viernes, 31 de diciembre de 2010

MI MOMENTO DE 2010


Jueves, 29 de abril. Un lugar de la Alcarria, en la cuneta de la carretera que va desde Valfermoso de Tajuña hacia Lupiana. Descansando, con Valfermoso de Tajuña al fondo subido sobre una loma.

Atalaya Valfermoso
con aires de capitán.

Cielo, como un velo un gozo
gustando el aire montaraz.

El camino es un reposo
corazón, color de azafrán.

En lo alto, Valfermoso
un vigía, color de pan.

jueves, 30 de diciembre de 2010

EL PARQUE DE LAS SIETE TETAS (Vallecas)


Muchas veces me lo habían dicho mis amigos, sabedores de mi afición a surcar las calles y los lugares de Madrid: “tienes que ir al parque de las Siete Tetas, la vista es impresionante. Se ve todo Madrid”. Recalcaban la palabra todo haciendo un amplio círculo con los brazos, ademán que me hacía pensar que, en verdad, la vista de Madrid desde aquel lugar debía de ser completa. El parque de las Siete Tetas adquirió en mi imaginación, pues no en otro lugar podía encontrarlo, una pátina casi mítica. Lo de siete tetas, además, me evocaba el nacimiento heroico de la más heroica y mítica de las ciudades del mundo. Una Roma desnuda y verde en Madrid, casi nada. Durante mucho tiempo emplacé en mi agenda un hueco para visitar tan sugerente lugar, buscando el momento propicio. Momentos propicios ha habido muchos, pero, por las causas que fueren —si es que el olvido puede llegar a tener una causa, que yo más bien creo que no—, en esos momentos propicios hacía cualquier cosa excepto visitar tan celebérrimo parque; celebérrimo para todos menos para mí.
Hasta el domingo pasado. El día, aunque frío, estaba hermoso, soleado como es ley que ocurra en Madrid por estas fechas. Nada más interesante se abría a mi tiempo ocioso como coger un libro y la cámara de fotos, tomar el metro —línea 1— y recorrer las galerías de la ciudad casi de cabo a rabo, hasta llegar a Portazgo, estación más cercana al Cerro del Tío Pío, que así se llama oficialmente el parque. Un nombre barojiano para un emplazamiento barojiano. Lo que allí me encontré fue también una vista eminentemente barojiana de Madrid, la más barojiana que uno puede encontrarse. Un personaje de Baroja estaría aquí como un tullido en un cuadro del último Goya: en su paisaje.
Un personaje de Baroja pero, también, los pinos, los chopos, los álamos, los mirlos, las alondras, los niños correteadores, el chico legañoso y resacoso que saca al perro, el jubilado que, chandal en ristre, sube trabajosamente las cuestas, la pareja enamorada que contempla el ocaso en la cumbre de una de las lomas. Todo eso se encuentra en el parque de las Siete Tetas en su paisaje. Mejor dicho, todo eso forma parte de él, como debe ocurrir en los parques urbanos, que estarían huérfanos, tristes y sombríos sin ese ingrediente humano que es su razón de ser.
Dicen que el Cerro del Tío Pío era antes un vertedero. El que ahora sea un luminoso parque le hace a uno recobrar la fe en la humanidad y, por tanto, en sí mismo. Porque un hombre es siempre el hombre en general, y viceversa. Ahí está el Parque de las Siete Tetas para que vayamos, para que lo disfrutemos, para que, en una tarde invernal antes de salir de juerga por la noche, miremos con amor y desafiadoramente a Madrid, como Rastignac se encaró a París desde el cementerio del Pere Lachaise en la escena final de El tío Goriot. Por una vez, tendremos a Madrid rendido a nuestros pies. ¿Quién quiere perdérselo?
***
El parque de las Siete Tetas no está muy lejos del estadio Teresa Rivero. Una vez que se sale del metro de Portazgo, la manera más rápida de llegar es a través de la calle Josefa Díaz, desde donde, una vez enfilada, pronto vemos allá al fondo una loma verde y pelada, sin un sólo árbol, redonda y suave como un bizcocho. El barrio, humilde, obrero, acogedor en una mañana soleada de domingo, envuelve a la loma, no sabemos si abrazándola o estrangulándola.
Se accede al parque a través de un caminito de ladrillo que corre al lado de la tapia del Centro de Recuperación de Minusválidos Físicos del Imserso. El caminito es en franca subida, hasta que llegamos a un rellano que a la vez es cruce de caminos, y desde donde ya se ven dos o tres lomas más de las siete que tiene el parque. Le invade a uno un entusiasmo repentino e infantil; tiene ganas de corretear como un gamo, subirse a todas las lomas de una vez, hacer ya mismo todas las fotos posibles desde todos los ángulos. La inercia le lleva a subirse, no sin trabajo, a la primera loma que encuentra, a la primera que vio. Conforme va subiendo, la vista va tomando cuerpo, y la primera panorámica de Madrid se abre ante nuestros alucinados ojos. Uno toma aire, ensancha el pecho, oxigena el cerebro y mira en torno.
A la izquierda, según miramos, está el sur, y a la derecha, lógicamente, el norte. Una fina neblina, la típica vagarosa gasa invernal, vela ligeramente el perfil de los edificios más lejanos. Sin embargo, el día es claro, y se ven nítidamente, si es que uno quiere fijarse, muchos detalles: el Museo Reina Sofía de Atocha, con sus ventanitas pequeñas y cuadradas; la cúpula de la Catedral de la Almudena, allá al fondo, como Finisterre de Madrid; los inconfundibles edificios de la plaza de España, blancos y macizos; los árboles del Retiro, que asoman tímidamente sus copas. El caserío de Madrid es plano, alargado y apiñado, y tiene un color como de hoja de árbol muerta. El abigarramiento le hace a uno considerar las millones de vidas que se retuercen, como larvas en formación, en su seno. A uno, siempre que ve una panorámica así, le entra una pena “de no saber por qué”. Quizá sea el desasosiego que produce el querer aprehender todos esos edificios que casi no se distinguen unos de otros, todas esas vidas desconocidas, y no poder ni siquiera acercarse.
Una vez tranquilizado y acostumbrado a tan colosal visión, uno se fija un poco más en el parque en donde está y al que no ha dedicado mucha atención. Uno está absorto, meditabundo, empapándose del ambiente.
—¿En qué piensas? —dice la acompañante.
—En nada. ¿Tú nunca piensas en nada?
—¡Pues no!
Allá abajo, por uno de los caminitos que corren a través de las vaguadas entre las lomas, un adolescente pasea al perro. Se cruza con una anciana que lleva de la mano a su nieta. Disfrutan de la mañana de domingo, cada uno a su manera. La niña tira de la anciana, que no puede seguir el ritmo. Un grupo de gorriones vuela a posarse sobre una de las peladas ramas de un chopo, y una nubecilla alargada y brillante, algo así como congelada, pasa rozando el blanco y tibio sol del invierno.
—Mira, aquellas tetas de allí son más altas, seguro que se ve todo mejor —dice ella, señalando hacia la derecha. En efecto, el parque, que es grande, tiene dos o tres lomas más altas que en la que, llevado de su ímpetu, uno se ha subido por primera vez. Allá vamos. Bajamos hasta una mesetilla —que es como el ágora del parque— en donde hay un monumento, varios bancos y un mirador a donde se asoma una pareja que ha salido a dar una vuelta con sus bicicletas. Ambos miran la panorámica de Madrid, sin poder quitar la vista de la anchurosa ciudad. De vez en cuando se miran y se sonríen, y luego vuelven a mirar hacia el infinito. La estampa, seamos sinceros, nos da envidia, y uno, para desquitarse, empieza a maquinar algo. Mira de soslayo a su acompañante, con quien tenía ganas de quedar desde hacía un tiempo, y se sonríe. “Me parece que es ahora o nunca”, se dice.
Unos ancianos, abrigados hasta por encima de la nariz, ataviados con guantes, gorro y abrigo de montaña, toman el sol de domingo sentados en un banco. Llevan gafas de sol, y uno no sabe si le miran a él, si miran a Madrid o, más probablemente, miran a su acompañante. Parece que llevan ahí desde primera hora de la mañana. Un matrimonio joven, entre tibias y desgastadas carantoñas, vigila a los hijos, que juegan al fútbol con el balón que, seguramente, les regaló Papá Noel. El mayor de los niños, con evidente mala uva, chuta fuerte contra su padre, que en ese momento está desprevenido. El disparo, que es una bala, va directo a la nuca del jefe de familia. El impacto es brutal, y el niño, que al principio ríe de su fechoría, va trocando su semblante en otro de susto y, al final, de tristeza y arrepentimiento. El padre se ha enfadado y ha suspendido la salida matinal. La familia se va a casa y uno se pone a considerar en lo desafortunado de algunas acciones, que arruinan un día que iba a ser feliz y que, por un sólo segundo en que no medimos las consecuencias, convierten la jornada memorable y soleada en horas de aburrimiento y reflexión.
Continuamos hacia nuestro requerido destino, que es la loma más alta del parque, y a la que subimos no sin cierto trabajo. Uno, que al principio quería mantener la compostura, no puede evitar jadear más de la cuenta cuando abraza, al fin, el Everest del parque de las Siete Tetas. La acompañante, seguramente más inteligente que el esforzado y deportista —también, a veces, vanidoso— varón que esto escribe, se ha tomado la cosa a su ritmo y, más lentamente pero sin agonías, va subiendo hacia la cumbre. Uno, ya desde arriba, la mira subir; va a su aire, con la color de la cara encendida y una leve sonrisa pintada en el rostro de modelo; va con cuidado de no resbalar en la fresca hierba, que está blanda y algo húmeda, aunque en algunas zonas presenta calvas de color ocre que afean, siquiera un poco, la inmaculada y verdísima redondez de la teta.
—Venga, vamos, vas a alucinar cuando llegues arriba.
—¡Estas botas no son para esto!
—¡No te quejes!
Uno espera a su acompañante regodeándose en el momento. No sabe si mirar de una vez la panorámica, que por aquello de que lo que se espera se disfruta con más deleite ha demorado la visión detallada, o a la acompañante, que se dirige hacia uno, con el sol a la espalda y una sonrisa inocente, mirando la ciudad. En primer plano está la Colonia de los taxistas, barrio obrero y populoso, y más allá el abigarrado caserío, que se extiende, de norte a sur y de este a oeste, hasta donde abarca la vista. Lo mejor de la panorámica está mirando hacia la derecha, esto es, hacia el norte. El perfil de la sierra de Guadarrama, con nieve en las cumbres, se dibuja sobre el cielo velazqueño. Se puede seguir con facilidad, por los rascacielos, el recorrido de la Castellana: Torre Europa, el edificio del BBVA, el antiguo Windsor —ahora en obras, será parte de El Corte Inglés—, la Torre Piccaso, blanca y alta como un tótem de marfil, las torres KIO y, ya al final, la silueta de las Cuatro Torres, que da empaque al skyline de la ciudad de Madrid. A uno le parece que la capital de España merecía tener un perfil como Dios manda, al estilo de otras grandes capitales mundiales, y la verdad es que las Cuatro Torres han contribuido a ello. Entre medias de las Cuatro Torres se cuela, desde nuestra posición, el Pirulí, que parece un OVNI posado sobre una picota.
El cielo está límpido, con una luminosidad que casi daña la vista y que hace fruncir el ceño. Uno se fija en un tren de Cercanías que está pasando por Méndez Álvaro, cuyo complejo comercial y de oficinas, con edificios modernos y acristalados, se destaca del entorno, más bien humilde. El sol espejea en uno de los edificios, y más allá, hacia el sur, el horizonte se difumina en una extraña neblina. Lo último que se ve con cierta nitidez, allende Orcasitas y Villaverde Bajo, es el Cerro de los Ángeles.
—Yo no sé tú Sebastian, pero yo me voy a sentar.
Uno llevaba esperando este momento mucho tiempo. Uno, claro es, se sienta también, pero no al instante, sino que deja pasar unos segundos que son el preludio del gran momento. A uno le parece que estas cosas se disfrutan más y salen mejor si dejamos que el tiempo siga con su compás sin interferir en él con nuestras ansias, que todo lo estropean. Uno, en suma, cree que lo mejor del amor está en los prolegómenos y no en su mero discurso, y que lo que no se tiene posee la impronta de lo imperecedero. La acompañante se sienta cruzando las piernas. Parece una mariposa blanca y juguetona.
—¡Hasta hace calor y todo! ¿No te sientas?
Con el ejercicio, la panorámica y la presencia de su acompañante, que todo lo eclipsa, uno no se había dado cuenta de que estaba sudando. En efecto, el sol, aunque invernal, pega de plano y puede decirse que hace calor. Un mirlo negro avanza dando saltitos, con cierta precaución ante nuestra presencia, hacia un cuscurro de pan que alguien dejó tirado en la hierba. Lo coge con el pico, nos mira como orgulloso de habernos quitado lo que quizá también nosotros buscábamos, y sale volando haciendo arabescos hacia una rama de un árbol cercano.
A nuestra espalda, nada más bajar la loma, está la calle Ramón Pérez de Ayala, famoso escritor. A la derecha hay otra teta más, la última, pero es más baja que en la que estamos. No merece la pena moverse. Un poco más allá, detrás de unos pinos, termina el parque y comienzan de nuevo los edificios. Uno se pone a imaginar cómo sería Madrid antes de que fuera ciudad. Según ha leído, Madrid era una campiña de abundantes y saludables aguas, con sus encinas, sus arbustos, su ganado, sus suaves colinas y sus vaguadas, por donde corrían, entre otros, el Abroñigal, ahora la M-30, el viaje de agua de la Castellana o el arroyo de San Pedro, hoy calle de Segovia. En estas ensoñaciones históricas está uno cuando se da cuenta de que su acompañante se ha tumbado en el verde. La estampa, como salida de un cuadro de Durand, es tremendamente tentadora.
—Lo que se come en estos días no tiene que ser bueno. Tengo la tripa que parece una caja de truenos —dice ella, mientra se palpa el bandujo. No sabemos si lo hace a propósito o no, pero se sube la camiseta, dejando ver el ombligo. Uno empieza a ponerse nervioso.
—Pues yo tengo hambre. ¿Y si comemos?
Abajo, un perro grande y juguetón da saltos alrededor de una niña, que va acompañada del abuelo, y la olisquea. El perro, que mueve el rabo y está muy contento, quiere jugar, pero eso la niña no lo sabe y rompe a llorar. El perro es más grande que ella y le da miedo. El abuelo intenta calmarla.
—¡Pero, hija! No llores, si sólo quiere jugar...
La niña no atiende a razones y se esconde detrás del anciano, llorando a moco tendido. Mientras, uno se decide y se tumba también, posando el oído en la tripa de su acompañante. Se escucha el funcionamiento de la maquinaria intestinal, que estos días navideños ha trabajado más de lo habitual.
—¡Cómo suena!
—Ya. Si es que me duele.
Uno cree, sinceramente, que ha llegado el momento, que la cosa no debe alargarse mucho más, bajo peligro de que se enfríe, gangrene y haya que extirpar, echándolo todo a perder. Acaricia amorosamente el liso y suave estómago de la acompañante y, como quien va a tirarse desde las alturas haciendo puenting, cierra lo ojos, se decide, y que sea lo que Dios quiera. El forcejeo es breve, la verdad es que casi ni le di tiempo a reaccionar...
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Comiendo en una cercana taberna de albañiles, donde nos sirven con extrema amabilidad una abundante, sustanciosa y económica vianda compuesta de judías con jamón y chorizo, salmón a la plancha con patatas fritas y ensalada y pudding con una pella de nata y caramelo por encima, le pregunto a mi acompañante:
—Qué, ¿ya no te duele la tripa?
—No, ya no. Ja, ja, ja...

