La de hoy es noche de crónica para un servidor. Y no de una crónica cualquiera, sino del partido que dirimirá quién es el mejor en el grupo B de la Euroliga: el Real Madrid o el Olympiacos de El Pireo griego, uno de los equipos que forman parte de la aristocracia europea. Un partido con sabor a clásico que nos retrotrae a aquellos enfrentamientos en la década de los noventa, cuando el Real Madrid era algo en el escenario europeo del baloncesto. Y es, será, un clásico a pesar de jugarse en la novísima y brillante Caja Mágica, con lo que tenemos, una vez más, el sabor fuerte del clásico servido en un envoltorio con olor a nuevo, que es uno de los olores más agradables o desagradables que existen, según nos dé, según estemos ese día más nostálgicos de lo normal o, por el contrario, nos encontremos en un estado de cierta rebeldía revolucionaria frente a lo pasado y lo presente y sólo miremos, con la mirada decidida y feroz, hacia el futuro. Pero no hacia un futuro inmediato -la preciosa inmediatez de lo cotidiano- sino a un futuro “futuro”, esto es, hacia un futuro poco menos que ciencia ficción.
Las revoluciones no son otra cosa que eso, ciencia ficción, nada más que con el lastre imperdonable de los muertos y frustraciones reales.
Mas no este el tema que queríamos tratar en esta glosa, sino simplemente anticiparnos unas cuantas horas a esta noche de crónica. Han dicho los pensadores de todas las épocas que donde mejor podemos estar es en el presente y que el pasado es una cosa que ya no tiene arreglo y el futuro algo que no existe y por tanto algo en lo que jamás debemos pensar. Estamos más o menos de acuerdo con esta idea, pero uno no puede -no quiere- dejar de sucumbir ante ese pequeño placer diario que suponen los prolegómenos, la hora de la “anticipación”, como decía cierto casanova antes de una cita en un memorable episodio de Los Simpsons. La escritura suele y debe basarse en la memoria y, por tanto, en el pasado, pero lo que hacemos ahora se basa en el pasado/presente/futuro, esto es, describiremos una noche de crónica cualquiera de tantas como han ocurrido ya pero nueva en su mismidad y con ese sabor de continuum, de cosa vivida en el momento, que tiene toda crónica. Haremos, estamos haciendo ya, la crónica -y, por tanto, un escrito apresurado- de la crónica, de una ilusión por la crónica, de una ilusión por la noche de crónica.
Llega uno a la Caja Mágica después de haber atravesado Madrid de cabo a rabo, de norte a sur, por las galerías del Metro, cargado con su ordenador portátil, donde se concretan y van concretando tantos pensamientos trenzados en forma de letra, en forma de crónica, artículos y pretensa literatura. Lo mejor de la noche de crónica es cuando uno se salta la cola, llega a los torniquetes de entrada al pabellón, saca su acreditación periodística del bolsillo de forma más o menos aparatosa, procurando que alguien lo vea, y la enseña al mozo, que le deja pasar como si fuera alguien importante. Uno procura aligerar el paso y poner cara como de que lleva mucha prisa, entra en el estadio y en la zona de prensa y se acomoda mientras escruta a las cheerleaders, que calientan en la banda, y hace un cálculo grosso modo de cuánta gente hay y, sobre todo, de cuánta gente habrá, algo que sin saber muy bien por qué se sabe a partir de la la gente que hay.
Lo que hay que hacer antes de que empiece el partido es bien simple: saludar a algún compañero, encender el ordenador, esperar a que cargue, conectarse a la red wi-fi, abrir un documento en blanco de Word donde se escribirá la crónica y meter ahí los datos básicos para la ficha técnica: plantillas, quintetos iniciales, árbitros. Si hay tiempo, se miran el correo electrónico y el Facebook y se saluda cibernéticamente a algún amigo, amiga, novia o amante conectado. Empieza el partido y saca uno su libretita donde ir apuntando las incidencias deportivas, que, pasadas debidamente por el filtro cronístico-literario, servirán de cañamazo para la crónica definitiva.
