Muchas veces me lo habían dicho mis amigos, sabedores de mi afición a surcar las calles y los lugares de Madrid: “tienes que ir al parque de las Siete Tetas, la vista es impresionante. Se ve todo Madrid”. Recalcaban la palabra todo haciendo un amplio círculo con los brazos, ademán que me hacía pensar que, en verdad, la vista de Madrid desde aquel lugar debía de ser completa. El parque de las Siete Tetas adquirió en mi imaginación, pues no en otro lugar podía encontrarlo, una pátina casi mítica. Lo de siete tetas, además, me evocaba el nacimiento heroico de la más heroica y mítica de las ciudades del mundo. Una Roma desnuda y verde en Madrid, casi nada. Durante mucho tiempo emplacé en mi agenda un hueco para visitar tan sugerente lugar, buscando el momento propicio. Momentos propicios ha habido muchos, pero, por las causas que fueren —si es que el olvido puede llegar a tener una causa, que yo más bien creo que no—, en esos momentos propicios hacía cualquier cosa excepto visitar tan celebérrimo parque; celebérrimo para todos menos para mí.
Hasta el domingo pasado. El día, aunque frío, estaba hermoso, soleado como es ley que ocurra en Madrid por estas fechas. Nada más interesante se abría a mi tiempo ocioso como coger un libro y la cámara de fotos, tomar el metro —línea 1— y recorrer las galerías de la ciudad casi de cabo a rabo, hasta llegar a Portazgo, estación más cercana al Cerro del Tío Pío, que así se llama oficialmente el parque. Un nombre barojiano para un emplazamiento barojiano. Lo que allí me encontré fue también una vista eminentemente barojiana de Madrid, la más barojiana que uno puede encontrarse. Un personaje de Baroja estaría aquí como un tullido en un cuadro del último Goya: en su paisaje.
Un personaje de Baroja pero, también, los pinos, los chopos, los álamos, los mirlos, las alondras, los niños correteadores, el chico legañoso y resacoso que saca al perro, el jubilado que, chandal en ristre, sube trabajosamente las cuestas, la pareja enamorada que contempla el ocaso en la cumbre de una de las lomas. Todo eso se encuentra en el parque de las Siete Tetas en su paisaje. Mejor dicho, todo eso forma parte de él, como debe ocurrir en los parques urbanos, que estarían huérfanos, tristes y sombríos sin ese ingrediente humano que es su razón de ser.
Dicen que el Cerro del Tío Pío era antes un vertedero. El que ahora sea un luminoso parque le hace a uno recobrar la fe en la humanidad y, por tanto, en sí mismo. Porque un hombre es siempre el hombre en general, y viceversa. Ahí está el Parque de las Siete Tetas para que vayamos, para que lo disfrutemos, para que, en una tarde invernal antes de salir de juerga por la noche, miremos con amor y desafiadoramente a Madrid, como Rastignac se encaró a París desde el cementerio del Pere Lachaise en la escena final de El tío Goriot. Por una vez, tendremos a Madrid rendido a nuestros pies. ¿Quién quiere perdérselo?
***
El parque de las Siete Tetas no está muy lejos del estadio Teresa Rivero. Una vez que se sale del metro de Portazgo, la manera más rápida de llegar es a través de la calle Josefa Díaz, desde donde, una vez enfilada, pronto vemos allá al fondo una loma verde y pelada, sin un sólo árbol, redonda y suave como un bizcocho. El barrio, humilde, obrero, acogedor en una mañana soleada de domingo, envuelve a la loma, no sabemos si abrazándola o estrangulándola.