domingo, 26 de diciembre de 2010

EL PARQUE DE LAS SIETE TETAS (O Cerro del Tío Pío)


Quisiera uno que este fuera el blog de Madrid. Pretensión excesiva y presuntuosa, pues Madrid es ciudad con magnitud y aliento suficiente para alimentar no un blog, sino cientos, miles, millones, tantos como habitantes vivimos en ella. Nos conformamos, por tanto, con que este sea un blog de Madrid, uno más entre los muchos que se ocupan, si quiera en parte o tangencialmente, de lo que podríamos llamar la "sustancia" de Madrid, esa por la que Madrid es lo que es y por lo que, en definitiva, cualquier ciudad —pues no hay, no puede haberlas, dos ciudades iguales— es lo que es. Reniega uno cada vez más de las comparaciones que se usan cuando alguien de Madrid, por ejemplo, visita Barcelona, o viceversa. En seguida, casi involuntariamente, surge la confrontación, a veces no tanto por el visitante sino por los escuchadores del relato del visitante en cuestión. Dejemos a cada ciudad con lo suyo, olvidemos si esta es peor o mejor que aquella, que las ciudades, además y aunque no lo parezca, tienen sus corazoncito y su sensibilidad, su poso de amargura cuando echamos pestes de ella y su sonrisa blanca y radiante —incluso su vanidad— cuando ponderamos sus gracias. A uno, que ama Madrid, le parece que su ciudad bella y enamorada se sonroja como una colegiala cuando hablamos a alguien de lo bonita que es de noche, de lo limpio y claro que es su cielo, de lo líricos y emocionantes que son sus atardeceres desde la Montaña de Príncipe Pío, de la sensación de expansión y sorda melancolía que siente cuando pasea la Gran Vía.
Tanto y tan bueno se ha escrito sobre Madrid que a uno casi le da vergüenza ponerse a hacer la crónica diaria, literaria, de la ciudad. Pero, ¿qué otra cosa podría hacer? ¿Qué otra cosa sino intentar compartir algo de lo que siente hacia sus calles, sus gentes, sus leyendas, sus escritores, sus amaneceres, sus incomodidades incluso? ¿Qué otra cosa sino hacer comparecer al lugar en donde vive, el escenario donde sus días, con mayor o menor fortuna, van pasando? Más bien diría uno que uno ve pasar Madrid, y no al revés. Lo que después hace intentando darle forma literaria no es más que amontonar y ordenar los materiales que la ciudad, en su infinita generosidad para con nosotros, nos ofrece día tras día. Decía Balzac que el novelista debía vivir en los pueblos porque allí podía ver más claros todos los tipos humanos (el avaro, el vanidoso, el romántico, etc.). Puede que sea cierto, pero uno ve más orden en la revuelta y zumbadora colmena de las grandes ciudades, donde todo, aunque en apariencia caótico, se ordena por sí solo, de una manera natural. Ve más orden y, por supuesto, más encanto.
La mejor frase que uno ha leído sobre Madrid proviene de la infatigable pluma de Ramón Gómez de la Serna. Dice así: "Madrid es meterse las manos en los bolsillos como nadie en el mundo". ¡Ah, que concentración de lo que es Madrid en trece palabras! ¿Cabe más Madrid, más sustancia de Madrid, que en esta confesión de lo que un madrileño de pro hace de su querida ciudad? Decir que Madrid es meterse las manos en los bolsillos como nadie en el mundo es igual que jurar amor eterno a nuestra enamorada, no con palabras explícitas de amor, que esas nadie se las cree —ni el que las dice ni el que las recibe—, sino con la manera de pedir al camarero un refresco para ella, por ejemplo. Esas cosas siempre se notan. Si usted, querido lector, nota que su pareja pide al camarero un refresco para usted como es debido, es que le quiere. No hay error posible. Porque lo piensa uno y es verdad, nada podría añadir: nadie en el mundo se mete las manos en los bolsillos como los madrileños, y quien diga lo contrario miente. Uno, después de ver a un madrileño meterse las manos en los bolsillos, duda incluso de que en otras partes del mundo tengan el atrevimiento de hacerlo.
Pero Madrid, claro, es mucho más. Ya lo contó todo Ramón, y tantos otros, de los que uno querría recoger siquiera un pequeñísimo legado y transformarlo en su visión, en su glosa, de Madrid. Ya lo ha venido haciendo últimamente y aún antes, mucho antes. Uno cree que no ha escrito de otra cosa que de Madrid. Cuando ha escrito sobre otra ciudad, lo ha echo pensando en Madrid; cuando ha escrito sobre una chica, lo ha hecho imaginándola en Madrid, con Madrid; cuando ha escrito sobre sí mismo —cosa a lo que cada vez es más remiso— lo ha hecho sintiéndose en Madrid.
Nuestra intención no es otra que ir desgranando, en la medida de nuestras posibilidades, la vida —y las consiguientes muertes— de Madrid. Hacer, o, mejor, ir haciendo, un retrato galdosiano, celiano, umbraliano, barojiano, larraniano, carreriano, de la ciudad. Incluso esporádicamente uno irá salpicando Madrid con los humildes personajes salidos de su pluma, de los que uno mismo también tomará parte, como no podría ser de otra forma.
Empezaremos —o, mejor dicho, continuaremos, porque, como hemos dicho, esto mismo ya se ha venido haciendo— con el Cerro del Tío Pío, llamado Parque de las Siete Tetas, en Vallecas, y desde donde se pueden disfrutar de las mejores vistas de la ciudad. Pero eso ya será otro día, que hoy ya es tarde y Madrid merece que se hable de ella con nuestras facultades en la mejor disposición.

jueves, 23 de diciembre de 2010

LOS ANUNCIOS DE PERFUMES

Estamos últimamentes muy anunciadores, no tenemos otra que reconocerlo. El último día hablamos sobre un anuncio -el de la novia de Madrid- y hoy hacemos lo propio. Pero que no se nos eche la culpa ni se crea que agotamos nuestro repertorio. Si así fuera, lo intentaríamos disimular de otra forma, hablando, por ejemplo, de algún tema intemporal y general: el amor, el otoño que se fue, Mourinho y Guardiola, etc. No se nos eche la culpa, repito, pues no hacemos más que seguir el implacable curso de los días, y en estos días lo que hay, sobre todo, son anuncios. Anuncios por todas partes y a todas horas. Anuncios por televisión, en internet, en el móvil, en las canchas de baloncesto, en las marquesinas de autobuses, en los edificios de la Gran Vía... Es cierto que todo el año es así, pero es ahora cuando los anuncios toman su sentido más radical. El anuncio como factoría de dinero... y de sueños. Sí, de sueños. El anuncio es una cosa lírica, mucho más que las películas que ahora se estilan y tanto como una buena novela o un poema. Los anuncios marcan el pulso de nuestra vida, y, viendo una grabación, podemos saber en qué época del año se emitió lo que estamos viendo. Hay anuncios de verano, los más frívolos, y anuncios de septiembre, los más tristes; hay anuncios que proclaman la primavera y otros que nos recuerdan la Semana Santa. Hay, sobre todo, anuncios vulgares, los de todos los días, que podríamos llamar “anuncios laborables”, entre los que de vez en cuando se cuela alguna joya. Hay, por supuesto, anuncios navideños. Y hemos de reconocer que los anunciantes guardan lo mejor de su repertorio para esta época del año, conscientes de que ahora se juegan buena parte del presupuesto y la reputación.
El anuncio es lírico. Todo, como en todo, está en la calidad del anuncio. La mayoría son malos y los hay incluso de mal gusto o que nos hacen sentir vergüenza ajena por quien ha hecho el anuncio o por los actores, que se han visto arrastrados a hacer tal esperpento y en los que incluso se puede ver el bochorno en la cara, imposible de disimular por más tomas que se hicieran. Los hay, muy pocos, que son verdaderas obras maestras, poemas de pantalla que nos cuentan pequeñísimas historias en medio minuto. En cuatro imágenes nos dicen mucho más de lo que cabe en cuatro imágenes. Esta clase superior de anuncio no abunda, pero los hay. Todos tenemos en mente alguno, ya sea actual o pasado. “¿Te acuerdas del anuncio de...?”
Hay, digamos, un gremio del anuncio en el que la proporción de pequeñas obras maestras roza la totalidad: el de perfumes. Parecería que en todo el año no se compran perfumes, pues es ahora cuando se nos vienen todos de sopetón, como un tsunami de olores imaginarios y de colores de sueño: morados, añiles, rojos pasión, dorados, blancos, magentas. La verdad es que la estructura no suele ser muy original. Normalmente hay un hombre guapo y musculado y una chica preciosa, y no hay diálogos o, si los hay -siempre dichos como entre dientes o de forma apasionada para que no se entiendan bien- son en francés o en inglés. Es usual que la cámara gire a toda velocidad en torno al modelo o los modelos, acompañada de una música que la mayoría de las veces es excelente y que, junto con el cromatismo del entorno y la belleza del cuerpo y la cara contemplados, es la base del lirismo, del impacto del anuncio. Al final, junto con el nombre y marca del perfume -dichos en un sensual francés o en un inglés poderoso- suele haber una frase certera y más o menos poética que es sabido llegará al inconsciente del espectador y que le deja como en suspenso, con la boca abierta, en estado de alucinación. Muchas veces hay una pequeña historia de amor apenas insinuada, en las que se callan u ocultan muchas más cosas de las que se enseñan. Somos nosotros los que debemos poner, imaginar, lo que falta o que creemos que falta. ¡Qué gran regalo para nuestros sentidos y nuestro cerebro, que entre el páramo de la publicidad meramente consumista y prosaica encuentran estos oasis de belleza plástica y sentimental!
Hemos de reconocer que a nosotros nos encantan estos anuncios. Son, podemos aventurarlo, lo mejor de la Navidad. Pasada ésta, no echamos en falta más que esos anuncios casi ininterrumpidos en los que salen desdeñadas princesas y hercúleos héroes. ¿Dónde quedan después esas músicas inencontrables, esos torbellinos de sedas y terciopelos, esos labios encendidos en pasión frutal, esos rostros de nácar donde estampar el beso definitivo? Nada, ya hay que esperar, con todo nuestro pesar, al diciembre siguiente. La época festiva del anuncio se termina, y vuelven los de fascículos, enemas intestinales y seguros de coches. O sea, adiós al raudal de poesía televisiva.
Es en cierto modo natural que la creatividad publicitaria haya encontrado su máximo exponente en los anuncios de perfumes. Todos sabemos que el olfato es el sentido, junto al oído, que más cosas nos evoca. Es el sentido más lírico, el que con más facilidad nos retrotrae a épocas pasadas, a momentos eternos, a días en los que nuestro yo más profundo se queda algo así como envarado en las misteriosas aguas del recuerdo no recordado. Ahora, además, los anunciantes envuelven ese olor -que no conocemos- en bellas imágenes y sugerentes melodías, para nuestro gozo y disfrute. También para que compremos, claro, pero así hasta da gusto comprar.
Sí, hemos de reconocerlo. A veces, en esta época del año, en tardes excesivamente quietas y melancólicas, cuando la lluvia percute en la ventana y en nuestra alma; cuando, allá afuera, la oscuridad se espesa irremisiblemente; cuando nadie nos llama ni tenemos con quién hablar, encendemos la tele con la esperanza no der ver algo interesante, un programa, una serie, una película, un partido de baloncesto. Nada de eso. Lo que queremos ver, sentir, soñar, es un anuncio. Un buen anuncio de perfume.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

...