Si el partido va más o menos decidido, la crónica se empieza a escribir al comenzar el último cuarto, con lo que se encuentra uno, primero, escribiendo a toda velocidad una pequeña reflexión sobre lo que ha sido un partido que no ha terminado y las repercusiones que tendrá; y, segundo y sobre todo, se encuentra uno en la poliédrica tesitura de ir escribiendo sobre lo que ocurrió en el primer, segundo y tercer cuarto mientras de vez en cuando alza la cerviz y, sin dejar de teclear, mira hacia la pista, donde aún siguen ocurriendo cosas, y consigna las incidencias del último cuarto, máximas ventajas, jugadores en racha, jóvenes que debutan o que juegan los siempre vergonzosos minutos de la basura. Si el partido va igualado no queda otra que jugársela y, basándose en la intuición, anticipar un ganador para empezar a escribir. Si luego hemos acertado, bien; si no, toca borrar todo lo escrito y empezar de cero. En cualquier caso, la crónica se hace in situ y está terminada quince minutos después del bocinazo final. Ese lapso es el decisivo, cuando hay emplear todas las energías de concentración, pues lo que hay alrededor no predispone precisamente a escribir. Ruido, aplausos, gritos, jaleo, gente pasando por delante y por detrás, compañeros que te preguntan, azafatas preciosas que no le miran a uno pero a las que es imposible -imposible- no mirar, el periodista de al lado que, como uno, escribe a toda velocidad una crónica apresurada quizá no tanto con el ansia profesional de colocarla lo antes posible en la red, sino con el objetivo mucho más humano de no ser el último en salir de la zona de prensa, del estadio.
La grada se vacía a una velocidad pasmosa, los jugadores se han retirado ya a los vestuarios y en poco tiempo volverán después de la ducha preceptiva, vestidos de calle, con otra cara y otro olor -que, más que olerse, se ve- del que tenían en la pista. Mientras, uno sigue ahí, anclado a la silla, con la vista encendida de palabras puesta en la pantalla de su portátil, esa máquina imprescindible que le acompaña a todas partes y que se ha convertido en su humilde troqueladora con la que acuñar la farsa de la realidad en la verdad mentirosa de la literatura. Sí, porque uno, además de intentar escribir novelas y cuentos y diarios, lo que intenta hacer en sus crónicas no es otra cosa que literatura. Uno cree que sin literariedad no puede haber crónica, pues no basta con registrar unos hechos dejándose llevar por el torrente de la acción, que se lo lleva todo por delante. Sobre todo, se lleva por delante a la literatura. Lo cual no quiere decir que no se pueda escribir la literatura deprisa. Nada de eso. Un artículo, una crónica, no admiten reflexiones demasiado elaboradas ni complejas, ni menos aún correcciones y relecturas morosas. El que escribe despacio no puede escribir crónicas ni artículos. La crónica, el artículo, tienen la luz de esos quince minutos, media hora a lo sumo, en que fueron pensados y troquelados a toda velocidad. Si normalmente, en la novela, el ensayo, en el cuento, escribir es esculpir, en el artículo y la crónica no hay lugar para el cincel. Hay que troquelar.
Difícil equilibrio el de la velocidad y la literatura, qué duda cabe. Pero los mejores jugadores de baloncesto hacen las mayores y más eficaces virguerías con la pelota en un pestañeo. Y de igual forma que jugar al baloncesto es vivir, que vivir es jugar al baloncesto, y que la literatura es vida y, por tanto, puede ser baloncesto, la literatura también puede tener sus momentos de velocidad, que están en el artículo y en la crónica.
Decía Rilke que el encargo es la literatura en estado puro. La crónica apresurada, vivida, vivificadora, también puede serlo. Con el deber hecho, con la crónica troquelada y colocada en la red, con las luces de la Caja Mágica apagándose y los grillos de la noche escuchándose ahí fuera -qué de decadencia cabe en quince minutos después de un partido-, recoge uno sus cosas y sale, despidiéndose de la señora de la limpieza, que le mira a uno con cierto fruncimiento y le despide a regañadientes. “Qué pesados son estos periodistas”, parece pensar, sin saber que uno no es periodista, sino sólo troquelador. La noche de crónica ha terminado, no sabemos si el Madrid habrá ganado al Olympiacos, porque juega esta noche, pero con esta anticipación, con esta crónica de la crónica, nos hemos retrotraido a otras crónicas, a otros partidos, a otras vidas que son la nuestra propia pero que, en tanto que pasadas y nostálgicas, nos parecen otras. Afortunadamente, esta noche hay otra vida nueva, hay otra crónica.
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