jueves, 3 de noviembre de 2011

ESTADO DE LA CUESTIÓN

Es más bien preocupante, como ahora se verá, pero tiene arreglo; un arreglo que, afortunadamente, no puede ser más gustoso, a pesar de los desasosiegos que le proporciona a uno la impaciencia.

Estoy leyendo -más bien devorando- el libro misceláneo de Andrés Trapiello Los caminos de vuelta, una ristra de ensayos acerca de escritores españoles desde el Siglo de Oro hasta el 98, y que es el último volumen de la serie Clásicos de traje gris, compuesta por dos títulos más: Clásicos de traje gris y Sólo eran sombras, libros que uno aún no ha encontrado en ninguna librería. Por las páginas de Los caminos de vuelta desfilan Cervantes, Baroja, Unamuno, Lope de Vega, Juan Ramón Jiménez, Ramón, Galdós y otras figuras no tan brillantes ni académicas pero igualmente interesantes, como Cansinos, Eugenio Noel o Pla. Incluso se han colado algunos pintores, no menos literarios y literatos que los escritores mencionados, como Solana y Ricardo Baroja, el hermano de Pío, del que Trapiello en este libro nos deja un delicioso ensayo que completa y enriquece la visión de la obra del escritor vasco.

Los caminos de vuelta bien podría tratarse desde ya de una nueva biblia de la literatura española de todos los tiempos, uno de esos libros bisagra a partir del cual uno va seleccionando aquí y allá escritores y obras, y con la voluptuosa seguridad de hallar en él un cicerone con un gusto exquisito, del que podemos fiarnos y cogerle de la mano sin miedo a caernos, que en literatura quiere decir aburrirnos. Todos las figuras que Trapiello, un verdadero degustador de literatura, ha reunido son interesantes para uno, la mayoría porque ya eran interesantes antes de leer el libro, algunos pocos los ha hecho interesantes su lectura misma, autores de los que poco o nada sabía, aparte del nombre, y que ahora se erigen como ladrillos fundamentales de su cultura literaria y de los que se pregunta uno cómo podía haber pasado hasta ahora sin conocerlos. Son pocos los libros bisagra, como digo, aquellos que nos abren tantas y tantas puertas a otros mundos inimaginables y que sin ellos jamás habrían sido no ya sólo abiertas, sino ni siquiera descubiertas.

Ha de reconocer uno que en medio de la lectura de Los caminos de vuelta se halla un tanto abrumado ante lo que no conoce y no puede por menos que conocer, cueste los años que cueste ponerse al día, como si dijéramos. Como lector, uno tiene la vocación y obligación de leerlo todo, aunque luego, claro es, no lo consiga. Eso es lo de menos.

Y es ahora cuando ha llegado el momento de actualizar el estado de la cuestión, del bagaje literario que en el último lustro ha ido uno acumulando, como una hormiga devoradora, pequeña pero constante, y que no ha perdido el apetito.

Las amistades de uno suelen no reprocharle, pero sí repetirle con cierta incomprensión y extrañeza que sólo menciona, cita y lee -y sobre todo relee- a unos pocos, un círculo muy estrecho en el que corre peligro de asfixiarse. Y es verdad, pero sólo a medias. Ese círculo se reduce a un puñado de escritores: Galdós, Baroja, Tolstoi, Cela, Umbral. A ellos hay que unir, aunque en menores dosis, a Balzac, Ruano o Carrere, estos dos últimos escritores claramente menores al lado de los otros. Los libros de todos ellos suponen la médula de la cultura literaria del que esto escribe. Son los escritores que uno frecuenta y ha frecuentado más, sí, pero no es menos cierto que, en realidad, uno ha leído bastante poco de casi todos, sobre todo por la casi inconcebible vastedad de su producción, difícilmente abarcable en unos pocos años, si de su conjunto -y no de uno sólo de ellos- estamos hablando.