El día estaba agotado pero, antes de irse a dormir, aún buscaba algo que le diera sentido...

No ha dejado de llover en todo el día. Sigue haciéndolo. Se escucha el repiqueteo de la lluvia contra el cristal. Es uno de los sonidos más intraquilizadores que existen, sólo comparable al de un niño llorando en un lugar público. El día, un día de absoluta soledad, ha avanzado gris, lento y doloroso. Llevaba mucho tiempo sin desazonarme por un día así. La soledad ha sido en los últimos tiempos una bendición más que un sufrimiento. Lo que más podía desear era toda una tarde por delante para leer bajo una luz pálida y amarilla y con la ventana cerrada a cal y canto. Ha sido un otoño disfrutado en su tranquilidad, en su sosiego. Hoy podría haber sido una de esas tardes, pero no. He leído un rato pero he sido incapaz de seguir, y eso que el libro -Nuevas andanzas y desventuras del Lazarillo de Tormes, de Cela- me está gustando. Pero he tenido que levantarme, mirar por la ventana y, ya que no por la calle, pues llovía, dar una vuelta por la casa, donde no había nadie, y que era un concierto de húmedos crujidos. La hora de la cena estaba lejos aún y en torno mía se ha abierto un hueco tan inmenso que sólo el final de esta jornada podrá cerrar. Lo peor es que me he sorprendido en el Facebook esperando a que llegara alguien con quien hablar. Luego he querido escribir algo, no sabía qué. ¡Qué horror! ¿Qué ha sido hoy? Nada, no ha sido nada. Ni siquiera esto que estoy escribiendo es algo. Un mirlo y un jardín imaginados, algún vídeo de baloncesto que he visto en internet, es lo único que ha sido algo hoy. Eso, y que la chica de la tahona me ha preguntado si sigo siendo pobre. Al principio no sabía a qué se refería, luego me he dado cuenta de que se refería a la lotería. Es la primera pregunta un poco personal que me hace en todo este tiempo, desde que compro en su tahona. No, pensándolo mejor no es una pregunta nada personal. Todo el mundo pregunta lo mismo el día de la lotería, qué coño. Pero sí que es necesario que, para preguntarlo, el interlocutor se haya inmiscuido, aunque sea un poco, en la rutina del que pregunta. También he estado releyendo partes del diario de años anteriores, y me he dado cuenta de que estos días anteriores a Nochebuena siempre son tristes y grises. Parece claro que hay épocas, días, más propicios para nosotros que otros, y que en general el esquema, la trayectoria, se cumple año a año. Es cierto. Tirando de archivo, parece claro que después del 19 de diciembre y hasta el 25 o 26 hay unos días de depresión general en mi mente y organismo. Léase, si no, lo que escribí en el diario hace exactamente un año:

"Todo esto es muy triste. Anochece en el día más corto del año, el cielo está nublado y la nieve sigue arropando los parques de la ciudad. Estoy sin ganas de leer, mejor dicho sin el sosiego necesario para leer, viendo un partido amistoso del Barça en no sé dónde. Fuera hace un frío horrible que se siente a través de la ventana, lo cual elimina la posibilidad de un paseo tranquilizador. El aburrimiento es mortal. Lo de “mortal” no es una exageración, ni una palabra de cara a la galería, ni una frase hecha. El aburrimiento, más que otra cosa, puede matar, de hecho mata más de lo que imaginamos. El aburrimiento es la primera causa de muerte en el mundo."

Será la entrada del invierno, que el cambio de estación produce chirridos en el planeta, en el devenir de las cosas, que nos afectan, yo qué sé. Habrá que pasar estos días, pues, y esperar a que lleguen otros mejores. Empezando por mañana.

martes, 21 de diciembre de 2010

LA NOVIA DE MADRID

Sí, ya sabemos que ayer ya escribimos sobre novias -sobre novias de autobús, se recordará- y que hacerlo de nuevo hoy es una redundancia en la que el pretenso escritor debe intentar no caer so peligro de agotar los temas, que es lo mismo que agotarse a sí mismo. Somos conscientes de ello y prometemos que teníamos pensado escribir de otras cosas, de las cosas de Madrid o de las de uno, que es de lo poco que uno sabe escribir. No sabemos si nuestras cosas -las cosas que le interesan a uno- son muchas o pocas, buenas o malas, interesantes o tediosas; de lo que sí estamos seguros es que, a día de hoy, más nos vale escribir sobre aquello que sentimos como un íntimo temblor, sobre aquello que, a lo mejor insospechadamente, nos toca la fibra, que entonces y sólo entonces empieza a vibrar. Esa vibración es el combustible que pone en marcha la escritura más o menos literaria, y de ese reducto, de ese jardín florido, no quisiéramos salir nunca. Ah, las novias (¿Hay algún tema más inagotable que este?); la novia que tenemos y la que no; la novia que quisiéramos tener y sabemos que nunca tendremos o la que, por el contrario, albergamos alguna esperanza, a lo mejor infundada, de poseer; luego -y de ellas habla esta prosa- están las novias comunes, las “novias de España” que se decía antes, que siempre son famosas, claro está. Antes eran cantantes de copla y actrices, ahora la cosa va por otros derroteros. Pero la novia común sigue existiendo, y si no de la novia de España, que eso ya en estos reinos de Taifas ya no se lo traga nadie, sí quisiéramos hablar de la nueva y flamante novia de Madrid.
La nueva novia de Madrid es rusa, se llama Irina Shayk, tiene 24 años, es modelo y es conocida por ser, además, la novia de Cristiano Ronaldo. La podemos ver allá donde vayamos en esta ciudad y, aunque no nos hemos hemos asomado últimamente por otros lugares de España, sospechamos que su presencia allende Madrid es tan abundante y abrumadora como en la capital. Cada dos pasos nos la encontramos en las marquesinas de autobuses, que es su lugar preferido, como los campanarios de las iglesias lo son de las cigüenas para hacer sus nidos. Anuncia ropa interior de la marca Intimissimi, o mejor sería decir que anuncia la marca en sí, que es de ropa interior. Poco importa, porque la estampa es colosal. Irina luce un conjunto rojo pasión, creemos que de encaje, y está apoyada, entre voluptuosa, fatigada y desdeñosa, en una pared blanquísima, como la camiseta del equipo de su novio. Tiene la boca -una boca gorda y hermosa- entreabierta, y los ojos azulísimos miran al espectador con una desafiadora actitud que a más de uno hará palidecer. Sobre el blanco brillante de la pared resalta su piel como un sol atardecido, una piel bronceada que parece mentira pueda venir de tierras rusas. El pelo, castaño y suelto, casi podemos olerlo. Huele a bizcochos y a fruta, que diría aquel. De sus curvas, de su vientre suave, de sus hombros airosos, de su pecho apenas escondido bajo el sujetador, mejor será no decir nada, tal perturbación nos provoca. El Photoshop no se nota por ninguna parte, y además creemos -aún a sabiendas de que ha sido utilizado- que tal herramienta afea más que mejora a esta criatura. Uno cree, o sospecha, que Irina está mejor al natural, nada más levantarse por ejemplo, que adobada con los falsos brillos del ordenador.
Irina Shayk es tema de conversación en los cenáculos masculinos. Ha causado sensación. Allá donde uno va escucha la cantinela de: “¿habéis visto el anuncio de Intimissimi?” (Generalmente el nombre de la marca es pronunciado de formas varias y pintorescas.) Es, oficialmente, la nueva novia de Madrid, y por pleno derecho. Simplemente, no se puede pasar por su lado sin mirarla. Pero sólo un momento. Podría pensarse que, por ser una fotografía, no nos daría vergüenza, no apartaríamos la mirada. No es el caso. Tampoco a ella podemos aguantarla la mirada mucho tiempo. Es demasiado.
Uno se pregunta a menudo cómo será la convivencia diaria de estas parejas tan famosas, tan guapas, tan perfectas. Uno se pregunta, sobre todo, qué se sentirá siendo el novio de la novia de Madrid. No sabemos si regirán entre ellos las mismas reglas tácitas o explícitamente convenidas que en las parejas comunes. Es un mundo tan inaprensible y lejano que sólo podemos imaginar, como sólo podemos imaginar, con gran esfuerzo para nuestro estrecho cerebro, los eventos del cosmos. Y aunque no podemos saber lo que es realmente esa pareja, sí podemos saber lo que no es. Igual ocurre con el universo: ignoramos realmente lo que es una estrella o un púlsar, pero de lo que estamos seguros es de que no pueden albergar vida, por ejemplo. De igual modo, sabemos que Irina y Cristiano nunca podrán disfrutar de un paseo tranquilo al atardecer por la plaza de Oriente. Ya es paradójico y tremedamente injusto que la novia de Madrid no pueda andar tranquilamente por los lugares más emblemáticos de su ciudad. Pero la vida es así, y al Rey tampoco le veremos haciendo la compra en El Corte Inglés, la empresa por antonomasia del país en el que reina.
Uno está por asegurar que Irina Shayk es la mejor novia que Madrid ha tenido últimamente. Es, a uno se lo parece, la más guapa de todas. No sabemos lo que durará, suponemos que lo que se tarde en quitar el anuncio, o sea, después de las Navidades. Será una gran pérdida, y ni siquiera es seguro que Madrid tenga en seguida otra novia. Las ciudades, entonces, son como las personas, tienen sus mismos mecanismos internos, sentimentales. Eso ya lo sabíamos, pero cosas como esta nos ayudan a refrescar la memoria.
Irina Shayk, la novia de Madrid, nos provoca, y esto no podemos esconderlo, una honda tristeza, como nos la provoca toda belleza femenina excesiva. ¿Puede ser la belleza excesiva? Sí, puede serlo, y ahí está el drama, el gran drama del ser humano, la melancolía de las melancolías. Uno cree que, para ciertas naturalezas, la belleza femenina es algo con lo que no se puede convivir. Es difícil convivir con Irina, pero será aún peor cuando nos deje. Descansaremos, sí, pero entonces, a falta de su portensosa imagen repetida casi infinitamente por las calles de Madrid, sólo podremos preguntarnos: “¿cómo será Irina, la ex novia de nuestra ciudad, nada más levantarse?”
Habrá que preguntarle a Cristiano.

