viernes, 26 de noviembre de 2010

LA MAÑANA

La mañana. Es lo cierto que hay que ser excesivamente romántico y bastante temerario para hacer una elegía de la mañana. Sé que con ello me buscaré y me encontraré con múltiples enemigos que cantarán mi desconsideración para con ellos, los madrugadores por obligación, y con muchos que simplemente abrirán los ojos como platos, no entendiendo tan absurda y puede que provocadora composición. Avisamos que nos estamos refiriendo a la mañana en su semilla y, por lo tanto, en su estado más puro y primordial; estamos hablando de la mañana de las siete de la mañana, esa hora que es toque de diana para millones de trabajadores y estudiantes. La mañana de las once de la mañana no nos interesa, no es más que una mañana moribunda, desvencijada, con todos los resabios y la mala sangre de la senectud. Por eso, el que se levanta día tras día a las once de la mañana, nace al día un poco muerto. Hay muchas mañanas dentro de cada mañana, igual que hay muchas vidas dentro de cada vida o, en el baloncesto, muchos partidos distintos en uno sólo. La mañana de las siete de la mañana, la alborada -qué gran nombre para un pub nocturno-, la claridad morada y neblinosa de ese primer conato de luz, es de lo que tratamos. Dejemos a la mañana de las once de la mañana con su sol absurdo percutiendo nuestras cabezas, con su cansancio de la mañana, del día, mucho más enojoso que ese primer cansancio falso de las siete de la mañana. Olvidémonos de la muerte de la mañana y asistamos a su nacimiento.
Cuántas veces hay que escuchar aquello de “es que odio madrugar”, que viene a ser lo mismo que decir que el que uno odie madrugar es una de las pocas taras de su persona, una tara leve y perdonable en tanto que está generalizada y bien admitida por el común. Una tara de la que enorgullecerse. Decir que uno odia madrugar es inscribirse en una raza española que tiene mucho de bueno y tenía mucho de heroico, pero también de nocherniego y noctívago. A los españoles nos gusta mucho trasnochar pero no nos gusta madrugar. Una cosa lógica. Pero uno, consciente de lo que se está jugando con esta confesión, afirma que le gustan las dos cosas. ¿Unión imposible? Puede.
Es una fragancia inigualable, una fragancia fresca y añil, la de la mañana, cuando le sorprende a uno. Porque la mañana, esa primera mañana, no deja de ser una constante sorpresa, un milagro cíclico del que nunca encontramos explicación plausible. Todos los días está ahí, con su purpurismo mágico, y todos los días lo contemplamos con ese halo de fascinación, como se contemplan todos los milagros comunes de esta vida que, por otra parte, son los únicos milagros que existen. Hay un reducto en esa mañana en que nuestro cerebro es más cerebro que nunca, cuando nuestro cerebro funciona sin intervención de nuestra voluntad, cuando nos envía -sin hacer por ir a buscarlo- las cosas, nuestras cosas. Es un reducto en que cabe todo. Es esa hora, la de las siete de la mañana, cuando nos despertamos bruscamente en épocas de tristeza. Es también esa hora, en ese entrevela, cuando rememoramos sin quererlo la cita de la noche anterior con nuestra enamorada otoñal. Es esa hora cuando hacemos inventario de urgencia de lo acontecido en el día precedente, que es lo mismo que decir que en toda nuestra vida. Porque igual que toda la vida de un hombre cabe en un sólo día, todo un día de un hombre cabe en una mañana, en la niebla de la mañana de las siete de la mañana, y no en otra. Toda la vida del hombre cabe en ese aleph de las siete de la mañana.
El hombre, lo queramos o no, es animal diurno y no es arbitrario el considerar que la mañana es y ha de ser nuestro mejor momento. No recomendamos buscar deliberadamente los momentos excesivamente líricos, la contemplación por la contemplación. Pero hagamos, de vez en cuando, una actividad contemplativa y lírica. Nada más levantarnos y habernos despojado de esas telarañas post-sueño, de esa nebulosa que otro día glosaremos, asomémonos por la ventana y miremos, oigamos. Tiene algo de reconfortante ese primer rumor urbano, algo de despertador natural, mucho mejor que esas alarmas enloquecidas que mortifican nuestro cerebro y oídos día tras día a una hora determinada. Ojalá pudiera ponerse uno en su móvil como despertador el sonido templado de la ciudad nueva. Es un sonido leve y lejano, como una radiación de fondo que nos transmite el pulso vital necesario para afrontar otra jornada más. Los coches y autobuses suenan amortiguados, la gente va en silencio, caminando con la cabeza gacha, sumida en sus propios pensamientos. Es un reducto de tiempo, el amanecer, la mañana de las siete de la mañana, en que todo el civismo que creíamos perdido sale a relucir. Después todo se estropea.
Así es, todo se estropea, pero si glorificamos un poco a la mañana, esa mañana virginal de las siete de la mañana, si apretamos en nuestra mano con calor como a la noche apretaremos la mano de nuestra enamorada a ese manojo de luz romántica y lívida, si hacemos por disfrutarla un poco olvidándonos de nuestros trasnochos y miserias de niño mimado -y que nadie se ofenda-, después todo irá mejor, como rodado. Sí, definitivamente madrugar es nacer en el momento adecuado, venir al mundo en sazón; madrugar es, además, una actitud un poco chulesca y autoafirmativa, un decirle al mundo, a la mañana, que no le desviamos la mirada, que aquí estamos, que no nos da miedo, que estamos dispuestos a la batalla. Aunque luego perdamos, ¿qué más da?

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