Esta semana estamos de talante deportivo. Y no porque aceptemos de buen grado y con elegancia una derrota hipotética e invisible de nuestra vida, fuera de las pequeñas victorias y derrotas de cada día. Hay quienes dicen que cada día que pasa es un día más, y otros que uno menos. Todo es según como se mire. No hay tal derrota personal, no. El caso es que últimamente vivimos en un clima de deporte, respiramos deporte, como el reportero en el frente respira guerra o el sacerdote que se va a ordenar respira espiritualidad durante su retiro previo.
Llegó la primavera, se acerca el final del curso, y el deporte va tomando proporciones ciclópeas. No porque haya más que durante el otoño y el invierno, sino porque lo que acontece va cargado de un carácter decisorio que hace de los acontecimientos deportivos que se nos vienen encima algo absolutamente delicioso. Ahora, cada evento, cada partido, cada minuto, cada segundo, cada acción y cada decisión cuentan, y lo más probable es que no haya marcha atrás. Antes, el que perdía podía redimirse con victorias posteriores. Ahora, no. Ahora el que pierde pone punto y final a un sueño largamente perseguido, dice un amargo adiós a una oportunidad que quizá jamás vuelva a presentarse. Cuánto ensayo de muerte hay en estos compases finales de la temporada, cuánto de anochecer de las ilusiones.
Llega lo que todo amante del deporte esperaba: los partidos decisivos. Todo o nada. Así debe ser para que el deporte tenga credibilidad no sólo como entretenimiento sin igual, sino como perfecta metáfora de la vida, donde cada día y cada segundo es diferente y no se puede recuperar. Viene todo esto a que esta noche el Real Madrid de baloncesto y el Power Electronics Valencia juegan un partido histórico para ambos. Se juegan el pase a la Final Four de la Euroliga. El Real Madrid, club con más títulos del continente, lleva quince años sin jugarla; el Valencia no la ha jugado nunca, y allí saben que oportunidades como esta es difícil que vuelvan a presentarse. Y uno está nervioso. Puede imaginar lo que se les estará pasando por la cabeza a los jugadores, pero uno sólo sabe que está nervioso. No lo puede evitar. Y aunque pudiera, igual no querría evitarlo.
El antes, el ahora, el después. ¿Qué es mejor? Los filósofos y pensadores de todos los tiempos y lugares nos han dicho y repetido hasta la saciedad que no sólo lo mejor, sino lo único que existe es el ahora. Lo único que debe tenerse en cuenta y de cuyo disfrute y aprovechamiento dependerá nuestra felicidad o desdicha. El repetido hasta la saciedad carpe diem, disfruta el momento. No vamos a ser nosotros los que queramos contradecir a milenios de pensamiento y literatura. Porque es verdad, sólo existe el ahora, y es lo que debe prevalecer. En este momento, nervioso como está uno, expectante ante el partido de esta noche, un sí es no es impaciente por que llegue el momento de pisar la Caja Mágica, está viviendo el ahora del antes. Pero este ahora está claramente influenciado emocionalmente por un después sobre el que casi todo gira. Es, por tanto, más un antes que un ahora. Es una ensoñación, una ilusión de algo que todavía no ha ocurrido pero que nos llena el alma. Lo mismo, exactamente lo mismo que antes de quedar por primera vez con la chica de nuestros sueños.
¿Qué es mejor? ¿El antes, el ahora o el después? Según para quién. Para los filósofos, para los felices, para los despreocupados, lo mejor es sin disputa el ahora. Para los melancólicos, los tímidos, los poetas, el después. Y para los soñadores, los nerviosos, los impacientes, el antes. Sin duda alguna. Todos sentimos en nuestras carnes los efectos de cada uno de estos estados temporales, digámoslo así, según los estemos sintiendo. Pero en cada individuo cada uno gana la partida a los demás y se impone. El ahora y el después -la memoria- están en los animales. El antes, sin embargo, es algo privativo del ser humano y algo que forma parte de su esencia proyectiva. Por eso creemos que la anticipación, la conciencia de la víspera, es el más avanzado de todos. No el más saludable para una vida plena, desde luego, pero sí el de más complejos resortes.
El antes, la víspera, cuando la atmósfera se densa de un misterioso éter. Todos sabemos, por intuición, antes de un acontecimiento importante qué tal nos va a ir en líneas generales. “Se está cociendo algo grande”, nos decimos íntimamente, sin que nadie nos escuche, por si acaso; o, por el contrario, “será difícil”, o “no tengo buenas vibraciones”. Dentro de nosotros vibran unas sensibilísimas cuerdas del antes que quizá se hayan ido afinando a lo largo de la evolución. Pero siempre hay un amplísimo espectro de incertidumbre, de inseguridad, por el que el antes es lo que es y por lo que tiene tanto encanto. “La inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros”, dice Galdós en Fortunata y Jacinta. Uno, en efecto, no está seguro nunca de nada, y menos aún durante el antes.
El antes, simplificando, consiste en la anticipación imaginaria de un después que es importante -o que se imagina importante- para el que sujeto que anticipa y que se tiene muy cerca. Uno ya se lo está imaginando. Llega a la Caja Mágica después de un largo y cargado viaje en el metro. Seguramente no piense mucho en el partido de marras y sí en sus cosas, pero el sólo pensamiento fugaz de lo que se avecina le retuerce el estómago. En el pabellón, los jugadores ya calientan, midiendo cada movimiento, el rostro serio. Hay una música de discoteca que, pese a su ligereza, suena trascendente. Las luces también están con un brillo trascendente, todo está trascendente. Las gradas se van llenando lentamente con ese mágico hormigueo de gente buscando su asiento. Molin y Pesic en la banda, observando a sus hombres, con ademán pensativo. Las sienes nos palpitan con creciente violencia, el revoleo del estómago se intensifica y el esfínter se nos aprieta. Queda poco para la cita -un partido de estas características es siempre es como una cita- y el ritmo del calentamiento de los jugadores va aumentando gradualmente. Todo va adquiriendo velocidad, el speaker habla, presenta a los jugadores, salen los árbitros, está todo a punto. Suena una bocina, y se apaga la música. Los jugadores titulares se quitan el chándal y quedan con la ropa de juego. El Madrid, de blanco, el Power, de naranja. Ya no vale esconderse, aquí nos conocemos todos. Primeros cánticos poderosos desde la grada, que está a reventar. Nos recorre un estremecimiento, y sentimos frío, aunque haga un calor del demonio. El árbitro echa el balón al aire…
Y el antes acaba. Ya forma parte del después, de la nostalgia. Pero no hay tiempo para eso, pues nos reclama el ahora. Nos reclama la pista, el balón, el juego, nuestra chica. Ahora sólo hay tiempo para ella.
Imagen de cabecera: Nikola Mirotic estira antes de un partido de Euroliga en la Caja Mágica (Foto de Sonia Cañada).
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