lunes, 20 de diciembre de 2010

ELEGÍA DE LA NOVIA DE AUTOBÚS

Desde hace poco más o menos dos meses he tomado la costumbre de ir andando a mi trabajo. El balance es, se mire por donde se mire, tremendamente positivo. Antes cogía el metro, y paseo hasta la estación, esperas en andenes y transbordo incluido, el trayecto no duraba nunca menos de media hora. Lo normal, 35 minutos, a veces más, la mayoría, a veces menos, si todo iba rodado. Con las lentejas y la tortilla de patata deglutidas en la comida como único combustible nunca tardo más de 40 minutos y, a veces, si estoy especialmente inspirado, 37 o 38. La diferencia de tiempo con respecto al transporte público es tan escasa y los réditos que me proporciona esta saludable costumbre tan evidentes que estoy por decir que ha sido una de las mejores decisiones de mi vida, al menos en los últimos tiempos. Es más barato, desde luego, pero sobre todo llega uno al trabajo con otra cara, repleto de energía, cuando antes, tras haber forcejeado titánicamente en las angostas galerías del metro, empezaba a trabajar ya jadeante y derrotado. Me parece una conclusión empírica el que uno, simplemente, sonríe más desde que va andando a trabajar. Y uno, claro, está más guapo.
El que no crea esto que digo que haga la prueba, siempre que sea posible. Entre las características primordiales de esta nuestra sociedad está el tener que elegir entre dos medios de transporte: público o privado; metro y autobuses o coche. No hay más. Lo que la mayoría de la gente no sabe es que andar es público y privado a la vez. Contiene lo mejor de cada repertorio y no tiene nada de lo malo de cada uno, salvo para los rematadamente vagos. No hay mejor manera de entreverarse con la gente y, a la vez, es un formidable reducto para el alma. Por no hablar de los beneficios para la salud, de la que nos acordamos sólo cuando nos conviene. Sí, es cierto, ya sé lo que estará pensando más de uno: no habrá oportunidad de encontrarnos con esos ojos bellos y cansados que, de vez en vez, la fortuna se complace es ponernos en el camino en un vagón de metro o en el asiento de enfrente de un autobús de la EMT. Pero me parece que tal sacrificio merece la pena, aunque sea con el más grande del dolor de nuestros corazones. Decimos adiós a la muchacha soñada y soñadora del transporte público, a esa novia de nuestros pensamientos que jamás decepcionará a nuestro ingenuo y, todavía, sutil sentimiento. Se acabaron las amantes eternas de un día, que a fuerza de breves y evanescentes son para siempre. Son, añadiría, las únicas que son para siempre. Ahora, con esta renuncia voluntaria al transporte público, “la novia de autobús” -que así podríamos bautizarla- adquiere una pátina casi mítica. Conseguimos, así, que todas las novias de autobús que cada uno se haya ido encontrando según su fortuna se fundan en una sola y formen, con ese conglomerado amatorio, la deidad del amor pasajero.
Hacemos, con esta renuncia, una renuncia de la renuncia. Porque la esencia, la cualidad básica de la novia de autobús es precisamente eso: que estamos obligados a renunciar a ella. En el momento que intentemos hablarla, que traspasemos el umbral de la mirada inquisitiva y encendida, la novia de autobús se convertirá en otra cosa. Se convertirá en una pieza más del catálogo de los amores frustrados, de los que estamos ya tan saturados. No queremos, no queremos cometer tal aberración. Que la novia de autobús se quede como está. Renunciar es la clave. Y con esta renuncia de la renucia aspiramos a llegar al amor puro, como lo quería Rilke. El amor no contaminado por nuestras pasiones, por el desgaste del día a día; el amor no encerrado en la calleja sin salida del darlo todo y esperar algo a cambio.
Adiós, novia de autobús. Antes, cada cierto tiempo según fuera la racha, te encontraba. Te encontraba y te deseaba, pero no hacía ademán de ir a por ti. ¿Para qué, si se iba a estropear? Ahora, ni eso, porque voy andando a trabajar y tú no pasas por donde yo; tú sigues en tu autobús, y yo te imagino allí, apoyada la cabeza en el cristal de la ventana o agarrada de la barra, sin mi presencia, siendo asaeteda por la mirada de otro que no soy yo. Es mejor así. Renunciar a nuestras renuncias, a las que tan duro y tan grato nos es renunciar, nos coloca en un casi mitológico cielo del sentimiento, en unos ángeles no manchados por la hostilidad del mundo. ¿Será que, por ventura, aprender a renunciar es aprender a vivir?
PD: Hay muchas novias de autobús, pero Eve sólo hay una. Sabes que te quiero.

viernes, 17 de diciembre de 2010

FRAGMENTO DEL DIARIO

"Es increíble. Le cambian a uno el sitio y parece que su cerebro se seca. Esta mañana me he ido a sentar en mi mesa de siempre, en mi tranquila mesa de siempre donde nunca se sienta nadie, a excepción de la paciente, guapa y ojerosa -¡qué encanto tienen las ojeras en una chica guapa!- muchacha que da clase de Lengua al chico con síndrome de Down y a quien algún día me decidiré a hablar, y estaba ocupada. Había unos chicos estudiando, llenando la mesa de sus apuntes y libros de texto, y no había hueco para mí ni para mi ordenador. Y me he enfadado porque no es una mesa de estudio, como reza el cartel bien visible colocado en su centro, con letra grande y clara: “ATENCIÓN: Mesa reservada, exclusivamente, para la consulta de libros y el uso de ordenadores portátiles”. Justo lo que hace uno cada día en su afán por no contravenir las reglas de la biblioteca: escribir con su portátil y leer fragmentos de algún libro que coge como si fuera fruta. Pero aquí nadie cumple las reglas, todo el mundo habla -sobre todo los propios bibliotecarios-, a todo el mundo le suena el móvil, que debería estar apagado o, cuando menos, sin volumen, y nadie se sienta donde debe. Incluso hay días que una madre insensata, que no viene a otra cosa sino a navegar por internet, trae en el carro a su niño, que no para de llorar. Lo siento, pero los niños pequeños deberían estar prohibidos en las bibliotecas, aún más que los móviles. A la entrada debería haber un cartel prohibitivo como los que ponen en los bares refiriéndose a los perros. ¿Es esto crueldad o falta de sensibilidad? ¡Dios sabe que no! Hay lugares para cada persona y personas para ciertos lugares, y si queremos el mayor orden posible en los universos los niños no deberían poder entrar en las bibliotecas. No ayudemos aún más a la entropía a hilvanar su constante, lenta, segura y fatal acción sobre el cosmos. Sé que no es culpa del niño, por supuesto. Es fácil echar la culpa al empedrado, lo sé, pero sostengo que no es sencillo escribir rodeado de viejos. Rodeado de jóvenes es muy fácil e incluso grato escribir, inspirador diría yo. No hace falta que sea una chica guapa, ni siquiera que sea una chica. Con que sea joven, aunque fuera ruidoso, basta para activar los frescos y esperanzadores mecanismos de la escritura, y estos viejos con los que me he visto obligado a juntarme, tran tremendamente parados y pensativos leyendo sus periódicos aunque en realidad no piensen en nada, con esa calma tan siniestra que, si pensamos un poco en ella, nos cala los huesos con un miedo -parece que a la muerte- que sólo se puede superar saliendo de allí y yendo al gimnasio, a vigorizarse uno en su juventud. Escribir rodeado de viejos, como yo lo he intentado esta mañana, es como tirarse de cabeza un agujero negro y deslizarse a una velocidad creciente hacia el espectro negro de la muerte. Sé que entre los viejos de la biblioteca habrá algún viejo/joven que nada tenga que ver con lo que estoy diciendo, pero yo sé que la mayoría pertenece a otro mundo que no es el mío y con el que siento reparo, y casi diría que pavor, juntarme, mezclarme, sublimarme. Creo que hoy me he ido a tiempo antes de que me atraparan con sus garras olorosas a naftalina -que es a lo que huelen los viejos de la biblioteca-, pero me temo que si el próximo día mi mesa está de nuevo ocupada por esos idiotas que estudiaban, o por otros, que de eso el mundo está sobrado, no me quedará otro remedio que salir y, o bien ir más pronto al gimnasio, donde no hay viejos, o perderme por las calles del barrio o ir a La Vaguada a mirar ropa y libros nuevos, que hace mucho que no compro. ¿Por qué un libro viejo es tan joven, más que un libro nuevo, y los viejos, salvo raras excepciones, no parecen jóvenes ni por un sólo segundo por más que alguno se empeñe? Gracias a Dios que es así, pues si lograran engañarnos, estaríamos perdidos. Mi carne prieta y lisa, mis duros músculos y, sobre todo, ese algo que se me mueve dentro del cuerpo, ese afán de vida indefinido aún no concretado en nada, porque esa es la esencia de la juventud: no concretar sus energías en nada determinado y dejarse llevar por las luces del todo; esa mi juventud, digo, no puede, no puede, escribir rodeada de viejos. Se le seca a uno el cerebro, repito. ¡Qué falso es eso de que todos los viejos son sabios! Si lo fueran, uno cree que no andarían sacándose los mocos en público o hablando a voz en grito entre ellos en una biblioteca. No es una invectiva contra los viejos, no. Les tengo mucho respeto. Pero no puedo escribir rodeado de ellos."