Veamos. Para empezar, decir que uno lee tres horas de media al día, unos más, otros menos, preferentemente entre semana, a un ritmo de unas cuarenta o cincuenta páginas por hora. Como se ve, no es un ritmo elevado, no es uno de los que leen rápido. Al mes caen seis o siete libros de grosor normal -unas trescientas páginas-, que al año suponen unos setenta u ochenta libros. Con esta cadencia, en estos años uno ha tenido tiempo de, por ejemplo, leer diez novelas sueltas de Galdós, más la primera serie de los Episodios, que son otras diez, y el episodio suelto Zumalacárregui. En total, son apenas veintiuna novelas. Si tenemos en cuenta que sólo Episodios escribió cuarenta y seis, se observa que, en realidad, de Galdós ha leído uno más bien poco, aun siendo el escritor del que más páginas ha leído, con diferencia. Más grave es la situación con Baroja, que, aparte de sus inmensas memorias agrupadas bajo el título La última vuelta del camino y su sinfín de novelas publicadas, escribió veintidós novelas de su serie dedicada a su antepasado Avinareta, Memorias de un hombre de acción. De esas veintidós uno no ha leído una sola -es desde ya uno de los asuntos urgentes que tiene que abordar-, y el número de novelas leídas de don Pío asciende al parco número de diez o doce. En descargo de uno hay que decir que, en comparación con otros, se trata de uno de los escritores más tardíamente descubiertos, y en su debe, que es uno de sus favoritos y que mejor se acomoda a su mentalidad, lección de estilo, de imaginación, de inteligencia, de afán descriptivo.

Con Tolstoi la cosa cambia. De los mencionados, es el escritor del que mayor porcentaje de lo que escribió conoce uno -y una de sus indiscutibles referencias literarias, morales y estéticas. Pocos seres humanos como él han moldeado la personalidad de uno, han servido de baliza en cuanto al estilo -que es más bien falta de estilo, o sea, el mejor estilo posible-, en pocos ha admirado tanto las ideas, los actos, las pasiones, las contradicciones. Del ruso ha leído uno sus tres grandes novelas, varias de las pequeñas -y no menos deliciosas-, sus relatos, sus memorias y el tranco de sus diarios editados recientemente por la editorial Acantilado en dos volúmenes. Claro que, en comparación con lo que escribieron algunos de sus colegas, el volumen de lo escrito es sensiblemente menor. Como contrapartida, Tolstoi tuvo una vida incomparablemente más rica, variada y tormentosa que todos ellos, y es uno de esos raros escritores gigantes en los que su vida estuvo -casi- a la altura de su obra. ¿Podemos decir lo mismo de Baroja, Galdós, Unamuno, Balzac, Cela o Umbral? Sobran comentarios.

Continuemos con nuestro repaso, y vayamos con Cela y Umbral. De éste, que publicó más de cien libros -muchos de ellos prescindibles, como dice Anna Caballé en la excelente biografía de Paco El frío de una vida-, el número de títulos leídos asciende a catorce o quince. Como se ve, otro exiguo porcentaje si tenemos en cuenta todo lo escrito y publicado, sin contar cuentos, artículos -de los que ha leído un único tomo de recopilación, frente a los miles que escribió-, entrevistas, reportajes o noticias. De Cela ha leído uno sus grandes y más conocidas novelas, los dos gruesos y exquisitos tomos de sus memorias, cuatro o cinco de sus libros de viajes -todos excelentes-, un volumen de artículos, otro de cuentos y algunas de sus novelas menos conocidas, como Pabellón de reposo, su Lazarillo, Oficio de tinieblas 5 o la sensacional Mazurca para dos muertos. Cela es sin duda un escritor muy frecuentado por uno, no tanto a través de la lectura, que también, como paso previo insoslayable, como a través de la relectura constante y gustosa de algunos de sus libros, hasta saberse de memoria trozos enteros, no a base de esfuerzo, sino de repetición placentera, como quien escucha y llega a saberse una canción con todas sus letras, voces, modulaciones e instrumentos. No tiene uno reparo -y sí cierto orgullo- en reconocer que ha leído de forma completa La colmena tres o cuatro veces, Viaje a la Alcarria otras tantas -con otros tantos viajes en bicicleta siguiendo su ruta- y La familia de Pascual Duarte, ocho o nueve, algunas de ellas consecutivas, como cuando de pequeños leíamos un libro o un cómic una y otra vez, seguros de encontrar en sus páginas el consuelo que en otros lugares, libros o ámbitos de la vida no existía para nosotros. Sin embargo, con Cela ocurre lo mismo que con todos. Es mucho lo que queda a uno por conocer de su obra, aunque quizá menos -y no sabe uno si esto es bueno o malo- de lo que ya conoce.

Bien, uno, es obvio, ha leído algunos libros de muchos más autores que los mencionados, aunque éstos, repito, suponen el principal acerbo de sus gustos y su cultura literaria. A ellos habría que añadir las seis o siete novelas leídas de Balzac -al lado de sus casi noventa publicadas, casi nada-, entre las que destaca su maravillosa Ilusiones perdidas, todos los libros recientemente reeditados por Valdemar de Carrere, de Ruano sus Memorias, parte de su ciclópeo Diario íntimo, un par de tomos de artículos y alguna novela suelta, en espera de hincarle el diente a la antología poética Ángel en llamas, felizmente sacada a la luz por la editorial Renacimiento. Otra vez, muy poco.

