Es este un diario con vocación vagabunda. Aparecen en él -o así lo intenta uno- sucesos ínfimos de los que no quedaría ni el recuerdo de no escribirlos aquí. Intenta uno captar esos trozos fugitivos igual que la noche de las Leónidas, en noviembre, el observador trata con todas sus fuerzas de apresar una de esas estrellas fugaces de las que, de no ser miradas, pasarían sobre la tierra sin pena ni gloria. Quisiera uno que este diario no tuviera un lugar fijo, aun sin moverse, y divagara de acá para allá, tocando este u otro tema, aunque al final siempre terminara -como de hecho así termina- hablando de lo mismo.
Caminaba por la avenida de Betanzos. Acababa de cruzar un paso de cebra cuando oí que alguien me llamaba a mi espalda. No dijo mi nombre y había mucha gente alrededor, pero supe, como se saben algunas cosas, que se dirigía a mí. Me di la vuelta, y vi a un hombre fuerte, robusto, de unos cuarenta años, con el pelo pincho, vestido así como de electricista, que salía de entre dos coches igual que un náufrago perdido en una isla desierta saldría de entre el follaje. En cuanto le miré a los ojos supe lo que quería, y ya iba a negarle categóricamente su petición soltando una de esos pretextos estúpidos -no llevo nada encima, tengo prisa, lo siento pero no, etc.- cuando, sin darme tiempo a abrir la boca, se puso a explicarme su situación. Hablaba deprisa, y de lo que me dijo sólo capté que nadie le había dado una triste sustitución en no sé cuántos meses y que no tenía con qué alimentar a sus dos hijos. Lo decía serenamente, sin dramas ni teatralidades, como esos testigos de Jehová que van de casa en casa soltando su rollo. La única diferencia y lo que le estrujó a uno el corazón fue un lagrimón, como un diamante, que le caía por una de las mejillas. Era de esas lágrimas que salen así, sin forzar, como una catarata, y que de ningún modo se podrían evitar. Hay muchos tipos de lágrimas, igual que hay muchos tipos de llantos. Aquel era un llanto de desesperación, una desesperación condensada en esa lágrima fresca, transparente y pura, como el agua de un río de montaña. Pero también era una lágrima de vergüenza por verse haciendo lo que estaba haciendo. Fue entonces cuando me palpé los bolsillos, con esa suficiencia del que tiene algo de dinero frente al que no lo tiene, saqué de uno de ellos todas las monedas que tenía y las deposité en su palma abierta. Me fijé en la mano, que era grande, gorda, poderosa, como de gorila. Como todos los mendigos, no dejó un solo instante de mirarme a los ojos. En seguida me excusé diciendo que no tenía más, palpándome de nuevo los bolsillos, como si me estuvieran atracando. Era mentira, pues me quedaba un billete de cinco euros. En ese momento me creí misericordioso, pero después, cuando nos despedimos, me sentí enormemente miserable. Antes de ello, me dijo que me lo agradecía como si le hubiera dado millones, y que a ver si podía comprarle unos macarrones a los niños. Esa frase me pareció casi como un aforismo oriental: si tienes millones, compra macarrones. A mí, como siempre, me habría gustado preguntarle cómo había llegado a esa situación, qué edad tenían sus hijos, dónde vivía, animarle, no sé, decirle que vendrían tiempos mejores, todas esas cosas. O simplemente escucharle. Pero, como siempre también, hice como si tuviera prisa, como si llevara una vida de aventurero, le dije no más que fuera todo bien y me despedí de él, procurando sonreír a su desgracia y, eso fue lo peor de todo, con mi absurdo billete de cinco euros en mi bolsillo, que me suplicaba -o eso me pareció- que le enviara con el mendigo. Y, en efecto, me sentí enormemente miserable.
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Dando vueltas por una librería me topo de bruces con un libro titulado Amar sin sufrir, lo cojo, lo hojeo. De repente algo muy íntimo se revuelve dentro de mí, siento que quieren arrebatarme lo más preciado -puede que sea la vida- y me digo que eso es como la cuadratura del círculo o como esos dibujos de geometrías imposibles. Y me voy, soltando el libro con desdén, con miedo, casi con asco.
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Otra vez la prisa o, más exactamente, hacer como que se tiene prisa. Este es un asunto muy interesante, porque hacer como que se tiene prisa obliga a mucho más que la prisa verdadera, igual que a un actor se le exige verosimilitud, y por el contrario en la vida no se le exige verosimilitud a nadie. Yo creo incluso que los hay que, no tendiendo jamás prisa, por su tipo de vida, por su talante, por lo que sea, quisieran tenerla con todas sus fuerzas, y no encontrándola, se esfuerzan por disimular con esa prisa falsa del que no va a ninguna parte pero que hace como que va a alguna, quizá a todos los lugares del mundo a la vez. Esa debería ser la única prisa que existiese: la del que va o quiere ir a todos los sitios de la tierra al mismo tiempo, o lo que es lo mismo, la del que no tiene lugar adonde ir. Lo demás son ganas de darse tono y perder el tiempo.
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“Todo individuo que no vive o poética o religiosamente es tonto” (Kierkegaard).
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Fue uno de esos escasos momentos en lo que uno se ha sentido verdaderamente feliz de ser uno mismo. Iba de camino al trabajo y pasé al lado de un bar, de amplio ventanal que da a la acera. La imagen no duró más de tres segundos, los suficientes para que quedara inserta en la memoria, quién sabe si para siempre, porque como dijo Quevedo sólo lo fugitivo permanece. Tras el ventanal, dentro del bar, en una esquina, había una mujer de unos treinta años que atendía a lo que le decía su interlocutor, en el que ni me fijé. La mujer, muy guapa, de piel blanca, pelo color de barniz y ojos claros, ni asentía ni negaba a lo que estaba escuchando. Ni siquiera movía los ojos, ni parecía respirar. Sólo miraba y escuchaba, con una bellísima expresión de cariátide, o sea, sin expresión alguna. Y eso fue lo que me hizo fijarme en ella, en esa mirada reconcentrada, bebiéndose con los ojos las palabras que el otro le decía. Y era esa ausencia de expresión lo que le confería una intensidad inusitada, porque las miradas menos expresivas son las que más cosas nos dicen. En ese momento no quise ser la mujer, porque me quitaría a mí mismo la oportunidad de observarla, tan hermosa, tan interesante, tan atenta, tan seria; tampoco quise ser el hombre que hablaba, porque no me creí en el derecho de arrebatarle el inigualable placer de ser escuchado de verdad por aquella belleza de ojos inteligentes; ni, por supuesto, quise ser todos aquellos que me rodeaban en esa populosa calle, porque ninguno, sólo yo, había sido testigo de aquello. ¿De qué estarían hablando? ¿Sería muy grave? ¿Serían novios? ¿Amantes? ¿Estarían enamorados? ¿Qué harían después? ¿Qué habrían hecho antes? ¿Dormirían juntos aquella noche?... En fin, no sé, pensándolo un poco, es una suerte tremenda haber sido el primer ser sobre la tierra que se ha hecho estas preguntas, que ahora, afortunadamente, son de todos.
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