jueves, 16 de diciembre de 2010

LA ALEGRÍA DE ANDAR

Caminante no hay camino, se hace camino al andar
(Antonio Machado)
Al llegar a la meta de tus deseos, siempre echarás algo en falta: tu camino hacia la meta.
(Baronesa Marie von Ebner-Eschenbach)
Hay un espacio infinito que no conocemos hasta que nos ponemos en marcha.
(Mauricio Wiesenthal)
No todo es lo que parece, aunque cada uno de nosotros es lo que es y también, nos pongamos como nos pongamos, lo que parecemos. En nosotros habita el que somos realmente, el que creemos ser y el que ven los demás, y luego el que nosotros creemos que ven los demás, que puede ser -la mayoría de las veces, sin duda, lo es- muy diferente e incluso opuesto al que realmente ven los que nos rodean. En realidad esto es mucho más complejo, pues si rizáramos el rizo de la filosofía de andar por casa, llegaríamos a la conclusión de que somos cientos o miles de versiones diferentes, la de cada una de las personas que conocemos o nos han visto a lo largo de nuestra vida y el que creemos ser a cada momento, a cada segundo, a cada nanosegundo, y así hasta la última atomización del tiempo, aunque los científicos piensan que no existe tal atomización y que el tiempo, simplemente, fluye, como lo quieren los taoístas; no hay, pues gránulos de tiempo, unidades mínimas, con lo que, si hacemos caso a esta aseveración -de la que no debemos dudar- tenemos que cada uno de nosotros tiene infinitas imágenes de sí mismo. Una versión sui generis de la tan clásica dimensión infinita del hombre.
No todo es lo que parece, sin duda, y este lugar común -del que uno abomina, como de todos los lugares comunes- me sirve, aunque sólo sea por una vez, para comenzar mi escrito del día. Y viene a cuento de los compañeros de gimnasio que uno se ha ido encontrando a lo largo de los últimos años y que han conformado un grupo de lo más variopinto y, sobre todo, alejado de los presupuestos estéticos y morales de la musculación, disciplina que sigue estando bajo sospecha de tontuna por no pocas mentes, algunas supuestamente preclaras, otras más humildes, y que, con ese prejuicio absurdo, se declaran como completamente obtusas y alejadas de ese principio clásico de anima sana in corpore sano que viene de nuestros queridos griegos. La larga, enraizada y malinterpretada tradición cristiana ha hecho mucho daño al cuerpo humano, que durante siglos se ha visto como un estorbo al que el espíritu, lo verdaderamente valioso del hombre, debía despreciar y, si se pudiera, incluso maltratar con castigos varios.
Este engrama cerebral sigue teniendo su efecto y actualidad y no seré yo el que lo discuta en su elementalidad. Efectivamente, no voy a ser tan tonto en reconocer que el ser humano es extraordinario por su cerebro y no por sus virtudes atléticas, y que sólo el hombre más inteligente, y no el más fuerte, puede alcanzar el rango de sublime. Porque ya dijo el clásico que por mucho que hiciera gimnasia nunca iba a ser más fuerte que el toro, por lo que debía buscar otros modos de vencerle que, como no podía ser menos, estaban en su cabeza. Esto es así, pero uno quería hacer una pequeña reivindicación de esto de las pesas, sobre todo por lo que de disciplina individual tiene y por la constancia y determinación que exige -aunque sea a nivel amateur- para alcanzar los propósitos que uno, en los límites que su genética le haya impuesto, desee alcanzar.
El grupo con el que uno se ejercita, todos los lunes, miércoles y viernes, en el nunca bien ponderado arte de la musculación está constituido por un estudiante de Filosofía y amante de las Humanidades, una licenciada en Historia del Arte, lectora de clásicos y experta en cine, un literato -el que esto escribe- y dos italianos, abogados, estudiantes de Teología y, además, jesuitas, de los que uno de ellos lleva una década dedicándole al cuerpo su cuota de protagonismo. Narciso, que así se llama, entrena con perseverancia, gusto y calidad pese a sus problemas crónicos de espalda y es fiel defensor de la unidad del hombre, esto es, la no diferenciación extrema entre cuerpo y alma.
No deja de ser asombroso en un católico, jesuita que, además, va para Diácono, pero así es. Asombroso, sí, pero también profundamente esperanzador. A uno se le quitan buena parte de sus inseguridades con respecto a su aparentemente inconciliable vida deportiva e intelectual, con lo que se demuestra, además, que uno ha estado también imbuido de esa tradición tan española y tan católica que desprecia el cuerpo y -sólo a veces- ensalza el alma.
Entre otros temas más vanales y apegados a la tierra -pues hay tiempo para todo- solemos hablar de libros y filosofía. Narciso me recomendó hace no mucho un libro, La sabiduría del peregrino, de Anselm Grün, que tuve la ocasión de leer y que no me dejó indiferente. Aprendí muchas cosas, me confirmé en las que ya sospechaba y había sentido en mis carnes con mi propia experiencia y, sobre todo, y de eso se trata la verdadera literatura, tanto la que se lee como la que uno escribe, aprendí mucho sobre mí mismo. La alegría de andar, parafraseando el título de una novela de César González-Ruano. El mero hecho de caminar como metáfora de la vida, oración -no tiene por qué ser en el estricto sentido religioso- y encuentro con uno mismo. Ya dijo Nietzsche que no se debía dar crédito a cualquier pensamiento en el que no hubieran participado, como en una fiesta del hombre completo, todos los músculos del cuerpo. Esto es, no debía prestarse atención a otros que a los pensamientos caminados. En la antigua Grecia, Platón explicaba su filosofía a los alumnos dando vueltas a la plaza de Atenas, y no en un aula estática, amarga y agostadora. Caminar es pensar, recitar, orar, recordar, pero también y sobre todo mirar lo que tenemos delante sin más preocupación que dar cada paso; caminar es, en suma, vivir. En estados de tristeza y desasosiego, el simple hecho de salir de casa y poner un pie delante del otro es garantía de inicio de curación de nuestras tribulaciones. Caminar, además, mejora la memoria y agiliza la mente. El que camina habitualmente piensa más rápido. Todos los escritores de la Generación del 98 eran grandes paseantes, y me atrevo a asegurar que todo pretenso escritor debe ser un gran paseante. El hombre es un animal que no evolucionó siendo sedentario, sino nómada. Sus músculos, su anatomía, su fisiología, está pensada para andar, para andar grandes distancias. Así ha colonizado el mundo entero, y así ha crecido, así crecemos todos desde la infancia: moviéndonos.
Pero dejemos que sea nuestro amigo Narciso el que nos resuma tan interesante y enriquecedor libro, tanto para los que andamos como para los que no. Lo que sigue es un artículo aparecido en la revista Sal Terrae y que, con la debida autorización de nuestro compañero, me permito reproducir aquí:
Anselm Grün es un sacerdote benedictino alemán que, desde hace casi treinta años, concilia la ocupación de administrador de la abadía de Münsterschwarzach con la dirección espiritual, cursos de espiritualidad y a pesar de esto, tiene una fecundidad literaria impresionante. Desde 1976 ha publicado casi 200 libros sobre temas de espiritualidad. El texto es un verdadero concentrado de sabiduría para peregrinos. Simple y fácil de leer, el texto presenta una especie de obertura que, con trazos rápidos e incisivos, describe el sentido espiritual de la peregrinación (p. 11-23). El autor a partir de la experiencia antropológica ancestral del ponerse en marcha, para buscar el sentido de la vida, cambia poco a poco el enfoque pasando desde la experiencia del andar a la del vivir. Saber cómo ponerse en movimiento, hacer el camino y llegar a la meta en última instancia, es ser sabios, hombres que han aprendido a salir de sus propias seguridades para dejar espacio a la vida a los demás, a la naturaleza y a Dios. Ser peregrino significa exponerse a la intemperie, a la incertidumbre, ayuda a confiar en el futuro y en los otros. Llegar a la anhelada meta para descubrir que la única meta realmente querida es volver al principio, parafraseando Efesios 3,20, “el cielo es nuestra casa”.
Después de una larga introducción, en siete capítulos, el autor acompaña al lector en las etapas fundamentales de la peregrinación. Los capítulos siguen un “esquema” común, una cita inicial, y luego jugando hábilmente con la etimología de las palabras clave, se abre una reflexión a la vez antropológica, filosófica y existencial, que se cumple con la referencia explícita a la referencia de Jesús Cristo. Después de haber hablado del sentido del partir (cap. 1), caminar (cap. 2), indicadores en el camino (cap. 3), el Albergue (cap. 4), el quinto capítulo va al meollo de la cuestión. Una peregrinación no ha logrado su propósito si no genera una metanoia, una conversión del corazón, cambio de horizonte, permanente abertura a la novedad. Aprender a caminar con confianza puede ayudar a encontrar el coraje de dar marcha atrás, dejando los caminos equivocados que estábamos haciendo. En el último capítulo está la referencia de seguir a Cristo, único camino seguro, única luz verdadera. El autor, con un estilo coloquial y parecido a una conversación espiritual bien llevada, acompaña al lector a confrontarse seriamente con la figura de Jesús.
Al llegar al epílogo del camino y de la lectura, el autor compara el peregrinar al renacer, el camino de Santiago en la Edad Media duraba nueve meses. El camino tendría que llevar al peregrino a entrar en la gran procesión que conduce a la ciudad de Dios y a la unión íntima con Él (p. 93).
El texto, jugando con diferentes niveles de comunicación y profundidad, puede ayudar al peregrino ocasional, creyente o no, a encontrar un sentido espiritual a su caminar.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

BIG BANG

El primer amor, la primera vez, el primer día de colegio, nuestro primer coche... el primer recuerdo. En la vida las cosas que quedan de verdad son las que coquetean con los albores de los sucesos, lo relacionado con el inminente conocimiento de los desconocido. Lo único que de verdad tiene encanto son los primeros momentos, esa efervescencia de las cosas que nos llena de fantasía exaltada, porque todo lo nuevo que aún no poseemos del todo y que en realidad no sabemos lo que es, aquello largamente buscado por nuestra naturaleza más profunda, lleva en sí el sello de la pureza y la fascinación infantil. Y esto ocurre con todas las cosas, porque después luego todo se estropea, se enfría, se enrarece, se aleja...
El primer recuerdo. Nuestro Big Bang. ¿Qué hay antes? Nos atreveríamos a decir que no hay nada, aun sabiendo que lo hay. Es un horizonte negro fuera del universo observable de las cosas de nuestro mundo, allá donde la velocidad de nuestro pensamiento no puede llegar, porque las cosas situadas detrás de esa línea, simplemente, son cosas todavía no hechas materia, átomos de vida no apelmazados con otros átomos para crear momentos recordables. En el momento en que nuestro cerebro es capaz de crear un recuerdo que quedará para el resto de nuestra vida, puede decirse que nos hemos hecho hombres. Antes, sólo somos un pedazo de carne tierno y sonriente, curioso y llorón. Cuando el primer recuerdo nace es como si todo ese nuestro caudal recordatorio -que después nos hará como personas- alcanzara el punto máximo de presión y temperatura y, simplemente, explotase.
Desconocemos las causas de que nuestro primer recuerdo sea precisamente el que recordamos y no otro, igual que, refiriéndonos al Big Bang, no sabemos quién puso en el no-espacio ese conglomerado primordial de materia que conforma todo lo que conocemos. Es posible que estas preguntas tengan una respuesta decepcionante o, simplemente, inexistente. Porque no es posible explicar las cosas que no son, y antes del Big Bang, antes del primer recuerdo, nada es. El buscar las razones de que nuestro primer recuerdo sea el que es carece de importancia; simplemente, es, y fuera de eso todo esfuerzo es ocioso. El primer recuerdo parece formarse espontáneamente en el momento en que empezamos a ser nosotros, o más exactamente, empezamos a ser nosotros en el momento en que empezamos a recordar. Es el punto de maduración de nuestra mismidad proyectiva, esencia del ser humano.
Merece la pena detenerse unos instantes e intentar rememorar ese nuestro primer recuerdo, que suele crearse al año y medio o dos años, según cada uno. Ayer hablaba con un amigo de esto y su primer recuerdo era de su tío subiéndole a hombros en la plaza de su pueblo. Le pregunté si tenía en mente un sólo fotograma o una secuencia completa, y me contestó que ni una cosa ni otra, sino varias diapositivas sueltas. Ya tienes más que yo, le dije.
Es el invierno de 1984, y yo soy un mico de algo más de un año. Estoy entrando, a gatas, en la que era y sigue siendo mi habitación, si bien hoy de aquel mobiliario no queda nada. Una luz atardecida, muriente, entra por la ventana y baña el cuarto con una excelsa decadencia, con una música de silencio, con una radiación de fondo apenas escuchada por lo más íntimo. Voy deprisa, como ansioso por coger algo, o como si alguien me llamara. Creo que sé qué es lo que quiero. Al fondo, apoyado en la pared, me sonríe mi elefante azul de peluche, aquel elefante, más grande que yo, de ojos brillantes y vientre blanco cuyas orejas podrían taparme la cara. La sonrisa del elefante es tan franca que nunca jamás he vuelto a ver una sonrisa igual, ni siquiera en un ser de mi especie. El dorado del sol apenas le acaricia la cara, y mi elefante me mira, me mira...
Un elefante de peluche azul y sonriente mientras cruzo a gatas el umbral de la puerta de mi habitación. Creo que no es un mal primer recuerdo. Podría ser mejor, bien es cierto, pero en cualquier caso es el que es y de nada valdría lamentarse. No es el caso. Estoy muy contento de mi primer recuerdo y lo guardo, desde hace 26 años, como oro en paño. Es una imagen hermosa, alejada de cualquier tipo de fatalidad, y puede que simbólica: no deja de ser curioso que mi primer recuerdo, el primer ladrillo de mi memoria, sea de un elefante, el animal más memorioso del mundo. ¿Han tenido los elefantes repercusión en mi vida? Quizá eso, que, como ellos, tengo muy buena memoria.Yo no nací el 3 de enero de 1983, sino aquella lánguida tarde de finales de 1984, yendo en pos de mi elefante azul. Y si me concentro, incluso me parece escuchar el sonido de mis manitas y mis blandas rodillas contactando con el suelo y, a mi espalda, la voz de mi padre llamándome por mi nombre, del que aún ni siquiera tengo conciencia.

martes, 14 de diciembre de 2010

DEFENSA FORZADA DE LA NAVIDAD

Hagamos un poco de madrileñismo navideño y sacudámonos, en la medida de lo posible, estos desasosiegos que estas fechas nos producen por su multitud de variantes agostadoras y execrables. A fuerza de tópicos, la Navidad es época de paz, amor y familia, tiempo dorado del alma humana en que ofrecer lo mejor de uno mismo en beneficio de los demás, miríadas de luces ciudadanas e interiores que nos ponen en el pedestal de lo mejor de la vida. En el reverso, la Navidad es lo más deleznable del año, tanto por su cursilería intrínseca como por el brutal gasto a que nos obliga, y recalquemos el “nos obliga” porque nadie debe olvidar que existen las pagas extras de Navidad. La Navidad es, además, fuente de dolores para la viuda y el huérfano, para el solitario y el desarraigado, para el pobre muchacho romántico a quien la novia dejó en las vísperas de la Nochebuena. Sí, la Navidad, se quiera lo que se quiera, es una época para pasar en compañía, y esta es su gracia y su tiniebla, su esencia inamovible, su miel y su acíbar.
Todo ello es más o menos real según para cada uno; unos la aman por su cara, digamos, amable; otros la desprecian por esa misma cara amable envuelta en los harapos de la cursilería; otros reconocen sin más agobios ni entusiasmos sus pros y sus contras, son los más objetivos y equilibrados; otros querrían gustarla, pero por diversas desgracias no pueden, y otros, en fin, entre los que se encuentra uno, ven su gracia y su misterio en lo que la Navidad tiene de falso y auténtico.
Podría decirse que contamos nuestra vida no por años ni por veranos ni por cumpleaños, sino por Navidades. No nos damos cuenta de lo rápido que ha pasado el tiempo hasta que llegamos a diciembre. “Qué bárbaro, ya estamos otra vez en Navidad, si parece que fue ayer...” Así es, cada Nochebuena se pone el contador a cero, todo vuelve a empezar, hacemos inventario mental y rápido, muchas veces inconsciente, de lo que hemos sido y han sido los demás en nosotros y podremos sentir pavor o alegría, tranquilidad de conciencia o inquietud, incluso indiferencia, pero lo que es seguro es que nos veremos sacudidos por la incontenible ola de la Navidad, ese pulpo de mil tentáculos protegido y alimentado por todos al que indefectiblemente hay que aguantar durante dos semanas.
El problema es que la Navidad cada vez se alarga más, de forma totalmente innecesaria. A principios de noviembre empiezan a colocar las luces que, aunque apagadas y sólo un montón de cables, son un anuncio siniestro y amenazador, como el silencio que precede siempre a las grandes batallas. El problema de la Navidad es no tanto la Navidad misma, sino sobre todo sus cansinos prolegómenos. La Navidad, por tanto, y en contra de lo que nos quieren hacer ver, es lo contrario del amor, donde los prolegómenos, el momento de la anticipación, es lo mejor de su repertorio.
Pero olvidémonos de todo esto y hagamos una defensa, siquiera forzada, de la Navidad. Madrid está hermoso en Navidad, quizá más hermoso que nunca. Es su momento, sus días gloriosos de juventud brilladora, y a uno le gusta recorrer la ciudad por las zonas menos concurridas para, pasada la hora del desenfreno comprador, pasarse por la Puerta del Sol y la calle de Preciados, donde yacen por el suelo los jirones de la batalla consumista, donde los comercios, esas tiendas de ropa femenina titánicamente sacadas adelante por preciosas dependientas que fuman su cigarrillo comunitario a la puerta, entrecierran su párpado de metal después de una dura jornada. La Navidad, y ello es preciso descubrirlo, es encantadora vista desde fuera, desde la tribuna, sin implicarse lo más mínimo en su estruendosa conversación. Podría pensarse que la Navidad es hermosa fuera de su esencia, de su abyección consumista y familiar, pero sería no decir la verdad. Muy al contrario, hacemos defensa de la Navidad precisamente por esas sus característas más íntimas, porque sin ellas sería imposible extraer su néctar, tan escaso y difícil de encontrar como delicioso, quizá el más delicioso que en todo el año esta ciudad puede ofrecernos.
Si no vemos lo malo, es imposible que veamos lo bueno. Si todo el mundo nos quisiera, si todas nuestras musas satisficieran nuestras veleidades amorosas, el amor mismo dejaría de existir... Defendamos la Navidad, aunque sólo sea para reaccionar en contra de lo que no nos gusta y amemos aún más lo que amamos, sea cual sea nuestra posición con respecto a ella. En cuanto a lo primero, basta con saber que existe y no verlo o, si se quiere ver, basta con desentenderse. En cuanto a lo segundo, es tiempo de agarrarnos aún más a ello como la tabla de salvación en medio del mar; en medio del mar impetuoso de la Navidad.

