“Esos cafés a los que nunca vamos”, sería un título mucho más exacto, pero también más largo y, desde luego, demasiado concreto para lo que, a nuestro juicio, debe ser un título. Preferimos el tópico e inagotable título de “Los cafés”, que ya utilizaron Larra -en singular-, Carrere, Umbral, Gómez de la Serna y otros eximios escritores a los que nosotros, pobres, ni osamos imitar. Entre otras cosas porque esos escritores sí solían pisar esos cafés de los que luego escribían en deliciosos artículos e incorporaban a sus novelas. Nosotros, y esa es la gran diferencia, no. Hablaremos de esos cafés literarios, artísticos, bohemios, e incluso los de nuevo cuño, desde la distancia, desde el desconocimiento y, sobre todo, desde la imaginación. Es decir, hablaremos de los cafés más desde lo que son, desde lo que podrían ser en la vida de alguien que raramente acude por esos cafés -por falta de compañía, por escasez de dinero o por lo que sea.
Porque para conocer bien estos cafés de que durante mucho tiempo estuvo hecha la noche madrileña es preciso haber pasado muchas horas en sus intestinos, haber pontificado, haber escuchado, haber bebido, haber fumado, haber amado en ellos. Es curioso cómo siguen subsistiendo, aunque sea de mala manera, muchos de esos cafés decimonónicos y de principios del siglo pasado con que está fraguada ésta nuestra literatura madrileña. Desde los artículos de Larra, pasando por las novelas de Galdós y Baroja (sirvan La Fontana de Oro y La busca como ejemplos), la famosa tertulia de Pombo auspiciada por Ramón y la no menos célebre del Café Gijón, los cafés han sido -y siguen siendo- el reducto favorito del artista y, sobre todo, del escritor. Y no sólo eso, sino que en muchos casos el café se convirtió en el eterno lugar de trabajo para muchos, cuyo caso más extremo y puntual -en el sentido de que nunca fallaba- fue César González Ruano, que durante décadas escribió sus artículos en el Café Teide, sito en el paseo de Recoletos (hoy edificio Mapfre). Hoy hay un café del mismo nombre muy cerca, en la calle Bárbara de Braganza.
¿Qué tienen los cafés? ¿Qué pasa o deja de pasar en ellos para irradiar esa fascinación, ese magnetismo para ciertas gentes? Una explicación sencilla y elemental que nos ahorrará muchas palabras es el frío. Durante el invierno, el lugar más barato y ameno para estar fuera de casa es el café. Una consumición asegura horas de disipación, de observación, de trabajo, de amoríos soterrados bajo el denso humo de los cigarros y la conversación. Creemos que ahí está el quid del éxito de los cafés -y sobre todo de ciertos cafés- de la vida cultural española y, más concretamente, madrileña. Porque Madrid es, aparte París, la ciudad de los cafés. Por densidad literaria de la ciudad, por el carácter de la gente, por todo. A nosotros nos gusta pasear la noche madrileña y fijarnos, desde fuera, en esos cafés en los que raramente entramos. Aún subsiste el Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, en el que posiblemente se inspiró Cela para escribir La colmena. Es un café de aire clásico, con sus mesas de mármol y su barra de cinc, con mucho encanto pero también, a nuestro juicio, mucha luz. En la calle de la Escalinata, en pleno Madrid de los Austrias, está el Café Madrid, que desde fuera parece un poco selecto y al que se accede por unas escaleras, como algunos hoteles, porque está más alto que el nivel de la calle. Y en la calle Belén está el Café Belén, pequeño, recogido y oscuro, perfecto para aprovechar esa hora en que nuestra chica está más receptiva a nuestros requiebros.
Hay muchos, ya decimos. Todo consiste en andar un poco y fijarse. Lo que más nos fascina de los cafés es lo que tiene de oficina para muchos escritores. ¿Por qué en el café y no en casa? Quizá es que el escritor, para ser de verdad escritor, debe, al contrario de lo que se piensa, más que aislarse del mundo, entreverarse con él, mezclarse, olerlo, palparlo, mirarlo desde la atalaya caliente, romántica y segura que es el café. Desconocemos si en un café es posible entrar en ese trance necesario para escribir algo que merezca la pena. Pero por lo visto, sí, porque muchas páginas memorables se escribieron al lado de una ventana de café, mientras ahí afuera la calle se difuminaba por la lluvia, con la única compañía de un café con leche y, allá a lo lejos, en un rincón, la mirada sensible y ojerosa de una solitaria.
Pero todo esto forma parte de otro tiempo, naturalmente. Los cafés siguen existiendo, pero se han uniformizado. Ahora también hay Starbucks y los Café & Té, que hacen las veces de cafés para el gran público y que no tienen tanto encanto. Los auténticos cafés son algo así como un artículo de museo, una nostalgia de la vieja literatura que se hacía con una pluma negra y gorda y unas cuartillas holandesas. Su subsistencia, más que por el negocio que proporcionan, parece más debida a una iniciativa municipal para conservar parte de la cultura de este país.
Pero convendría ir más allá y no detenerse solamente en los escritores. El café no es más que la satisfacción de una necesidad que está en el hombre y que es la de socializarse, de verse reflejado en los ojos de los otros, quizá para tomar plena conciencia de su existencia en el mundo. También están los bares, los pubs y las discotecas, pero no es lo mismo. Ninguno de esos establecimientos nos llena las horas muertas y los sueños inconcedibles como un café de los de antaño, de los de ahora, de los de siempre.
Imagen de cabecera: fachada del Café Comercial, en la glorieta de Bilbao (Madrid). Fue fundado en 1887, y es posible que Camilo José Cela se inspirara en él para ambientar La colmena. Sin embargo, el Café Comercial es mencionado expresamente, visto desde fuera, en una escena de la novela ocurrida fuera del café principal.
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