Hay veces en que debemos valorar y loar las iniciativas de los políticos, que no siempre se equivocan, contra lo que pueda parecer. Y no es que la iniciativa que nosotros pretendemos glosar aquí sea reciente, pues los búhos, los autobuses nocturnos, llevan ya muchos años surcando las agitadas noches de Madrid. No sólo ponderamos y loamos la iniciativa en sí, la de dotar a Madrid de un medio de transporte fundamental por el que los bohemios, los juerguistas, los noctívagos y los que trabajan de noche tienen asegurado su regreso a casa por un módico precio. También nos gusta el nombre con que se lo bautizó, que no por fácil y un poco tópico es menos potente. Los búhos. Con sus ojos grandes y brillantes y su ademán imperturbable, estas aves nocturnas y carnívoras van rapiñando gente todas las noches por las calles de Madrid.
Salen todos de Cibeles, kilómetro cero de esa tela de araña que se hace y deshace continuamente desde las doce de la noche hasta casi las seis de la mañana. Madrid tiene, de esta manera, veinticuatro horas ininterrumpidas de transporte público. Lógico y necesario, dirán algunos. Sí, pero no todas las ciudades gozan de ese privilegio. En Valencia, por ejemplo, los búhos circulan solamente hasta las tres de la madrugada. Una nueva muestra de lo desacertadas e injustas de nuestras quejas y diatribas hacia esta ciudad desconocida por sus propios habitantes y que clama en silencio -algunos la escuchamos- por que se valoren en su justa medida algunas de sus virtudes y encantos.
Los búhos toman su verdadero significado durante los fines de semana. El búho ha desplazado al taxi como medio de transporte de los juerguistas madrileños. No tanto de los extranjeros, pues parece que éstos no acaban de fiarse de esa oruga trasnochadora que, si bien sí que los recoge en un lugar determinado, vaya usted a saber dónde los va a dejar a esas horas de la madrugada. En un descampado, seguramente. El búho, más incómodo pero muchísimo más barato que el taxi, da la ocasión de observar con calma y detenimiento la psicología nocturnal de la juventud. En los búhos de más allá de las tres de la madrugada se aglomera el fracaso o el éxito de una noche, el sueño y las ilusiones perdidas, la tristeza que embarga al romántico o el éxito íntimo, acogedor y cálido del que se llevó a la guapa del grupo.
Hay algunos grupos aislados de juerguistas que continúan la juerga en el búho. Son los que, ahítos de alcohol, gritan, cantan, se levantan, se caen cuando el autobús toma una curva, se vomitan. Pero por lo general en los búhos reina el cansancio y la resignación, menudean los ojos turbios dañados por esa luz blanquísima, viscosa, insoportable, que hay en todos los búhos. ¡Qué bien le vendría a estos vehículos una luz trémula, nocturna, como la de algunos cafés bohemios o la del flexo de nuestra habitación! Tampoco el olor acompaña, hay que decirlo, pues entre los productos de limpieza que echan, el efluvio acumulado de los viajeros y algún que otro vómito esparcido aquí y allá, dan ganas de no respirar. De hecho, habrán notado que en los búhos se procura respirar mucho menos que en otras partes.
Todas estas características hacen que los búhos no estén hechos para soportar ciertas tristezas nocturnas que nos sobrevienen cuando todas esas promesas que nadie nos prometió no se cumplen. Viajar en un búho en ciertas condiciones puede hacerse muy duro, quizá más de lo que podemos soportar. Para esas tristezas sigue estando el taxi y el regazo oscuro y confortable del asiento trasero, afortunadamente; tristezas que hacen, entre otras cosas, que el dinero no nos importe nada y que lo único que queramos sea llegar a casa lo antes posible. Aunque luego el taxista, ese abnegado del volante, nos azote con su lengua:
-Qué, muchacho, se dio mal la noche, ¿no?
Es un peaje que hay que pagar. Se nos ve en la cara, además, que la noche no nos fue bien. Ir con esa cara en el búho no parece buena idea. Pero a veces hay que tragar, porque el amigo, que tiene novia y al que triunfar o no le da igual, se empeña:
-Venga hombre, cogemos el búho que en nada nos deja en la puerta de casa.
Y ese “en nada” es una hora y cuarto de sufrimiento y mareos y esa “puerta de casa”, veinte minutos andando. Tampoco podemos quejarnos, la verdad. Gracias que tenemos los búhos, esa salvación, ese refugio en noches de invierno, frías, ásperas y desconsoladas, y en equívocas noches de primavera de lluvia y lodo interiores. Hay veces, incluso, en este Madrid mágico en que todo puede acontecer en cualquier momento, en que lo mejor de la noche viene en el trayecto del búho a casa. Aunque sólo sea por la visión de los ojos cansados de la chica morena que, suerte la nuestra, se ha sentado enfrente de nosotros. Y aunque no hablemos con ella, eso no pasará.
O sí.
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