martes, 23 de noviembre de 2010

EL BOLLO

Qué hogaza de sol, el otoño madrileño. Siempre he pensado que la mejor época para conocer, para pasear, para vivir, para trasnochar Madrid es el otoño. En verano es insoportable, ese calor castellano y mesetario lleno de polvo, y el invierno, demasiado crudo para los frioleros o frioleras. Yo no lo soy, pero, por consideración a una dama o a un amigo, procuro no pasearles Madrid en esa estación. En cuanto al verano, es distinto. Sus calores son los que me matan, soy yo el que se queda en casa, o en la piscina, o coge la bici hacia el campo. La primavera es demasiado inestable y adolece de falta de personalidad propia; tan pronto es verano como una regresión invernal. El otoño es mejor. La luz otoñal de Madrid, ese pan dorado dado sobre su cielo inigualable, tiene un encanto especial. Es una luz que no ciega y nos da las cosas tamizadas por una tenue neblina que nada, fantasmal, entre los árboles semidesnudos y las hojas cobrizas, ese tópico del otoño. Es una luz secreta y densa, alimenticia, como una hogaza de pan.
Los primeros fríos -todavía soportables- suponen un ligero quebranto para el organismo, que pide más calorías en forma de hidratos de carbono y grasas. El pan, ese pan de Madrid tan aldeano, se queda insuficiente para nuestras necesidades. Lo seguimos comprando, naturalmente, porque España sigue teniendo una memoria de hambre y necesidad no aplacada del todo con el paso de las generaciones. La memoría mítica es tan duradera como la memoria de la miseria, y el pan, en Madrid y en España, sigue siendo insustuible. Afortunadamente. No queremos pasar sin pan, no podemos pasar sin pan, ese cereal refinado de tan elevado índice glucémico. Y esto es aviso para navegantes, el pan, se diga lo que se diga, engorda.
Decíamos que con los nuevos fríos el pan queda muy bien como acompañante de nuestra vianda de cada día, pero hace falta más. Hace falta un bollo para después. Hace falta el azúcar glass, la miel y la crema de la vida. Yo compro tres veces por semana mi bollo en la tahona de siempre. El simple hecho de volver andando tranquilamente del gimnasio, vacío de glucógeno tras una sesión de pesas, buscar mi tahona como si fuera la primera vez que paso por allí, contrastar con alivio que está abierta, entrar y sentir su calidez, saludar a la moza con esa sonrisa que se ha ido matizando por la costumbre, escrutar el mostrador repleto de calorías saludables -nada de industrial hay en estos dulces- y hacer como que uno está pensando qué va a pedir, cuando lo tiene perfectamente deliberado pues no ha hecho, durante su paseo, otra cosa que pensar en qué bollo va a comprar, es algo vivificador. La dulce repetición de la rutina convertida en una bayonesa, en una palmera con alimenticia costra de chocolate, en un cruasán relleno, una trenza, una caracola asaeteada de fruta escarchada. La moza, que ya nos conoce pero que hace como que no, nos repite: “¿una bayonesa? ¿Para llevar?”, la coge con sus pinzas, nos la envuelve, la pagamos con un gusto con que en esta vida no pagamos nada más y salimos de la tahona con esa hogaza de cabello de ángel y luz colgando del brazo.
Andamos el trayecto que nos queda hasta casa con una sonrisa que antes no teníamos. Esa bayonesa, esa palmera, ese cruasán, destinados a ser comidos de postre -que es cuando menos engorda, otro aviso a navegantes-, nos coloca de nuevo sobre el pedestal de la vida. Procuramos llevarlo de la mano, bien visible, como el que lleva a una chica guapa del brazo. No por pueril vanidad ni nada de eso, como no por pueril vanidad se lleva, con alegría de vivir, a una chica guapa del brazo. Después de una mañana escribiendo cosas, haciendo pesas, hablando con gente, ese bollo, ese conglomerado de hidratos de carbono y luz -la misma hogaza de luz del Madrid otoñal- es la garantía de que al día siguiente todo, o casi todo, será igual. Qué insoportables nuestros días sin esa repetición, sin esa rutina de que tanto nos quejamos, pero que en realidad es la que nos sustenta, nos eterniza. Repetirnos. Necesitamos repetirnos, por mucho que se diga.
Y pasea uno una minúscula parte de Madrid -la que va de la tahona a su casa- de la mano de un bollo aún no comido ni digerido, pero que le alimenta como si tal. Madrid, este amable Madrid otoñal, es amable en tanto que fabrica bollos para sus habitantes. La moza de la tahona ha quedado atrás, por esta vez. Mas sé, o al menos sospecho, que dos días después -mañana no iré al gimnasio- estará allí, y volverá a saludarme con esa sonrisa vieja/nueva, entre conociéndome y no conociéndome, haciendo la farsa de la repetición, que sólo es soportable en tanto que es farsa. Y volveré a llevar de mi brazo a mi bollo, con la misma alegría con que esta noche de martes llevaré a otra moza por la luz nocturna del Madrid antiguo. Quién sabe, igual un día dejo al bollo en la tahona y salgo con la moza, y empezamos otra farsa, la dulce farsa del amor después del bollo de cada día. Una moza, un bollo, la hogaza de sol del otoño madrileño.
Para qué más.

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