Se accede al parque a través de un caminito de ladrillo que corre al lado de la tapia del Centro de Recuperación de Minusválidos Físicos del Imserso. El caminito es en franca subida, hasta que llegamos a un rellano que a la vez es cruce de caminos, y desde donde ya se ven dos o tres lomas más de las siete que tiene el parque. Le invade a uno un entusiasmo repentino e infantil; tiene ganas de corretear como un gamo, subirse a todas las lomas de una vez, hacer ya mismo todas las fotos posibles desde todos los ángulos. La inercia le lleva a subirse, no sin trabajo, a la primera loma que encuentra, a la primera que vio. Conforme va subiendo, la vista va tomando cuerpo, y la primera panorámica de Madrid se abre ante nuestros alucinados ojos. Uno toma aire, ensancha el pecho, oxigena el cerebro y mira en torno.
A la izquierda, según miramos, está el sur, y a la derecha, lógicamente, el norte. Una fina neblina, la típica vagarosa gasa invernal, vela ligeramente el perfil de los edificios más lejanos. Sin embargo, el día es claro, y se ven nítidamente, si es que uno quiere fijarse, muchos detalles: el Museo Reina Sofía de Atocha, con sus ventanitas pequeñas y cuadradas; la cúpula de la Catedral de la Almudena, allá al fondo, como Finisterre de Madrid; los inconfundibles edificios de la plaza de España, blancos y macizos; los árboles del Retiro, que asoman tímidamente sus copas. El caserío de Madrid es plano, alargado y apiñado, y tiene un color como de hoja de árbol muerta. El abigarramiento le hace a uno considerar las millones de vidas que se retuercen, como larvas en formación, en su seno. A uno, siempre que ve una panorámica así, le entra una pena “de no saber por qué”. Quizá sea el desasosiego que produce el querer aprehender todos esos edificios que casi no se distinguen unos de otros, todas esas vidas desconocidas, y no poder ni siquiera acercarse.
Una vez tranquilizado y acostumbrado a tan colosal visión, uno se fija un poco más en el parque en donde está y al que no ha dedicado mucha atención. Uno está absorto, meditabundo, empapándose del ambiente.
—¿En qué piensas? —dice la acompañante.
—En nada. ¿Tú nunca piensas en nada?
—¡Pues no!
Allá abajo, por uno de los caminitos que corren a través de las vaguadas entre las lomas, un adolescente pasea al perro. Se cruza con una anciana que lleva de la mano a su nieta. Disfrutan de la mañana de domingo, cada uno a su manera. La niña tira de la anciana, que no puede seguir el ritmo. Un grupo de gorriones vuela a posarse sobre una de las peladas ramas de un chopo, y una nubecilla alargada y brillante, algo así como congelada, pasa rozando el blanco y tibio sol del invierno.
—Mira, aquellas tetas de allí son más altas, seguro que se ve todo mejor —dice ella, señalando hacia la derecha. En efecto, el parque, que es grande, tiene dos o tres lomas más altas que en la que, llevado de su ímpetu, uno se ha subido por primera vez. Allá vamos. Bajamos hasta una mesetilla —que es como el ágora del parque— en donde hay un monumento, varios bancos y un mirador a donde se asoma una pareja que ha salido a dar una vuelta con sus bicicletas. Ambos miran la panorámica de Madrid, sin poder quitar la vista de la anchurosa ciudad. De vez en cuando se miran y se sonríen, y luego vuelven a mirar hacia el infinito. La estampa, seamos sinceros, nos da envidia, y uno, para desquitarse, empieza a maquinar algo. Mira de soslayo a su acompañante, con quien tenía ganas de quedar desde hacía un tiempo, y se sonríe. “Me parece que es ahora o nunca”, se dice.