lunes, 13 de diciembre de 2010

LA CALLE DEL NUNCIO

Hay en Madrid un refugio y la mayoría de la gente no sabe que lo es. Bien mirado, si más gente lo supiera dejaría de ser un refugio y pasaría a ser una sucursal más de lo más abyecto de Madrid, que ahora, en los albores navideños, alcanza su cénit. El refugio tiene forma de almendra y antaño estaba protegido por recias murallas de las que sólo quedan algunos retales tristes y ruinosos, milagrosamente conservados, quién sabe si por intercesión de las administraciones, seguramente por azar. Estas reminiscencias subsisten en la esquina del Senado (cerca de Plaza de España), en la calle Angosta de los Mancebos y en la calle de la Escalinata. Son los restos visibles de la muralla cristiana, que protegía el llamado Madrid de los Austrias, aunque uno prefiere llamarle, sencillamente, el viejo Madrid.
Hay en esa almendra central, en ese refugio, muchos rincones deliciosos que iremos glosando en los sucesivo. Pero a uno, cuando piensa en el viejo Madrid, lo primero que le viene a la cabeza es la calle del Nuncio, en una de esas asociaciones de nuestro cerebro que parecen mágicas pero que esconden poderosas razones que unas veces se pueden descrifar, otras, no.
La calle del Nuncio, tan corta como la mayoría de las de esta zona, corre paralela a la de Segovia y se accede desde ésta a través de la Costanilla de San Pedro. En su primer tramo, la calle del Nuncio más parece una plaza que una calle, pues a su relativa anchura se une el que está presidida por la iglesia de San Pedro el Viejo. El aspecto de plazoleta es, pues, proverbial. Es aquí donde queremos detenernos, en esta calle dormida con aspecto de plaza y que tiene un taller de coches y dos bares, cada cual con su estilo. Uno de ellos se llama Why not, tiene aspecto de portal más que de bar, aunque al revés, porque se accede a la barra por escaleras que, en vez de subir, bajan, y, a pesar de su atractivo, no va nunca nadie. Del otro desconocemos el nombre, pero es mencionable por los mojitos que sirven y porque los domingos por la noche es lugar de reunión de actores de series de televisión, modelos de baja estofa y aspirantes a los más altos rangos de la deleznabilidad casposa envuelta en los harapos del perfume caro. Desde fuera, este bar tiene un aspecto moderno hasta la grosería, con sus amplios ventanales, su fachada morada y, dentro, su luz suave y melancólica, sus banquetas de plástico -de buen plástico- y su barra de pizarra. Abajo hay unas camas en las que uno puede tumbarse y tomarse un champán supuestamente caro en buena compañía, aunque me parece que hay que reservar.
En la calle del Nuncio, con este bar morado y naranja, parece haberse conseguido una cierta conciliación satisfactoria entre el aspecto viejo y casi sagrado de la calle y los brillos de la equívoca juventud y seudojuventud que se apiña en su moderno lustror cada domingo por la noche, a eso de las nueve. Es un lugar para gente guapa y uno, que ha ido varias veces, no ha visto a ningún feo, como no sea él mismo. Tomarse un mojito junto a la barra y ver el exterior, con sus faroles que parecen de gas, los escasos transeúntes que ya no llevan gabardinas grises pero como si las llevaran, los gastados ladrillos de San Pedro el Viejo, el rumor de la Puerta del Sol y la Plaza Mayor que se cierne, amenazador, sobre este refugio seguro, viejo y nuevo.
La calle del Nuncio, que no es la más pintoresca, ni la más histórica, ni la más tranquila, ni la más bulliciosa de este rincón de Madrid tan amado -y, para nuestro pesar, cada vez menos desconocido- es el símbolo de unos siglos heroicos trasladados al presente por magia de tiempo. Ahora, al viejo Madrid se le ha dado en llamar La Latina, en lo que es una lamentable confusión toponímica. Cuando alguien dice que va a salir por La Latina, se refiere a la Cava Baja, plazas del Humilladero, de los Carros y de la Paja y calles del Nuncio y de Segovia. Lo que ha sido de toda la vida el viejo Madrid, o el Madrid de los Austrias. Convendría explicar que La Latina es otra cosa y nada tiene que ver con esto, pero, ¿para qué? La calle del Nuncio, con su resonante nombre, sus piedras cansadas y su bar de famosos, famosillos y mojitos caros es, seguirá siendo, ese refugio imperecedero al que volver siempre que las garras del buen y el mal amor -que vienen a ser lo mismo- y los grilletes de la vida ordinaria intenten aprisionarnos. El que quiera refrescar sus ilusiones después de un día duro de trabajo, el que quiera sentirse un poco fuera del tiempo y del espacio, el que quiera salir a tomar un mojito para entrar en sí mismo, el que busque un poco de bohemia fingida -toda bohemia es, en parte, un fingimiento- con la que aligerar su trascendencia, que se pase por la calle del Nuncio. Allí le darán razón.

domingo, 12 de diciembre de 2010

ESTÉTICA DE LA ABDICACIÓN

"Conformarse es someterse y vencer es conformarse, ser vencido. Por eso toda victoria es una grosería. Los vencedores pierden siempre todas las cualidades de desaliento con el presente que los llevaron a la lucha que les dio la victoria. Quedan satisfechos, y satisfecho sólo puede estarlo aquel que se conforma, el que no tiene mentalidad de vencedor. Sólo vence el que nada consigue nunca. Sólo es fuerte el que siempre se desanima. Lo mejor y más púrpura es abdicar. El imperio supremo es el del Emperador que abdica de la vida normal de los demás hombres, en que la preocupación por la supremacía no pesa como un saco de joyas."
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.

viernes, 10 de diciembre de 2010

DITIRAMBO DEL FRÍO


En pleno mes de agosto pasado me invadió, después de más de dos meses de calor ininterrumpido, una repentina nostalgia del frío. Y más que del frío en sí, de su paisaje. El paisaje del frío es el paisaje en su pureza, la quietud como consuelo de las más grandes tristezas de los hombres, el color morado del frío como el sueño perfecto de una tórrida noche de verano. Me voy dando cuenta, según pasan los años por mí, o según voy pasando yo por los años, que no podría vivir sin el frío. Me parece que los climas tropicales, de calor todo el año, perjudican la salud, son caldo de cultivo propicio para las enfermedades y, sobre todo, no tienen el encanto de un ocaso invernal, ese ocaso anticipado de las seis de la tarde, que loamos ahora precisamente que los días son más cortos. Con el frío uno lee más, escribe más y diríamos que se espiritualiza más. Ha llegado el frío, este amable frío madrileño, seco como lo quería Nietzsche, para quien los climas húmedos no podían dar ningún genio verdadero. Según él, sólo los climas secos eran hogar adecuado para las mentes despiertas y claras. Ha llegado el seco frío de Madrid, y uno, aunque no sea un genio ni aspire a serlo, está de enhorabuena.
Probablemente están siendo los fríos más disfrutados, en tanto que uno se ha dado cuenta de que el frío es el reposo desde el cual ir tejiendo su red de miradas sobre el mundo. No hay mejor paseo que los invernales ni café más acogedor que los de diciembre. No hay cena más sustanciosa y bien digerida que la que se disfruta resguardado tras la ventana, con los vientos del Norte azotando la ciudad y los árboles pelados. No hay sueño más reparador y recogido que el que se duerme, o se sueña, bajo una manta, como una larva en formación esperando su venida al mundo. No hay amanecer más hosco y, a la vez, más hermoso, que el de ese tono azul polar del frío. Que las noches sean interminables y los días tan breves como un beso en la mejilla de la amada no importa. Bien mirado, y estamos obligados a mirar bien, es casi una bendición. El frío templa los nervios sin aplacar las pasiones, suaviza nuestras ansias y nos predispone al trabajo y al estudio. Así es como luego se disfrutan más los momentos de ocio.
Uno nunca ha visto los Jardines del Príncipe, en Aranjuez, tan hermosos como en el invierno. Uno nunca ha visto Madrid tan madrileño como cuando hace frío. Madrid en verano es una ciudad casi clandestina, desconocida y, por tanto, poco madrileña. El madrileño, el que vive en Madrid, no acaba de asimilar Madrid en verano, por lo que Madrid en verano es una ciudad sin personalidad, huida de sí misma. Por eso uno en verano, en ese agosto madrileño tan amable que casi nadie sabe disfrutar, necesita quedarse en Madrid para olvidarse de Madrid, y regresar después a él -sin haberse movido- con el frío, cuando se le devuelve su personalidad, su gente y su pasión.
Cuando en agosto me invadió esa melancolía glacial, pensaba que metido de lleno y hasta los huesos en el frío renegaría de él y soñaría con el calor, como pasa siempre y con todas las cosas. No está siendo así. No querría uno ahora más de quince grados ni en broma. Sospecha que dormiría mal y su humor se destemplaría. Porque el frío tiene estrecha vinculación con el sueño, con los sueños. La neblina que se levanta en los ríos durante el invierno y que decora como guirnaldas los paisajes castellanos no es más que la efusión de los sueños de los ríos que, como todo el mundo sabe, son metáforas de la vida. El pájaro negruzco que surca solitario los cielos invernizos nos parece un triunfo de la vida sobre la muerte, y la zarabanda de esqueletos de un jardín ciudadano una estampa de la eternidad, digna de ser pintada. Uno, sin saber por qué, prefiere pintar los jardines decadentes y agostados que los verdes y exuberantes. Uno prefiere la gracia de la decadencia a la vacuidad del cúlmen. Uno, en definitiva, se siente más a sí mismo recogido en sus fríos que rodeado de las asfixias, los pólenes y los olores del calor.
El frío como renacimiento de todas las cosas, como escenario ideal desde el que asaltar todos los órdenes de la vida. Un árbol sin hojas, tan crudo en su desnudez, es como un amor platónico, ese amor que nunca tuvimos, que nunca tendremos pero que tenemos la perenne ilusión de tener y al que estamos obligados a no renunciar jamás. El hombre, como ser proyectivo que es, no es nada sin los sueños hechos a la medida de sí mismo, y un árbol sin hojas, el árbol sin hojas del invierno y del frío, no es más que eso: un sueño por poblar.
Imagen de cabecera: Ricardo Baroja, Mañana de invierno (1929)

