(Artículo publicado en Zona Dos Tres el 16 de noviembre de 2010)
Leemos en un artículo de Gasol publicado el sábado en el diario Marca lo siguiente: “como es sabido, podemos salir a cenar fuera del hotel. El entrenador nos cita a una hora de la jornada siguiente, día de partido, y allí habrá que estar. El resto, es tu problema. Aquí se entiende el profesionalismo así”. El artículo está ilustrado con una fotografía de archivo en la que se ve al catalán trasteando con su ordenador en la habitación de un lujoso hotel de alguna ciudad estadounidense. Alrededor, un desorden de maletas, zapatillas tiradas por el suelo, una montaña de ropa encima de una silla y cinco o seis botellas de agua mineral. Da la sensación de que acaba de llegar del aeropuerto y que, cansado por el viaje, ha tirado sus cosas de cualquier manera. A la espalda de Pau se puede ver un trozo de la ventana que da a la calle. Parece que es de noche, una noche de invierno, fría y desapacible. En la amplitud y suntuosidad de la habitación del hotel, la luz anaranjada da un toque de recogimiento y, por qué no decirlo, de soledad. Es la soledad de una estrella de la NBA. La soledad de alguien que, por su situación privilegiada entre los jóvenes del mundo, parecería que nunca puede llegar a estar a solas consigo mismo.
Nos ha llamado la atención el fragmento que entrecomillamos, cuya idea no por conocida es menos importante. Esta filosofía imperante en el deporte profesional estadounidense, que otorga libertad casi absoluta al jugador, choca con la europea. Lo vemos a diario. Los periódicos deportivos se cansan -a veces, nos cansan- con informaciones acerca del amor por la disciplina de Mourinho o Pep Guardiola, que, dicho sea de paso, no son personas y entrenadores tan diferentes como se quiere hacer ver. Horarios estrictos para irse a la cama, imposiciones en la alimentación, concentraciones en el hotel incluso en los partidos que se juegan en casa. Son sólo unos pocos ejemplos. Detrás de esta flema disciplinaria, a veces enfermiza en algunos entrenadores, está la necesidad de justificar un sueldo muy elevado delante de la opinión pública, que es a la que hay que satisfacer. El aficionado, el que paga su entrada o abono, el que sufre cada semana con las andanzas de su equipo del alma, podrá perdonar cualquier cosa, incluida la incompetencia técnica de algún jugador o entrenador, siempre que se vea compensada por otras virtudes, tales como la capacidad de sacrificio y la implicación. Lo que jamás podrá perdonar es que un entrenador no actúe como tal o, por mejor decir, que un entrenador no actúe como cree que tiene que actuar, esto es, con garrote en mano y la letra con sangre entra.
En el imaginario del aficionado europeo el entrenador debe ser un sargento inflexible que mantenga a los jugadores siempre al borde de una depresión o, cuanto menos, no ya que -como el entrenador- justifiquen el sueldo, sino que, sobre todo si van mal dadas, tengan los mismos sufrimientos morales que aquel que ve perder a su equipo, a lo que deberá añadírsele un castigo físico que nos remite a las épocas de las galeras. “Yo a estos los ponía a correr y se iban a enterar”, suele escucharse en los cenáculos futbolísticos, con una decrepitud intolerable, como argumento definitivo. El entrenador como jefe plenipotente y, además, como verdugo.
El entrenador, aquí en Europa, es protagonista indiscutible. Sobre él recae incluso la responsabilidad sobre la profesionalidad de cada jugador, que esencialmente depende de factores individuales. Por eso, la frase de Gasol es suficientemente reveladora. Allí, en la NBA, se le otorga la responsabilidad al que en realidad es el protagonista de este juego: el jugador. Se le dice: nosotros podemos darle unos consejos, unas pautas de acción y conducta que usted podrá llevar a cabo o no. Después, usted sabrá lo que hace. Ahora bien, téngalo claro, si usted no hace lo que un profesional debe hacer, lo más probable es que no juegue. Si usted prefiere chupar banquillo, es cosa suya. Nosotros preferíriamos que no fuese así, pues para eso lo hemos fichado, pero su futuro profesional es suyo y sólo suyo, y de usted dependerá.
Eso es, la responsabilidad individual por encima de todo. Incluso en un juego de equipo como el baloncesto se depende de la implicación de cada uno consigo mismo. Sólo desde ese principio se podrá encontrar la tan ansiada implicación del jugador con el equipo. Nos parece falso el tópico de que el jugador debe encontrar amparo en el equipo, siendo más eficaz que cada jugador, plenamente responsable de sus acciones y su preparación, sea el engranaje fundamental sobre el que se asiente el funcionamiento colectivo. Si la responsabilidad se diluye en la comodidad de la multitud, todo se desmorona. El jugagor como profesional y dueño absoluto de su destino mediante el esfuerzo, el talento y la inteligencia. Sólo desde ese principio indefectible puede formarse un buen equipo de baloncesto o del deporte que sea.
Por ello, nos producen cierta vergüenza los alardes de férrea disciplina -muchas veces gratuita- que solemos ver en los clubes de élite europeos. Al jugador se le trata como a un niño o, peor aún, como a un soldado. El Real Madrid de fútbol, con un Cristiano Ronaldo con el gesto hosco a la cabeza, se concentra en un hotel los días de partido disputados en su propia ciudad, en su propio estadio. No se nos ocurren ejemplos tan palmarios como este para mantener una moral baja en los trabajadores. El hecho de que ganen mucho dinero no legitima el que el jugador, que al fin y al cabo no deja se der una persona, con su familia, sus aficiones y su casa, atalaya confortable desde la que automotivarse y sacar lo mejor de sí mismo, deba ser esclavo de una forma equivocada de percibir el concepto de profesionalidad. “El resto, es tu problema”, nos dice Gasol. No se trata, como puede parecer, de individualidad frente a colectivismo. Simplemente, en Europa la individualidad toma otra forma, la del preparador, mientras que la del jugador se oscurece bajo su pesada sombra. No son más que formas distintas de concebir los itinerarios que lleven al máximo rendimiento.
En la NBA lo tienen claro. Aquí el que interesa es el jugador. No queremos con ello quitar importancia al concepto de liderazgo, representado en la figura del entrenador. Nada más lejos. Pero abogamos por un liderazgo conciliador, sugestivo, que anime al jugador a ser dueño de sí mismo dentro de una seguridad psicológica que redundará en un mejor rendimiento individual y, por extensión, en unos mejores resultados del equipo. Que al final es lo que interesa y por lo que juegan todos, excepto los narcisistas, que sólo juegan en beneficio de sí.
Este otorgamiento de libertad que se da al jugador tiene sus riesgos, por supuesto. Jamás se le dio al ser humano mayor confianza en sus posibilidades y a la vez mayor responsabilidad sobre sí mismo que cuando se le concedió la libertad de decidir. La existencia es una constante toma de decisiones, nada fáciles de tomar. Ante nosotros se abre, a cada momento, un abanico prácticamente inabarcable de posibilidades. En el fondo, la verdadera fatalidad para el hombre es que tiene que decidir. Es la verdadera fatalidad y, añadimos, la misma esencia de su ser, esa esencia que le lleva a superarse a cada momento y a superar a los que le precedieron. Esa esencia que le hace ser lo que es. Y, en el baloncesto, como en cualquier faceta de la vida, sólo puede llegarse a la excelsitud si prima la responsabilidad individual sobre todas las cosas. En suma, si, como dice Gasol, terminamos de ser conscientes de que la vida, en definitiva, “es nuestro problema”, el problema de cada uno de nosotros.
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