En cuanto a los clásicos -y aquí viene lo realmente grave-, de Dostoievski apenas ha leído uno tres novelas, de Dickens otras tantas, de Stendhal, solamente Rojo y negro, de Proust el primer tomo de À la recherche…, de Cervantes, ay, la primera parte del Quijote, de Valera Pepita Jiménez -y creo que ahí se quedará la cosa-, de Hesse, sólo cuatro novelas, con su Demian a la cabeza como uno de los libros de cabecera, de Homero, sí, la Ilíada y la Odisea, pero hace mucho tiempo ya, de Dante la Divina Comedia, de Maupassant, apenas Una vida, de Goethe dos novelas -el Werther, eso sí, ampliamente releído-, obviando escandalosamente su Fausto y su Poesía y verdad, de Victor Hugo nada, de Flaubert nada, de Clarín nada, de Bécquer, un puñado de leyendas, de Unamuno una novela y un tomo de relatos, de Azorín nada, de Ramón un par de libros o tres leídos a medias, de Valle dos de las Sonatas y dos o tres libros más, de los Dumas nada, de Chejov nada, de Pushkin nada, de Turguéniev -tan amigo de Liev Nikolaevich- nada, de Camus apenas un libro, de Shakespeare -fustíguenme con fuerza, por favor, y no paren hasta hacerme sangre- apenas el Otelo, de Moliere nada, de Lope de Vega un título de los más de cuatrocientos que parió, de Calderón nada, de Kafka dos novelas, de Larra solamente sus artículos, de Quevedo el Buscón y la mitad, más o menos, de su obra satírica, de Tirso nada, de los grandes poetas medievales españoles, las Coplas de Manrique, algunas canciones populares, gotas del Romancero, el Mio Cid y el Libro del buen amor, de fray Luis de León nada, de San Juan de la Cruz nada, de Santa Teresa nada, de Hemingway tres o cuatro novelas, de Zweig cinco o seis libros -todos ellos devorados- de los muchísimos que escribió, de Mann nada, de Henry Miller un libro -y no más-, de Fitzgerald otro, de Faulkner nada, de Conrad nada, de Zola nada, por no hablar de los poetas, algo de Lorca, algo de Machado, algo de Hierro, algo de Miguel Hernández -todo ello muy gustado, eso sí-, de Cernuda nada, de Salinas nada, de Rubén Darío nada, de Aleixandre nada, de J. R. J. casi nada, de Bécquer algo, de Blas de Otero nada, de Jorge Guillén nada, de Gerardo Diego nada, de Alberti nada, de Byron nada, de Shelley muy poco, de Baudelaire nada, de Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y demás ralea nada, de los filósofos bien poca cosa, algo de Schopenhauer, algo de Nietzsche, algo de Ortega, algo de Unamuno, algo de Platón, algo de Kierkegaard, de Aristóteles nada, de Sócrates nada, de Heráclito y los griegos en su conjunto nada, de Plutarco, Séneca, Cicerón y demás sabios romanos nada, de Hegel nada, de Leibniz nada, de Heidegger nada, de Kant nada, de Santo Tomás nada, de San Agustín nada, de Rousseau nada, de Montaigne nada, de Chateaubriand nada, de Descartes nada, de Voltaire nada, de Hobbes nada, de Spinoza nada, de Maquiavelo nada, de Berkeley nada, de Marx nada, de Freud nada de nada...

En fin, creo que voy a parar porque me estoy deprimiendo. Es poco el tiempo que tenemos por delante y mucho lo que nos falta por leer y releer. ¿Adónde va uno con tan poco, adónde va uno desconociendo tanto? Es verdad que lo leído por uno supera a la media de la población. Pobre consuelo, por otra parte, tan pobre que no debería ni mencionarse. De los escritores actuales mejor ni hablar, la lista de frecuentados e interesantes para uno roza lo vergonzoso: Wiesenthal, Vila-Matas, Sánchez Dragó, el propio Trapiello, con los que por otra parte también cabría enumerar lo poco que se ha leído y lo muchísimo que falta por leer. Todo esto, como dije antes, tiene solución. Los caminos de vuelta le ha mostrado a uno nuevas perspectivas de lo que conocía o creía conocer, le ha abierto un poco más los ojos a aquello que no conoce y, también, le ha estimulado el indispensable apetito y entusiasmo para abordar todo ello. En fin, quizá saber, haber leído tan poco no sea tan malo, porque nos permite abrir nuevas sendas, transitarlas y, ahí está lo bueno, disfrutar y aprender mientras tanto.

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