Unos ancianos, abrigados hasta por encima de la nariz, ataviados con guantes, gorro y abrigo de montaña, toman el sol de domingo sentados en un banco. Llevan gafas de sol, y uno no sabe si le miran a él, si miran a Madrid o, más probablemente, miran a su acompañante. Parece que llevan ahí desde primera hora de la mañana. Un matrimonio joven, entre tibias y desgastadas carantoñas, vigila a los hijos, que juegan al fútbol con el balón que, seguramente, les regaló Papá Noel. El mayor de los niños, con evidente mala uva, chuta fuerte contra su padre, que en ese momento está desprevenido. El disparo, que es una bala, va directo a la nuca del jefe de familia. El impacto es brutal, y el niño, que al principio ríe de su fechoría, va trocando su semblante en otro de susto y, al final, de tristeza y arrepentimiento. El padre se ha enfadado y ha suspendido la salida matinal. La familia se va a casa y uno se pone a considerar en lo desafortunado de algunas acciones, que arruinan un día que iba a ser feliz y que, por un sólo segundo en que no medimos las consecuencias, convierten la jornada memorable y soleada en horas de aburrimiento y reflexión.
Continuamos hacia nuestro requerido destino, que es la loma más alta del parque, y a la que subimos no sin cierto trabajo. Uno, que al principio quería mantener la compostura, no puede evitar jadear más de la cuenta cuando abraza, al fin, el Everest del parque de las Siete Tetas. La acompañante, seguramente más inteligente que el esforzado y deportista —también, a veces, vanidoso— varón que esto escribe, se ha tomado la cosa a su ritmo y, más lentamente pero sin agonías, va subiendo hacia la cumbre. Uno, ya desde arriba, la mira subir; va a su aire, con la color de la cara encendida y una leve sonrisa pintada en el rostro de modelo; va con cuidado de no resbalar en la fresca hierba, que está blanda y algo húmeda, aunque en algunas zonas presenta calvas de color ocre que afean, siquiera un poco, la inmaculada y verdísima redondez de la teta.
—Venga, vamos, vas a alucinar cuando llegues arriba.
—¡Estas botas no son para esto!
—¡No te quejes!
Uno espera a su acompañante regodeándose en el momento. No sabe si mirar de una vez la panorámica, que por aquello de que lo que se espera se disfruta con más deleite ha demorado la visión detallada, o a la acompañante, que se dirige hacia uno, con el sol a la espalda y una sonrisa inocente, mirando la ciudad. En primer plano está la Colonia de los taxistas, barrio obrero y populoso, y más allá el abigarrado caserío, que se extiende, de norte a sur y de este a oeste, hasta donde abarca la vista. Lo mejor de la panorámica está mirando hacia la derecha, esto es, hacia el norte. El perfil de la sierra de Guadarrama, con nieve en las cumbres, se dibuja sobre el cielo velazqueño. Se puede seguir con facilidad, por los rascacielos, el recorrido de la Castellana: Torre Europa, el edificio del BBVA, el antiguo Windsor —ahora en obras, será parte de El Corte Inglés—, la Torre Piccaso, blanca y alta como un tótem de marfil, las torres KIO y, ya al final, la silueta de las Cuatro Torres, que da empaque al skyline de la ciudad de Madrid. A uno le parece que la capital de España merecía tener un perfil como Dios manda, al estilo de otras grandes capitales mundiales, y la verdad es que las Cuatro Torres han contribuido a ello. Entre medias de las Cuatro Torres se cuela, desde nuestra posición, el Pirulí, que parece un OVNI posado sobre una picota.
El cielo está límpido, con una luminosidad que casi daña la vista y que hace fruncir el ceño. Uno se fija en un tren de Cercanías que está pasando por Méndez Álvaro, cuyo complejo comercial y de oficinas, con edificios modernos y acristalados, se destaca del entorno, más bien humilde. El sol espejea en uno de los edificios, y más allá, hacia el sur, el horizonte se difumina en una extraña neblina. Lo último que se ve con cierta nitidez, allende Orcasitas y Villaverde Bajo, es el Cerro de los Ángeles.
—Yo no sé tú Sebastian, pero yo me voy a sentar.
