domingo, 3 de abril de 2011

EPISODIO (Nota para una reflexión)


Para un servidor, el mejor final de la literatura española lo escribió Benito Pérez Galdós en su Episodio "Zaragoza". Reproduzco aquí parte del penúltimo capítulo. No voy a comentar su contenido, no es necesario. Creo que habla por sí sólo, y todo lo que pudiera yo añadir no haría sino desvirtuar, afear, interpretar erróneamente y sin derecho. Fue escrito hace más de cien años, pero pienso que viene muy a pelo en la situación actual. Que cada uno saque su conclusión, si es que le apetece o tiene un segundo libre. No le pido que sienta la emoción que experimento yo al leerlo y transcribirlo (por el mero gusto de hacerlo), pero sí al menos que reflexione un minuto.

Sólo quiero poner en situación: estamos en febrero de 1809. Los franceses llevan dos meses sitiando la ciudad de Zaragoza, que, tras una defensa heroica, cae finalmente agotada por las bajas, la epidemia y la colosal potencia de las huestes napoleónicas. No hay en la Historia de España un ejemplo igual al de la capital del Ebro.Y todo ello fue admirablemente narrado por don Benito, por boca de Gabriel Araceli. Nos cuenta éste último:

"—Todo huye, todo se va de este lugar de desolación —digo a don Roque—. Los franceses no encontrarán nada.

—Nada; hoy entran por la puerta del Ángel. Dicen que la capitulación ha sido honrosa. Mira: ahí vienen los espectros que defendían la plaza.

En efecto: por el Coso desfilan los últimos combatientes, aquel uno por mil que había resistido a las balas y a la epidemia. Son padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. El que no puede encontrar a los suyos entre los vivos tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque hay cincuenta y dos mil cadáveres, casi todos arrojados en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos, en las trincheras. Los franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante espectáculo tan horrible, y casi están a punto de retroceder. Las lágrimas corren de sus ojos y se preguntan si son hombres o sombras las pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.

El soldado voluntario, al entrar en su casa, tropieza con los cuerpos de su esposa y de sus hijos. La mujer corre a la trinchera, al paredón, a la barricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde está; los mil muertos no hablan y no pueden dar razón de si está Fulano entre ellos. Familias enteras se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno solo que eche de menos a los demás. Esto ahorra muchas lágrimas, y la muerte ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano, al esposo y a la viuda, a la víctima y a los ojos que habían de llorarla.

Francia a puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a las orillas del clásico río que da nombre a nuestra Península; pero la ha conquistado sin domarla. Al ver tanto desastre y el aspecto que ofrece Zaragoza, el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil vidas le tocaron a la ciudad aragonesa en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó las glorias militares del Imperio francés.

Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. El Imperio, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar, que siempre es secundario cuando, abandonando el servicio de una idea, sólo existe en obsequio de sí propio; el Imperio francés, digo; aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo y cuyos relámpagos, truenos y rayos aterraron tanto a la Europa, pasó, porque las tempestades pasan, y lo normal en la vida histórica, como en la Naturaleza, es la calma. Todos le vimos pasar, y presenciamos su agonía en 1815; después vimos su resurrección algunos años adelante; pero también pasó, derribado, el segundo como el primero, por la propia soberbia. Tal vez retoñe por tercera vez este árbol viejo; pero no dará sombra al mundo durante siglos, y apenas servirá para que algunos hombres se calienten con el fuego de su última leña.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado de envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos.

Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas, hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada".

Imagen de cabecera: Goya. Desastres Nº 50. Madre infeliz. Biblioteca Nacional. Madrid.

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