lunes, 11 de abril de 2011

HOY NO SE ESCRIBE

No hay nada como levantarse más tarde de lo habitual para que uno se ponga de mal humor. Eso de perder una hora porque sí es uno de los descuidos más graves en los que uno personalmente puede caer, una de las negligencias más odiadas en uno mismo, porque por mucho que se diga o se disculpe la pereza, esa hora no se recuperará nunca, como tampoco, por lo general, vuelven las segundas oportunidades, y si vuelven lo hacen ya con la temible impronta de la segundas partes, nunca simpáticas, nunca de fiar.

El caso es que el cuerpo necesitaba hoy esa hora extra de sueño, consecuencia de un fin de semana de cansancios y veranos anticipados, de insomnios e intrépidas noches por el corazón de Madrid. El cuerpo hay veces que pide cosas, sí, pero uno no suele hacerle mucho caso, a excepción de lo más elemental: sed, hambre, lectura -la lectura es también una predisposición física-. Y poco más. En lo demás, uno tiene tendencia a contradecir los deseos de su maquinaria, duerme poco aunque tenga sueño y sigue haciendo ejercicio aunque esté cansado o le duela más de lo habitual el tobillo de siempre. La vida es corta y el tiempo es poco si se quiere o si se sabe aprovechar. Lo siento, cuerpo, te ha tocado un mal amo, o un mal huésped, que eso nunca se sabe.

Pero hoy no. Hoy era necesario dormir un poco más. Tampoco es que uno haya remoloneado en la cama, sumido en esa dulce nebulosa post sueño; simplemente ha dormido. El pecado de pereza es dudoso en este caso. El cuerpo lo necesitaba y ha hecho uso de sus prerrogativas. Simplemente no me ha despertado. Y cuando al fin el cuerpo me ha despertado, era ya tarde. La primera sensación nada más abrir los ojos ha sido la de seguir cansado, la de tener ojeras, de esas que no se van en todo el día. Sé también que hasta mañana por la mañana tendré los músculos rígidos y los pies como calientes. Está uno cansado, sí.

Uno ha desayunado y se ha preparado más deprisa de lo habitual, con el fin de recuperar en lo posible el tiempo perdido. Mas el ritmo era lento, pausado, perezoso, sin la chispa necesaria para acelerar. No por pereza propia, repito, sino por incapacidad. Ha venido a la biblioteca de siempre, donde está en el momento en que escribe estas líneas, y se ha sentado en el sitio de costumbre. Hoy, sin embargo, hay alguna novedad, porque en la mesa redonda, donde nunca hay nadie, está acompañado por dos adolescentes que preparan un trabajo para el instituto o, como mucho, para el primer curso de carrera o Formación Profesional. Una de ellas es más bien fea, sin ser fea del todo. La otra, más bien guapa, sin ser tampoco un bellezón. Pero se ve que se sabe sacar partido. En seguida fijo mi involuntaria atención -la atención también puede ser involuntaria- en el escote de ésta. Cosas de la debilidad viril y, hoy, del cansancio físico, que se convierte en cansancio intelectual. Uno enciende el ordenador, abre un documento de Word en blanco y se dispone a escribir sobre cualquier cosa. El tema, que otros días hay que seleccionar de entre un abanico de posibles, parece haberse quedado en casa, en la cama. Nada viene al cerebro digno de ser escrito; en realidad, nada viene al cerebro, así, a secas. Las chicas, mientras hacen el trabajo, hablan de sus cosas. Al parecer, la del escote ha vivido una desenfrenada noche de pasión con algún afortunado, al que otro día maldeciría, pero no hoy. No hay fuerzas ni para eso. La chica habla como en clave, con frases de segunda intención, y la otra no hace más que preguntar y asombrarse. Uno mira a la pantalla en blanco como si leyera algo. Las palabras no vienen a la mente, sólo lo que dicen mis dos acompañantes. Son morenas, por cierto, y la guapa tiene los ojos grandes y golfos.

Un hombre pasa por el escaso hueco que una de las chicas deja entre la silla y una estantería. De repente suelta una imprecación: “¡Zorra!”, dice, berrea más bien. Cosas del resentimiento. El tipo es feo y está gordo. Las chicas callan y me miran; yo las miro también, enarcando las cejas, atónito ante lo que acababa de presenciar. El tipo mira para atrás, hacia nosotros, y se aleja. No volvemos a verle más. De vuelta a la calma, cada uno sigue a sus cosas. Ellas, a su trabajo y a sus cotilleos y confidencias; yo, a mi hoja en blanco.

El tiempo pasa y las fuerzas, las pocas que traía, van decayendo. Hoy ya no se escribirá nada, y ese diminuto contratiempo le sume a uno en una desazón que sabe que no superará hasta mañana por la mañana, hasta el momento en que vuelva a sentarse delante del ordenador a escribir. Se siente uno de pronto un poco incompleto, un poco sin hacer. Se hace tarde, y dentro de poco hay que irse. Otras tareas nos reclaman, y la hoja sigue desesperadamente en blanco. Las chicas, en cambio, sí avanzan en lo suyo, en su trabajo escolar, salpicado por conversaciones que nada tienen que ver con lo que están haciendo. A veces se ríen de algo, a veces de nada. Pero se ríen. Por momentos arman escándalo, pero nadie les dice nada. Por lo visto, en esta biblioteca donde lloran niños y la gente habla por el móvil, el silencio es la excepción.

Es hora de irse. Me despido mentalmente de la guapa del escote, a quien no volveré a ver, y salgo de la biblioteca lentamente, cabizbajo y meditabundo. Día de fracaso, día de no escribir…

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