Vivimos en un mundo de clichés, frases hechas, tópicos, ideas predeterminadas sobre todo y ausencia de ideas propias, verdaderas, sobre nada. Esto es tan así que podríamos incluso pensar que no puede ser de otra manera, y aunque sabemos que los lugares comunes han existido siempre, quizá nunca habían estado tan cómodamente arrellanados en tu cerril butaca como lo están ahora. Tampoco deberíamos escandalizarnos por ello más de la cuenta pues, al fin y al cabo, el ser humano tiene que ordenar, clasificar, de alguna forma todo lo que le rodea. El cerebro, por mera gravedad, tiende a clasificar, a conformar grupos, cuanto más amplios mejor para su comodidad. De ahí viene lo que denominamos “tipos”, que tan útiles les son a los novelistas de cualquier época y jaez. Dijo Ortega y Gasset que pensar requiere de una u otra forma exagerar, y que todo aquel quiera renunciar a exagerar, que renuncie también a pensar. En efecto, creemos que codificar el vastísimo mundo sensorial e intelectual que tenemos alrededor exige de una simplificación. Sin esa simplificación, es difícil poner en marcha la complicada máquina del intelecto.
Pero lo contrario, la excesiva simplificación, que de tan excesiva se vuelve estúpida, es sin lugar a dudas peligrosa y estéticamente malsana. Bien es cierto que es difícil hablar sin caer en generalidades y generalizaciones. Y lo es por el mero hecho de que nuestras arquitecturas mentales, por educación y por practicidad, están hechas con la forma y materiales del lugar común. Es difícil salir de ese reducto, por mucho que lo intentemos. Pero conviene hacer el esfuerzo, con el fin de evitar fanatismos, que todos sabemos a lo que llevan. Además, es difícil aceptar así como así que en la esfera del hombre, animal complejísimo y de numerosísimos subterfugios y dimensiones, lo simple y fácil sea la norma.
Detengámonos un momento en la esfera del dinero y la vanidad. Es más o menos comúnmente aceptado por la mayoría que la acumulación exorbitante de dinero, a veces grotesca, por una persona lleva a la destrucción abrupta o paulatina de los valores morales y éticos de la persona en cuestión. Sin entrar en detalles, se cree que el rico, por el hecho de ser rico, es malo, y, por fácil contraposición, que el pobre, por el hecho de ser pobre, es bueno o, cuanto menos, está legitimado para hacer cuantas barbaridades quiera sin recibir un severo castigo de la opinión pública. La falta de dinero es excusa importante y muchas veces suficiente para las más aberrantes acciones, y no digamos ya para ciertas actitudes que, parapetadas en esa cómoda posición, no encuentran trabas para manifestarse.
En otras palabras, y por poner un ejemplo, la falta de educación y la grosería están más o menos justificadas en el pobre por el mero hecho de ser pobre. Al rico, en cambio, esas mismas características deleznables no se le perdonan, pero no porque se censure la falta de educación y la grosería, sino porque lo que no se perdona es simple y llanamente que se tenga dinero. De igual modo, al rico la vanidad no se le admite. La ostentación es un pecado que la sociedad no perdonará. Pero, ¿qué pasa con la vanidad del pobre, con esa actitud patética del que, en efecto, es pobre, pero quiere aparentar lo contrario? ¿O con el mismo hecho -que existe- de engallarse por ser pobre? La pobreza y la riqueza son estados materiales que deben ser admitidos de por sí, sin otras connotaciones. Tan estúpido es envanecerse por ser rico como hacerlo por ser pobre. Se puede estar muy feliz con la posición de cada uno, pero esta auto aceptación, que tan buenos réditos reporta al estado interior, no tiene por qué incluir a la vanidad en su influencia gravitacional.
La vanidad, como la estupidez, la inteligencia o la humildad son atributos que están desparramados por el gran mundo de manera uniforme. No son patrimonio de ningún grupo en concreto, ya sea geográfico, social o político. Me parece a mí que tan censurable es la vanidad del pobre como la del rico, sea por las causas que fueren. Lo más grave, empero, es envanecerse por algo que no se es o no se tiene, o por características, digamos, negativas -sin que quiera en ningún caso depauperar a la pobreza; lo digo solamente con relación a la riqueza, por situarnos en un diagrama fácil de comprender. Al fin y al cabo, envanecerse por ser rico o por tener una novia guapa, con ser lamentable, lleva inserta una migaja de legitimidad. Ahora bien, envanecerse por ser pobre o por tener de compañera sentimental a un espantajo, raya con la estupidez. Porque, en este caso, el que se envanece por esas condiciones no hace otra cosa que reforzar, dar importancia, a esas otras características contrarias de las que supuestamente abomina.
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