jueves, 9 de diciembre de 2010

NO ESCRIBIR

Me hallo de nuevo, después de una ausencia de una semana menos un día, sentado frente a mi ordenador en esta cálida y confortable biblioteca, que se está conviertiendo para mí en una Arcadia amable y segura desde donde ir trenzando poco a poco y sin calma el deshilachamiento de mi propia vida. Porque uno, igual que en el gimnasio se despieza diariamente al trabajar uno o dos grupos musculares a lo sumo cada día, se deshilacha en mil ramificaciones cuando se sienta a escribir. No sabe si lo quiere así o así es la única manera que tiene, que sabe, de hacerlo. Sólo sabe que así lo hace.
Parece mentira lo que hacen seis días sin escribir una línea. Uno ha perdido buena parte de la costumbre, del truco, que supone escribir deprisa y de seguido sobre un tema determinado, o simplemente sin tema. Lo único que no quería después de esta ausencia era escribir sobre la propia escritura, pues que hacerlo no es más que una trampa para uno mismo. Escribir sobre lo que se escribe -o sobre lo que no se escribe, como es el caso- no es literatura. En todo caso, dicen que es metaliteratura, pobre consuelo y justificación para los que los que no quieren o no saben escribir sobre la vida o sobre la propia vida y no les queda otra que escribir sobre lo que escriben.
Los días de fiesta pesan mucho, igual que pesan los domingos, y uno no se ha puesto a escribir durante este puente feliz o infelizmente terminado. La trampa, que uno sabía dónde estaba y cómo podía hacerle daño, ha funcionado, y aquí está, escribiendo sobre lo que no ha escrito últimamente. Temas varios bullían en la cabeza, pero ha elegido la no escritura para hoy, quizá porque piensa -o eso, al menos, le gustaría- que no volverá a tener ocasión de escribir sobre ello en algún tiempo. Los otros temas ahí siguen y no se van a mover, y éste que nos ocupa es el de actualidad, el de la actualidad de uno mismo, el que ha sobrevolado su cerebro durante las horas de inactividad. Comprende uno, de nuevo, que escribir es exactamente lo mismo que ir al gimnasio, y que de igual modo que uno no va a ponerse fuerte animando al bíceps para que crezca sin coger una mancuerna, tampoco va a escribir si no escribe. El que lo haga bien o mal, al menos por ahora, es lo de menos.
El viejo de todos los días está ahí, enfrente de mí, leyendo sus libros de Historia que devora quizá porque necesita empezar cada día una nueva cronología, estando la suya -debe de tener más de 80 años- tan próxima a su fin. Empezar todos los días una historia, aunque sea la historiada, quizá nos rejuvenezca, nos reconcilie con esa noción tan lejana y natural que es nacer. Por eso gusta tanto empezar un libro, aunque luego nos decepcione. El hombre lleva siempre puesta una gorra de la Vuelta Ciclista a España y tiene una apariencia de jubilado norteamericano que lava todas las mañanas su Dogde cuadradote en el porche de su vivienda unifamilar, con la atenta mirada del perro viejo y cansado, tan viejo y cansado como él. Es quizá el único personaje que vale la pena de esta biblioteca. En los demás ni reparo, tan vulgares me parecen. Los universitarios entran y salen en una multiplicación un poco absurda de ilusiones y frustraciones juveniles, y la vecina, glosada en estas páginas en alguna ocasión, bebe a morro las mieles del amor junto a su novio. Uno, entonces, no puede hacer nada más que constatar su presencia, y lo hace con cierta tristeza pero también recordando aquella frase de que el mejor recuerdo es el de aquello que no se tuvo nunca. ¿Podría alguien contradecirla?
Que se tome esta entrada como un ex-blog, a la manera del ex-libris de Ramón Gómez de la Serna de su libro El rastro, que era algo así como un libro fuera del libro pero hablando sobre el libro. Que se tome, porque es lo que es, como un desagradable ejercicio de tiro para ir reafinando la máquina de la escritura. Ya lo ha hecho uno alguna que otra vez y no se siente orgulloso de ello. Ni de haber dejado de escribir ni, menos aún, de haber escrito algo para justificar esa dejadez. Simplemente, no hay razones para dejar de escribir. Ni las hay ni, si las hay, quiere uno saberlas. Qué gozo escuchar de nuevo el chisporroteo de las teclas en medio de este silencio de biblioteca, aunque cada vez sean las bibliotecas menos silenciosas. Qué gozo sentir que, felizmente, la cuartilla del día está escrita, aunque le den ganas a uno de tirarla a la basura cibernética.

viernes, 3 de diciembre de 2010

CUANDO NIEVA EN MADRID

Nieva en Madrid, aunque sea un centímetro, aunque ni siquiera cuaje, y parece que se paraliza toda España. Se comprendería que algo así sucediera si nevara en Valencia, por ejemplo, o en Almería. Pero, ¿en Madrid? Ciudad mesetaria, la capital a más altitud de Europa, cumple todos los requisitos -salvo su relativa meridionalidad- para que en invierno nieve varias veces todos los años. Ve uno los informativos cuando nieva en Madrid y se le revuelven las tripas. Le da a uno la sensación, con tanta algazara por la nieve, con tanta alegría falsa del periodista o reportero, que en verdad se está perdiendo algo. No sabe si le dan ganas de salir corriendo a la calle y revolcarse en la blanda blancura o quedarse en casa al calor del brasero, en caso de que lo tuviera. El mensaje transmitido es equívoco y desasosegante. Toda esa información televisiva por la nieve que viene, que cae o que se fue le llena a uno de una desazón difícil de definir. Toda insistencia mediática en temas comunes -y ningún tema es más común que el tiempo- tiene un mensaje subyacente: seguro que su vida, espectador, no es lo suficientemente rica e interesante como para disfrutar de la nieve, o, si lo es, no va a poder disfrutar de su vida tan rica e interesante porque va a nevar. Odia uno los días de nieve en Madrid no por la nieve, ni por las incomodidades que supone. Los odia por lo que de ellos hace la televisión. Nos dicen hasta lo que nos debe resultar incómodo. Si no fuera por eso, estaría uno por asegurar que amaría los días con nieve, calor extremo e incluso vientos huracandos. Pero lo ve repetido una y otra vez por la televisión, con todo lujo de detalles, y se le cae el alma al suelo. Se le cae, o eso le parece, su vida al suelo. Derecho a estar desinformado. Qué bendición la desinformación, qué dura cruz de martirio es la actualidad. En época de nieve espera uno como agua de mayo las novedades políticas más que en ningún otro momento. No las sociales o deportivas, pues que son otra forma de insistir en temas comunes. La política, por el contrario, como creación artificial del hombre, nos conforta con nosotros mismos, con nuestra propia naturaleza. Sobre todo en estos casos es calmante y, paradoja, nos aleja de la estupidez. Porque el que los informativos hablen de la nieve durante horas y horas es tan estúpido como alagar los oídos de una modelo alabando sus virtudes corporales. Nos han quitado el placer de disfrutar de la nieve, de lo que caiga. Lo que debería ser disfrutado sin nombrarlo, es mentado hasta la saciedad por todos esos deleznables juntaletras. El tiempo, el tiempo, el tiempo, la nieve, la nieve, la nieve. Ya se sabe que el que habla de tiempo es que no tiene más que decir. Se puede ponderar un día hermoso, hacer lirismo de un campo nevado, retener en la retina, en la fotografía o en la pintura una estampa otoñal. Pero en silencio, todo eso no es más que silencio. No publicitemos lo que ya es de todos, lo que ya podemos ver con sólo mirar por la ventana, lo que debe ser sentido -en caso de que se sienta- en el complejo pabellón de nuestro interior.
En fin. ¿A qué viene todo esto? Ah sí, que uno no tiene hoy a nadie con quien pasear entre la nieve. Es que no hay nieve.

jueves, 2 de diciembre de 2010

ADEONA Y ABEONA

Un amigo me comentó hace poco que un blog no es otra cosa que un diario, lo que me dejó no poco pensativo. Lo primero que habría que hacer, empero, sería delimitar lo que es un diario, empresa que no es tan fácil como parece a simple vista. Hay muchos más tipos de diarios de lo que uno piensa cuando aún no se ha adentrado en tan rico y complejo mundo. A uno el diario le parece la atomización máxima —exceptuando los aforismos— de la forma literaria. Uno cree que todo escritor debe llevar un diario, siquiera sea inconstante, circunstancial e irrelevante. Sin embargo, no todos los diarios son literarios ni, por supuesto, interesantes, aunque sí todos dejan en algún momento algún trozo de vida, de hombre, de literatura. Yo no sé si este blog es un diario, que no lo creo; no es, desde luego, un diario al uso. “¿Por qué no escribe usted su memorias, maestro?”, le preguntaron a Juan Marsé. “Porque mis memorias están ya escritas en mis novelas”, respondió el escritor catalán. Temo que esté dejando mi biografía, mi memoria, en este blog. Sebastian Melmoth no es otro —aunque es mucho más— que el que se escribe en este espacio. Lo cual no deja de ser una presunción, porque, ¿qué le puede importar a nadie las aventuras y desventuras de un joven que ni llega a la treintena y que se deja todos los días un trozo de su tiempo escribiendo aquí? ¡A nadie!, desde luego. ¿Y por qué lo hace uno?, se pregunta. Si lo supiera, se acabaría la literatura. La literatura como el más grande sinsentido de la existencia. La literatura como el más grande absurdo en que se puede incurrir. Dejarse las fuerzas en algo totalmente inútil e intrascendente. Nada en el orbe cambiaría si uno dejara de publicar entradas, quizá nada sustancial cambiara en sí mismo. Pero lo hace.
¿Es un diario este blog? Querría serlo, desde luego. Uno está tentado de escribir sobre su día a día, sobre las gentes que se cruza —si es que se cruza a alguien—, sobre las mañanas que pasa, sobre la moza que le ha mirado, sobre cómo le ha ido en el trabajo o sobre cómo ha jugado su partido del domingo. Pero luego llega a la conclusión de que todo eso no interesa, ni siquiera le interesa realmente a quien lo escribe, pues sabe que a nadie va a interesar. Sin ese intercambio tácito entre escritor y lector no hay nada que hacer. Escribir sobre lo que se ama, sobre lo que se siente. “Lo que se sabe sentir se sabe decir”, oí decir a Trapiello en una conferencia en la Juan March. La clave de un diario está en la vida de quien lo escribe y en el tono con que lo escribe. Hay que saber elegir, no escribir cualquier cosa y ahorrarse lo que no es interesante. Sospecha uno entonces que pocas cosas salvables quedarían. Y así es. Por eso no escribe uno más, pese a que le gustaría.
Va aprendiendo uno que, como dijo Wiesenthal, hay cosas muy divertidas de vivir pero muy aburridas de contar. Y así es. Uno no puede evitar el preguntarse cada vez que se pone manos a la pluma si lo que va a escribir merecerá la pena de ser leído por nadie. Luego, para su asombro, descubre que lo que escribe gusta a alguien, y sigue. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero sabe también que, si no le gustara a nadie, si estos textos vagasen por el ciberespacio sin unos ojos que los miraran, sin un cerebro que se detuviera en ellos unos minutos y procesaran sus palabras, seguiría escribiendo igual. Uno ya no se preocupa de publicitar lo que escribe, y menos lo que escribe aquí. ¿Y por qué no pones tu verdadero nombre?, le han preguntado a uno últimamente. Quizá sea pudor, quizá sea inseguridad, quizá se trate de un punto de dandismo. El misterio, el pseudónimo, es dandismo en estado puro. Ser misterioso como regla impepinable. A uno se lo han dicho, o se lo han insinuado, muchas veces: “Pese a todo lo sincero que quieras ser, y aunque sé que me estás diciendo la verdad, siempre queda la sensación de que ocultas algo, y cuanto más expansivo eres, más sé que me estás ocultando”. Quizá sea verdad.
Quisiera uno profundizar un poco sobre este blog y sobre la forma de creación literaria de un diario, pero no lo va a hacer. Excedería de los límites —ya los está excediendo— de esta entrada de la entrada. Intentemos hacer del blog un diario, aunque sea anacrónico, aunque no lo lea nadie, exceptuando dos o tres personas. Uno no sabe ya si lo que escribe lo hace con esas dos o tres personas en mente. Se empieza intentando escribir para uno mismo, luego para todo el mundo y se acaba escribiendo para los dos o tres que sabemos que nos leen. Qué triste destino, qué decadencia, qué largo quejido de la luz primordial literaria.
Mi intención era contar un encuentro que tuve durante mi visita a la Alcarria, del 27 al 29 de abril de 2010. Acaeció en los jardines de de la antigua fábrica de paños, en Brihuega, el día 27, tras 50 kilómetros en las piernas a lomos de mi bicicleta, viniendo desde Guadalajara. Lo que a continuación viene es la transcripción íntegra de las notas tomadas en una habitación del hostal Las secuoyas, en Cifuentes, la madrugada del 27 al 28. Lo escribí a vuelapluma en una libretita después de haber cenado y agotado por el esfuerzo físico del día, por lo que se me perdonará el descuido en el estilo.

