Hace poco, en uno de mis zascandileos por las librerías del centro de Madrid, me tropecé con un libro que prometía ser interesante. No sólo por su título -Amiel. Un estudio sobre la timidez-, sino sobre todo por el autor que lo escribió, Gregorio Marañón. Tenía uno muy vaga constancia de la importancia de este hombre, figura central de la cultura española del siglo XX. Sabía uno, claro, que, además de tener una estación de Metro y un importante hospital con su nombre, fue un eminente doctor. Sabía también de su humanismo quizá sin parangón en el panorama español. Sabía de sus inquietudes artísticas y literarias, e incluso le constaba que escribía extraordinariamente bien. Sabía, por mención de César González Ruano, que tenía una finca el Toledo, El Cigarral, donde el egregio doctor escribió buena parte de sus libros. El Cigarral fue la verdadera atalaya desde donde Marañón edificó la grandeza de su persona a partir de su particularísima visión del mundo. Porque a Marañón, y esto nos parece su característica fundamental, le interesaba todo. Y ello, en un mundo como el actual en el que la especialización es tan salvaje, en el que el que sabe de Física cuántica ignora cualquier noción en Historia, por ejemplo, en que estamos más lejos que nunca del universal hombre del Renacimiento, nos llama poderosamente la atención y, sobre todo, nos llena de profunda admiración.
Bien, uno tenía estas escasas informaciones de Gregorio Marañón, pero lo que no había hecho era leer uno de sus libros. Y puede uno decir que la prosa de Marañón no es lo que esperaba, no; es más, sin duda mucho más. Hay, qué duda cabe, ciertas reminiscencias orteguianas. El estilo literario es majestuoso, claro y verdaderamente evocador. Y ello sin perder de vista el rigor científico. Porque el Amiel es la historia clínica del profesor de Berna, que, bien es sabido, llevó un diario durante toda su vida. Pero no es eso a lo que íbamos. En una parte del libro, Marañón habla de la timidez como de un verdadero “problema”. Esta afirmación tan rotunda me llamó mucho la atención. Uno tenía la idea infundada, sin base, arraigo ni reflexión, de que la timidez era simplemente una característica de cada cual, sin entrar en connotaciones negativas o positivas. Uno es tímido de igual modo que puede ser moreno o rubiasco, de nariz chata o respingona. A unos le podrá gustar más, a otros menos, pero, ¿supone ello algún tipo de tara emocional, un obstáculo que dificulte la realización personal, en todas sus vertientes, del tímido?
No está uno en condiciones de responder a esa pregunta, pero sí al menos de plasmar algunos pensamientos. Unas pocas reflexiones al respecto le hacen a uno llegar a la tímida conclusión de que la timidez, en el ser humano, puede llegar a ser un impedimento. El hombre, como ser social que es, como animal que creció en sociedad y llegó a dominar el mundo gracias a esa cooperación entre sus individuos, no puede considerar a la timidez como un valor. Podrá considerarlo, si acaso, como un defecto. Si, en los albores de la evolución, el número de tímidos hubiera sido algo más amplio de lo que fue, quizá nosotros no estaríamos aquí. No parece que el mundo lo hayan hecho los tímidos.
Al igual que la simpatía puede considerarse como una expresión de la inteligencia, la timidez, si no como falta de ella, sí es un badén que dificulta su pleno desarrollo y, sobre todo, el discurso natural, la participación de esa inteligencia con los demás. Hay tímidos que, en el contacto con otros seres humanos, parecen tontos. Están callados, sin participar para nada en la conversación, con las manos en los bolsillos, mirando de un lado para otro sin encontrar un lugar donde detener sus ojos temblorosos. Y no tienen por qué ser tontos, no. Simplemente, su timidez les hace parecerlo. Y, como sabemos, las cosas no son sólo lo que son, sino también -y a veces sobre todo- lo que parecen. La impotencia que subyace en el alma del tímido puede expresarse en las palabras siguientes, insertas en su pensamiento: “¿y cómo hago yo para demostrar a esta gente que no soy tonto?”. Porque el tímido sabe que sus congéneres le creen tonto. Mas, simplemente, no puede, no es capaz de encontrar la vía que le saque de su marasmo íntimo, que le ponga en la veda del contacto real y afectuoso con los demás. Podemos definir a la timidez como un fatal encuentro con uno mismo cuando se está con otros. La timidez, en el fondo y en la forma, no es más que una incapacidad.
Podemos hacer las cábalas que queramos acerca de si esa incapacidad es más o menos importante, pero incapacidad es. En esto, como en casi todo, hay grados, y hay tímidos a quienes su timidez les ha arruinado lo que podría haber sido una vida vivida en el siempre estrecho cauce de la felicidad y tímidos para los que su timidez se convierte en un acicate, primero, y, ya superada, en algo completamente sin importancia después. A Amiel, por ejemplo, su timidez, unida a su idealismo acerca de la mujer, le impidió tener una vida sexual mínimamente satisfactoria. Lo malo del tímido, a veces, es que, consciente de su timidez y de la imagen que los demás tienen de él, intenta superarlo mostrándose con una máscara enteramente contraria a lo que en realidad es. Esta expansión propia del tímido es, aunque un loable intento de socialización, quizá más patético que la timidez misma. Y ahí es donde el tímido se encalla definitivamente, porque los demás, sabedores de esa máscara burdamente impostada, se ratificarán en la opinión negativa que de él tenían y terminarán dándole la espalda.
Nadie querría ser tímido, qué duda cabe. Todos, quien más quien menos, queremos vernos reflejados en los ojos de otro para dar fe de nuestra propia existencia. El último hombre sobre la tierra, el postrero y verdadero solitario, ha dejado de existir en el mismo momento en que no hay nadie a su alrededor que sea testigo de su presencia. No hay nadie que le diga: “existes, estás”, por mucho que él mismo sea plenamente consciente de su tangibilidad. La timidez es un ansia escondida de desaparecer. ¿Será que al tímido le da miedo existir?
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