesaba gran cosa, pero no paraba de repetir que veía a E. más guapa y que el Barça es que es impresionante, por mucho que digan, es que es otra cosa, es otra cosa. Uno, claro, tenía que sonreír y asentir, ¿qué iba a hacer?
Con nuestros cuerpos materializados de nuevo, con nuestro aliento que volvía a formar volutas vaporosas en el aire, con nuestra densidad recuperada, nos propusimos con voluntad férrea no volver a hablar del partido. Saber perder... saber perderse. Lo que no se ve no existe, eso es física cuántica elemental. Lo que no se recuerda nunca ocurrió. A partir de ahora y en los próximos tres o cuatro días, ni un telediario, ni un periódico deportivo, ni una visita a As.com, ni una conversación sobre fútbol. El ancestral y nunca bien ponderado arte de mirar para otro lado. De negar una realidad para no negarse a uno mismo. De hacerse a partir de la supresión de otra cosa.
Luego, cuando llegué a casa, envié un mensaje de buenas noches a E. y me metí en la cama, una imagen me asaltaba como hordas sangrientas de sufrimiento. Al principio era como una nebulosa de la que poco a poco fueron vislumbrándose tipos vestidos de azulgrana fusilando a un hombrecillo de verde que ya ni hacía por evitar los goles. La imagen, ese fotograma de pesadilla, era la del quinto gol, el único que no había visto, que no sabía como había sido pero que ahí estaba, metido en el entrecejo, hostigándome. Lo que no se ve sí puede existir, porque basta con imaginarlo. El quinto gol, lo que desconocía, era lo que me robaba el sosiego. No lo pienso ver, seguramente lo vea dentro de varios meses cuando la herida esté más que cerrada. Pero anoche, ese gol fantasmagórico, inventado pero real, pues sin duda había ocurrido, pesaba mucho más que los cuatro anteriores, que en realidad no valían nada en su tangibilidad. Con lo que la física cuántica está equivocada, y lo que no se ve, lo imaginado, tiene mucha más importancia que lo tangible, que lo vivido, que lo experimentado. Pues a disgregarse se ha dicho, a transparentarse, como cuando salimos de la taberna. Que me imaginen, pero que no me vean. Sobre todo los culés.
Nada. Toca saber perder... saber perderse.
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