***

La llegada a Brihuega fue bastante cómoda, después de las dificultades de la mañana. Entré en el pueblo viniendo desde Torija por una carretera ancha, llana y con escaso tráfico. Afortunadamente no pegaba viento y pude mantener una buena velocidad media. A pesar de ello, llegué cansado y hambriento.
Desde aquella parte, que es como una meseta exenta de arbolado y arbustos, aunque muy verde en esta época, se llega a Brihuega bajando una cuesta de unos tres kilómetros que hace varias revueltas. La vista desde arriba, con el pueblo encajonado en un pequeño valle, era magnífica. El casco urbano, apiñado y de un color ceniciento, contrastaba con la verdura de los alrededores. La vieja fábrica de paños, que como dice Cela parecía una plaza de toros, se destacaba en un altozano, atalayando el pueblo y, al otro lado, el valle del Tajuña, que desde el altozano estaba escondida detrás de la loma sobre la que se asienta la fábrica.
Terminada la frenética bajada llegué a la Puerta de la Cadena, por donde se accede al caso antiguo. Pasé de largo y me propuse buscar un sitio donde comer. Era ya tarde, más de las tres y media, y sabía que no podrían darme más que algún bocadillo. Recordé el bar donde había comido el año pasado y allí me dirigí. Efectivamente, la cocina había cerrado y sólo pudieron ofrecerme un par de bocadillos de atún y jamón y una coca-cola, más los dátiles que traía de casa.
Comí todo en la terraza, a la sombra de un plátano de sombra, reconfortado por el alimento, que recargó mis cansados músculos. Unos niños que jugaban en un parque cercano me miraban como a un extraterrestre, ataviado con mi equipamiento ciclista. Me bastó con echarles un par de miradas fieras para que huyeran y se olvidaran de mí.
Con el estómago lleno y el sopor de las cuatro de la tarde pesando sobre el ambiente, fui a la fábrica de paños, por ver si se podían visitar los jardines. La puerta estaba cerrada, con un cartel que ponía: “Atención: edificio en ruinas”, y otro: “Visitas 2 euros. Sólo sábados. Jardín privado. Reservado derecho de admisión”. A marcharme iba, contrariado, cuando una voz resuena en el interior. Alguien abre la puerta desde dentro y saca una cabeza vieja y bronceada por el sol.
—Oiga —dice—. ¿Quiere ver los jardines?
—Hoy no es sábado.
—Es igual. Entre, que me aburro.
El hombre, que sin duda es muy sincero, abre la puerta del todo y me mira de arriba abajo.
—¡Buenas piernas!
—Gracias. Pero no tanto, están cansadas.
—¿De dónde vienes?
—De Madrid.
—¿Y desde Madrid te has venido en bicicleta?
—¡No, hombre! Desde Guadalajara. Fui desde Madrid a Guadalajara en tren.
—¡Entonces no es tanto, muchacho!
—No, no es tanto. Sólo un paseíto.
—Deja la bici en esta salita y acompáñame.
Prefiero ver los jardines solo, pero el hombre está decidido a acompañarme. Sospecho que si le hubiera dicho que no hacía falta, no me habría dejado verlos. La visita tiene como único peaje —no me ha cobrado los dos euros— el acompañamiento, así que como de otra manera no iba a poder ver nada, y en realidad me apetecía conocer los jardines, me doy por resignado y satisfecho.
El hombre me lleva por unos pasillos abandonados y sucios hasta que damos con una puerta de madera carcomida. Me fijo un poco más en él. Tiene la frente arrugada, los ojos pequeños y curiosos y como una sonrisa permanente adosada a su calcinado rostro. De los labios resecos cuelga un palillo que no se cae cuando habla y que parece pegado con argamasa. De vez en cuando me mira de arriba a abajo y me sonríe.
—Vas al gimnasio, ¿eh?
—Sí, de vez en cuando.
Según me cuenta, la fábrica de paños, que era Real, gozó de cierto prestigio dos siglos atrás, pero igual que pasa con todo lo que está relacionado con la Monarquía, era “inviable”, “caduco” y “condenado al fracaso”. Cuando me dice estas palabras, me mira como queriendo que se las ratifique. Busco dentro de mi corazón la parte republicana y asiento con una sonrisa. Aprovecho la coyuntura para preguntarle su nombre.
—Isidoro El pellejo, me llaman.
—Sebastian. Tanto gusto. ¿Y lo de El pellejo?
—De pequeño, que estaba muy gordo. Y ahora, ¡ya ves!
No veo muy clara la relación entre apodarse Pellejo y estar gordo, pero me callo.
—Mira los rododendros, qué bonitos. Ya han florecido.
En efecto, el jardín de la fábrica es un jardín precioso, de estilo versallesco, romántico y recoleto. Por entre los cipreses, las madreselvas, los setos de boj, los mirtos, los parterres, las farolas y los cenadores corren unos caminitos de tierra muy tentadores de ser andados. Pareciera como si los pies, de normal perezosos, se vieran impelidos por la magia del lugar para ponerse en movimiento. Al fondo, regando unas rosas de Jericó, hay una muchacha, de unos quince años, el cuello estilizado, el rostro aúreo, los ojos atlánticos y la tez bronceada, como su abuelo.
—Es mi nieta, ¿a que es guapa?
Uno no sabe qué decir a estas cosas, pues a veces le parece una trampa, y más tratándose de una adolescente. Pero no puede negar la evidencia.
—Sí que lo es, sí.
La muchacha va en pantalones cortos, muy ceñidos, pues hace un calor veraniego. Lleva una camiseta de tirantes y el pelo recogido en una coleta. Me mira unos instantes, frunciendo el ceño ante la luz del sol, y sigue regando. Cuando se agacha para recoger una porquería que había en el suelo, procuro mirar para otro lado.
—¿Y esto? Es muy bonito.
—Es la flor del mirto. ¿Quieres una?
—Bueno.
Me pongo la flor del mirto, blanca y majestuosa, como una corona de reina, en el cuello del maillot y sigo andando, orgulloso, adornado y como con unas vibraciones tamborileándome en la cabeza. Son las vibraciones del sosiego, de la naturaleza, del amor adolescente...
—¿En qué piensas?
—En nada, en nada.
Una alondra vuela desde un alto ciprés a la rama de un almendro, que está florecido. Un mirlo silba escondido entre el follaje. El sol, este sol primaveral que parece de estío, cae a plomo sobre nuestras cabezas, como una risa jocunda. Una mariposa blanca revolea contenta a nuestro alrededor, mientras el agua de la manguera que sujeta la nieta de Isidoro, El Pellejo, arrulla a nuestra espalda.
—Mi nieta se llama Alejandra.
—Ah.
—Es mi orgullo.
—Normal.
—¿Sabes cuántos perros tengo?
—¿Cuántos?
—Cuarenta y tres.
—¡Dios!
—¿Quieres verlos?
—Bueno, sí, pero hoy no creo que tenga tiempo, la próxima vez.
Isidoro me lleva hasta el otro extremo del jardín y me hace entrar por una puerta. Estamos en una sala grande, limpia y bien cuidada, a diferencia del resto del edificio, que está en ruinas.
—Aquí tengo yo mis cosas para cuidar los jardines.
Unos aperos yacen en una esquina. Son aperos antiguos, pero se ve que de buena calidad, y que todavía deben de servir bien para su función. Recorremos un pasillo y llegamos a otra sala, vacía y algo más grande que la anterior. En las paredes hay algunos tapices que, a simple vista, no parecen tener mucho valor, pero que Isidoro enseña como su gran tesoro.
—Datan —e Isidoro engola la voz al decir esto— del reinado de Carlos III, cuando se inauguró la Real Fábrica. Es lo único que queda de entonces. Patrimonio ha hecho bien en dejarlos aquí y cuidarlos. ¡Algo bueno que hacen! ¿A que son bonitos?
—Sí que lo son.
Los tapices están algo gastados, como es normal por su antigüedad. Sin embargo, se distinguen algunas escenas mitológicas. En uno, una dama entrada en carnes y ondeando un pañuelo rojo apoya la espalda sobre un toro blanco mientras dos ángeles rubios y rollizos, arcos y flechas en mano, vuelan sobre un cielo velazqueño.
—Es El rapto de Europa, ¿lo conoces?
Hago un esfuerzo para decir que no. No me apetece escuchar la fábula del rapto de Europa, pero comprendo que es inevitable. Isidoro me explica que Europa era una princesa fenicia y Zeus la raptó en forma de toro blanco, llevándosela desde las orillas de lo que hoy es el Líbano hasta la isla de Creta, en la que engendró a Minos, Sarpdedón y Radamantis.
—¡Interesante!
Isidoro dibuja una pequeña sonrisa e inspira fuerte, ensanchando la caja torácica. Se nota que le encanta contar la fábula a los visitantes. Mientras Isidoro se está recreando en su relato recién terminado, miro por una de las ventas de la sala, hacia el jardín. Alejandra sigue regando los setos de boj y de mirto, ajena a mi mirada. Mueve rítmicamente una pierna, y su piel y su pelo relumbran bajo los rayos del sol. Me quedo ensimismado, absorto en la imagen, mitológica o no, de una asolescente cuidando las plantas de un jardín versallesco...
Seguimos mirando tapices, que huelen a armario cerrado. Me quedo parado ante uno de ellos, que ha llamado mi atención.
—Y estas dos lindas mozas, ¿quiénes son Isidoro?
—Son Adeona y Abeona, la diosa del llegar y la diosa del irse.
—¿Cómo? ¿Llegar e irse tenían dioses?
—Sí, señor. A mí me parecen de los más importantes que hay.
—Perdone, pero me sorprende que existieran estas deidades. Por algo será. Me parece que estos antiguos sabían mucho más que nosotros.
Isidoro asiente con una vaga sonrisa.
—Fueron los romanos... —dice.
Me quedo contemplando las figuras de Adeona y Abeona, dos lindas muchachas que, bien mirado, tienen un gran parecido con Alejandra. Isidoro permanece a mi espalda, respetando mi silencio, mi pequeño momento de intimidad, que llega, como llegan siempre los momentos íntimos, de improviso y sin haberlos preparado. Adeona y Abeona se miran con cierto deje de tristeza, con esa fatalidad de la felicidad pasajera, con esa pena de no poder retener lo que tanto se ama y se escapa de entre los dedos como un pez escurridizo. Se miran con el destello de lo eterno porque fue fugaz, con la perdurabilidad inestable del instante parado. Siento que un nudo se me forma en la garganta, y que dentro de no mucho tengo que abandonar Brihuega si no quiero llegar a Cifuentes anochecido. Aún quedan más de 30 kilómetros por delante y Adeona, Abeona, Alejandra, Isidoro, El Pellejo, Brihuega, la fábrica y los jardines atrás quedarán, han quedado ya.
—Todos los que vienen se quedan asombrados con esas dos muchachas. ¡Son tan evocadoras!
No digo nada. Me despido de ellas y salimos de nuevo a los jardines, que están frescos, relucientes por el agua que Alejandra les ha regalado. La niña está sentada en un banco de piedra, a la sombra, leyendo una revista para adolescentes, con Iker Casillas en la portada enseñando abdominales. Cuando nos ve venir, esconde la revista.
—¿Has terminado ya, niña?
—Sí.
—Pues venga. ¿Tienes que estudiar?
—No, hoy no.
—Pero haz algo.
—No, ¿para qué?
—Mira, te presento a un amigo.
—Encantado —digo.
—Hola.
La niña mira mis piernas y mi atuendo, como extrañada, saca la revista y se pone a hojearla. Se me ocurre regalarle la flor del mirto que llevo en el cuello del maillot pero, afortunadamente, desisto pronto de mi idea.
—Adiós —me despido.
Isidoro me acompaña hasta la salida, con lo que recorremos de nuevo los jardines. El sol va cayendo, y los pájaros, pasada la hora de la siesta, entran en ebullición. Miro por última vez hacia atrás, hacia donde están Alejandra, Adeona y Abeona. Por un momento me parece que la imagen de las tres se funde en una sola.
—Bueno, amigo, pues espero que te haya gustado.
—Seguro.
—¿Volverás por aquí?
—¡Seguro!
—Bueno hombre, pues nos vemos. Que se te dé bien el viaje.
Isidoro me aprieta la mano con fuerza y calor, me abre la puerta para que pase la bici y nos despedimos. Los alrededores de la fábrica de paños son un silencio absoluto. El edificio en ruinas, sobrevolado por pájaros negros que manchan caprichosamente el cielo arrugado, toma un cariz legendario.
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Salí de Brihuega por el lado contrario por el que había entrado, por la carretera que baja hasta el Tajuña, para seguir después en dirección Masegoso. Desde abajo, desde la carretera que corre paralela al río, se veía la fábrica de paños, tapada parcialmente por los cipreses del jardín. Sobre la bici me pareció distinguir una figura esbelta y aniñada apoyada en la barandilla del mirador. Era Alejandra, que, cual Abeona, me despedía sin saberlo...