Uno llevaba esperando este momento mucho tiempo. Uno, claro es, se sienta también, pero no al instante, sino que deja pasar unos segundos que son el preludio del gran momento. A uno le parece que estas cosas se disfrutan más y salen mejor si dejamos que el tiempo siga con su compás sin interferir en él con nuestras ansias, que todo lo estropean. Uno, en suma, cree que lo mejor del amor está en los prolegómenos y no en su mero discurso, y que lo que no se tiene posee la impronta de lo imperecedero. La acompañante se sienta cruzando las piernas. Parece una mariposa blanca y juguetona.
—¡Hasta hace calor y todo! ¿No te sientas?
Con el ejercicio, la panorámica y la presencia de su acompañante, que todo lo eclipsa, uno no se había dado cuenta de que estaba sudando. En efecto, el sol, aunque invernal, pega de plano y puede decirse que hace calor. Un mirlo negro avanza dando saltitos, con cierta precaución ante nuestra presencia, hacia un cuscurro de pan que alguien dejó tirado en la hierba. Lo coge con el pico, nos mira como orgulloso de habernos quitado lo que quizá también nosotros buscábamos, y sale volando haciendo arabescos hacia una rama de un árbol cercano.
A nuestra espalda, nada más bajar la loma, está la calle Ramón Pérez de Ayala, famoso escritor. A la derecha hay otra teta más, la última, pero es más baja que en la que estamos. No merece la pena moverse. Un poco más allá, detrás de unos pinos, termina el parque y comienzan de nuevo los edificios. Uno se pone a imaginar cómo sería Madrid antes de que fuera ciudad. Según ha leído, Madrid era una campiña de abundantes y saludables aguas, con sus encinas, sus arbustos, su ganado, sus suaves colinas y sus vaguadas, por donde corrían, entre otros, el Abroñigal, ahora la M-30, el viaje de agua de la Castellana o el arroyo de San Pedro, hoy calle de Segovia. En estas ensoñaciones históricas está uno cuando se da cuenta de que su acompañante se ha tumbado en el verde. La estampa, como salida de un cuadro de Durand, es tremendamente tentadora.
—Lo que se come en estos días no tiene que ser bueno. Tengo la tripa que parece una caja de truenos —dice ella, mientra se palpa el bandujo. No sabemos si lo hace a propósito o no, pero se sube la camiseta, dejando ver el ombligo. Uno empieza a ponerse nervioso.
—Pues yo tengo hambre. ¿Y si comemos?
Abajo, un perro grande y juguetón da saltos alrededor de una niña, que va acompañada del abuelo, y la olisquea. El perro, que mueve el rabo y está muy contento, quiere jugar, pero eso la niña no lo sabe y rompe a llorar. El perro es más grande que ella y le da miedo. El abuelo intenta calmarla.
—¡Pero, hija! No llores, si sólo quiere jugar...
La niña no atiende a razones y se esconde detrás del anciano, llorando a moco tendido. Mientras, uno se decide y se tumba también, posando el oído en la tripa de su acompañante. Se escucha el funcionamiento de la maquinaria intestinal, que estos días navideños ha trabajado más de lo habitual.
—¡Cómo suena!
—Ya. Si es que me duele.
Uno cree, sinceramente, que ha llegado el momento, que la cosa no debe alargarse mucho más, bajo peligro de que se enfríe, gangrene y haya que extirpar, echándolo todo a perder. Acaricia amorosamente el liso y suave estómago de la acompañante y, como quien va a tirarse desde las alturas haciendo puenting, cierra lo ojos, se decide, y que sea lo que Dios quiera. El forcejeo es breve, la verdad es que casi ni le di tiempo a reaccionar...
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Comiendo en una cercana taberna de albañiles, donde nos sirven con extrema amabilidad una abundante, sustanciosa y económica vianda compuesta de judías con jamón y chorizo, salmón a la plancha con patatas fritas y ensalada y pudding con una pella de nata y caramelo por encima, le pregunto a mi acompañante:
—Qué, ¿ya no te duele la tripa?
—No, ya no. Ja, ja, ja...