El imbécil está ahí, convive con nosotros, aunque a veces no nos demos cuenta. Y no nos damos cuenta porque el imbécil, lejos de ser un delincuente -aunque también haya delincuentes imbéciles-, no es más que alguien inofensivo que en el fondo da un poco de pena, pero que no deja de ser estéticamente malsano para la sociedad. El imbécil, por supuesto, es un tipo universal que ha existido en todas las épocas y lugares, y la señas más importantes de su personalidad y por las que es imbécil son su vanidad y su egoísmo, aunque ésta en variadas dosis. A nosotros los españoles, naturalmente, nos interesan y molestan mucho más los imbéciles españoles, quizá porque, además de que los españoles solemos ser bastante hostiles con los propios españoles, en España el imbécil puede vivir a sus anchas, encuentra en clima propicio para crecer adecuadamente y hacerse un sitio en la sociedad.
El imbécil puede pasar perfectamente inadvertido porque no suele tener atributos morfológicos que lo distingan. Sin embargo, basta un pequeño gesto, una palabra, para desenmascararle. “Este es un imbécil”, pensamos al instante, y rara vez solemos fallar en nuestro apresurado diagnóstico. El imbécil tiene variadas, casi infinitas, manifestaciones exteriores, pero lo esencial en él es el crispamiento momentáneo que nos provoca, sea cual sea esa manifestación. Después, tendemos a olvidarlo pronto, hasta que otro imbécil nos recuerda la densidad de imbéciles con que la creación nos pone a prueba, quizá para que valoremos más y pongamos en su justa medida a los no imbéciles, a la gente con la que se puede tener una convivencia tranquila y pacífica.
Lo peor de todo es que el imbécil tiene difícil enmienda. El que nace imbécil, imbécil morirá, y lo más probable es que su imbecilidad vaya a más con el tiempo. Es una estirpe con las más hondas raíces que, además, cuenta con miembros muy conocidos e incluso muy admirados por el gran público, lo cual refuerza al imbécil de a pie. Desconocemos si el imbécil se sabe imbécil o no, pero sospechamos que vive en un limbo en el que él se ve a sí mismo -el imbécil raramente tiene ojos para los demás- como alguien perfectamente admirable, modelo de virtudes y genialidad, y apenas reconocerá en su persona ningún defecto como no sea la tara indirecta de que su mujer es un poco gazmoña o que el coche, objeto de grandísima importancia para él, hace un ruidito muy extraño cuando mete la segunda. Y todo esto, claro, nos lo cuenta.
El imbécil es el que toca el claxon cuando no ha pasado ni un segundo desde que el semáforo se ha puerto en verde. El imbécil es el que se corta las uñas en el Metro, haciendo saltar hacia el suelo o hacia los sufridos transeúntes las repugnantes lascas. El imbécil es el que, en medio de una conversación tranquila y civilizada, dice alguna grosería respecto de las mujeres y se hace el gracioso. El imbécil es el que, en la biblioteca, procura quejarse y suspirar mucho de cansancio para que los demás vean cómo se esfuerza y lo difícil que es lo que está estudiando. El imbécil es el que en cada frase tiene que soltar alguna palabrota o entreverar siempre algún vocablo que desnude su estupidez, ignorancia o papanatismo. El imbécil, también, es el que en una conversación campechana suele empezar las frases diciendo “evidentemente” o “naturalmente” para darse tono.
El imbécil, sobre todo, es el que bosteza muy fuerte en un lugar público, luego mira a los circunstantes y sigue su camino o con lo que estaba haciendo. El imbécil es el que habla en voz alta consigo mismo, generalmente quejándose, soltando imprecaciones y, en ocasiones, anticipando tareas de su vida que a nadie interesan. El imbécil es el que tira un envoltorio de plástico a la acera y hace como que no se ha dado cuenta. El imbécil es el que pasa con su moto haciendo mucho ruido o quemando rueda con el coche. El imbécil es el que llama al camarero chistando o diciendo “jefe”. El imbécil es el que dice “a esa le iba a dar yo su merecido”, frase con la cual cree solucionar todos los problemas del mundo. El imbécil es el que no responde a un saludo. El imbécil -este de más hondo calado- es el que nunca reconoce sus errores y siempre se está justificando. El imbécil es el que siempre te dice que no se te ve el pelo.
El imbécil es el que habla muy alto con el manos libres para que todos se den cuenta de que tiene un manos libres. El imbécil es el que va corriendo a una cola sólo porque regalan algo, sin saber lo que es. El imbécil, en fin, es el que aplaude y justifica al imbécil. Ese sí que es imbécil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario