Uno aún no ha llegado a la treintena y, por lo tanto, es joven. No sólo eso, sino que todavía más importante, se considera joven. Esta convicción íntima, que podría parecer una obviedad desacreditada por la estupidez que es decir que uno se considera joven en la plenitud de su madurez y esplendor físicos, se ve reforzada por el duro e inapelable devenir de la realidad, de lo que vemos a nuestro alrededor. Y es que no es raro encontrar a personas de veinticinco a las que se ve soberanamente viejas, y no sólo por fuera. Hay, vemos bastante habitualmente, un cansancio prematuro, un creer que se ha hecho ya todo en esta vida y que lo único que queda es dejarse llevar, como una inmensa bola que va engordando, por la cuesta abajo del tiempo. Esto de acomodarse lo antes posible parece tener gran éxito entre nosotros, los jóvenes. Luego, cuando algunos de esos jóvenes lleguen a viejos, se darán cuenta, supongo, que tanta puntualidad, tanto apresuramiento en conseguir la supuesta felicidad, es una solemne pérdida de tiempo. Y querrán, claro es, desacomodarse, esto es, volver a la esencia de la juventud. Es la flecha del tiempo colocada en dirección contraria.
Y también hay, claro es, viejos a los que se le ve el forro de la juventud palpitante y no impostada por debajo de las costuras de su raído envoltorio. Quizá sea esa la verdadera juventud, la más auténtica, la que vive en seres que no son de su edad. Pero esa es otra historia. Uno, decía, es todavía joven, pero va teniendo un bagaje de tiempo tras de sí, y es de esa generación un tanto confusa cuya infancia creció entre lo antiguo -o lo que uno cree antiguo, pues que luego se ve claro que nada es antiguo si no se contrapone a algo- y lo moderno, lo más estrictamente contemporáneo, entre las meriendas de pan y chocolate y las primeras videoconsolas, entre una cierta ingenuidad pueril -que parece estar perdiéndose- y el ordenador, los Pokemon y los Gormiti, o como se diga.
Una de las características de lo estrictamente contemporáneo que decíamos antes es el quererlo y tenerlo todo ahora, en este instante y no en otro. El después no existe, o no se quiere saber nada de él. Tampoco el acaso, la imaginación de una ilusión. La impaciencia y lo tangible, lo corpóreo, lo que se tiene al alcance de la mano y no se concede en que se nos aleje. No, eso no es ya posible. Se quiere todo porque nos creemos con derecho a todo, menos a perder la vida por las confusas rendijas del tiempo futuro. Hay un afán acomodaticio por el que ya no el esfuerzo -ahora nos esforzamos mucho más que antes, y por cosas que quizá merezcan poco la pena- sino la imaginación, el ramillete de ilusiones que nunca se satisfarán y que forman el haz de nuestra vida, se va secando. Lamentablemente, apenas hay espacio ya para la casualidad, nuestra gran amiga.
¿Queremos viajar? Nada más fácil. ¿Queremos ligar? No hay problema, ahí está internet, y el que no folla es porque no quiere. ¿Queremos entretenernos sin mover un dedo? Hay cientos de canales de televisión de todas las temáticas posibles –menos exclusivamente de baloncesto, ahí va el dardo y la reivindicación-, y, sobre todo, tenemos internet. Internet es el gran invento del siglo XX, digan lo que digan. Al menos, de su segunda mitad. Y el siglo XXI, no cabe duda de ello, es el siglo de internet. A menos que se invente, qué se yo, los viajes intergalácticos, el remedio definitivo contra la calvicie o la tele transportación instantánea. Pero eso ya sería el colmo.
Detengámonos en el campo de la música. Uno se acuerda de una canción que le gusta y, claro es, le gustaría escucharla. Bien, pues le basta con un click. Ni siquiera es necesario que esté en su casa, por supuesto. Los walk-man hace mucho tiempo que se inventaron, y ahora con los reproductores mp3 y mp4 y los móviles las posibilidades se multiplican. Todo eso está muy bien, qué duda cabe. Una buena canción escuchada en el momento preciso y no otro puede salvarnos de más de una pequeña depresión, de un temporal bajón de ánimo. También puede infundirnos motivación y fuerzas añadidas para un acontecimiento importante o puede convertir un penoso trayecto en metro en algo así como un viaje lírico y sentimental. Pero, ¿dónde está la casualidad, esa rara flor?
Así es. Por mucho que uno pueda, en cualquier momento y con sólo ejercer fuerza con uno de sus dedos, escuchar una canción determinada las veces que le dé la gana, el auténtico momento musical y lírico viene cuando no esa misma canción, sino otra cualquiera, es escuchada una sola vez, de casualidad, porque la ponen en la radio, porque la toca un músico callejero o porque alguien la lleva puesta en el coche con las ventanas abiertas. Ni siquiera es necesario escucharla entera porque con una parte, con el estribillo, nos vale. Después, andamos todo el día con eso que llamamos “se me ha pegado” en la cabeza, tarareando con aire de felicidad, porque todo el mundo sabe que el que canta porque sí es porque está contento. Y sólo hizo falta un minuto, unos segundos acaso, para que se nos despertaran esas alegrías no precisamente muertas, pero sí en suspenso. Sólo hizo falta la flor de la casualidad.
Rara y bien olorosa flor la de la casualidad. Ya no es su reino el de los tiempos actuales, en que se quiere que todo esté tan medido, tan controlado, tan a nuestro gusto. Es como los varones maduros donjuanescos y románticos, que están pasados de moda. Pero, como éstos, esa flor sigue existiendo, sigue viviendo, porque, simplemente, no puede desaparecer. Quedan resquicios para que respire, crezca y, quizá, sólo quizá, se nos ponga ante la vista. Por eso es y se llama casualidad, esa rara flor.
Imagen de cabecera: Amapola.
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