“No obstante, Wladimir Weidlé, en su conocido ensayo, afirma que asistimos al ocaso de la novela porque el artista de hoy «es impotente para entregarse por completo a la imaginación creadora», obsesionado como está por su propio ego; y frente a los grandes novelistas del XIX, dice, «a esos escritores que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera, a esos novelistas que, como Tolstoi, daban la impresión de ser el propio Dios, los escritores del siglo XX son incapaces de trascender su propio yo, hipnotizados por sus desventuras y ansiedades, eternamente monologando en un mundo de fantasmas».” (Extracto del libro de Ernesto Sábato El escritor y sus fantasmas).
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Después del Quijote, Baroja. Es duro dejar un libro como el de Cervantes, pero qué duda cabe que las penas con Baroja lo son menos. De Baroja cabría decir que todos sus libros se parecen pero que ninguno -al menos, ninguno de los que uno ha leído- es aburrido. Leer a Baroja no es hacer otra cosa que releer, y quizá por eso es tan placentero y nos engancha tanto, como si regresáramos a un refugio seguro, a una ciudad que nos gusta y que no por visitada reiteradamente llega a aburrirnos; al revés, se diría que a cada visita la estimásemos más. Parece encontrarse uno siempre en cada libro al mismo protagonista, las mismas damas, los mismos personajes secundarios, terciarios o cuaternarios, los mismos tipos, las mismas ciudades, los mismos cafés, las mismas casas. No hay mucha diferencia entre el Jaime Thierry de Las noches del buen Retiro, el Fernando Ossorio de Camino de perfección, el Quintín de La feria de los discretos, el Carlos Yarza de Las tragedias grotescas o el Luis Murguía de esta La sensualidad pervertida que me traigo entre manos. Son todos personajes duros e implacables, pero también contradictorios, que andan de acá para allá, siempre solos, lo cual no obsta para que vayan conociendo a infinidad de personas, con los que casi ninguno llegan a simpatizar completamente. Está claro que detrás de cada uno de ellos -o lo que es lo mismo, detrás de todos- está el propio Baroja. Si se conoce un poco al escritor vasco, no cuesta imaginárselo haciendo lo que hacen sus personajes principales, viviendo sus aventuras y desventuras y emitiendo sus opiniones sobre las cosas. Tampoco cuesta imaginarse al niño Baroja en el lugar de Shanti Andía, ni al joven Pío en el de Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia; en este caso, además, sabemos que la novela está sustentada en las propias vivencias del escritor cuando cursó la carrera de Medicina. Incluso leen todos ellos los mismos libros que leyó él.
A este respecto, el caso de Baroja es peculiar. Sabemos leyendo sus colosales Memorias, las más extensas de la literatura española -a él, que no le gustaban en absoluto los libros de memorias-, que le gustaban pocos libros y pocos escritores. Admiraba a Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoievski, Tolstoi y Moliere, pero da la sensación de que por ninguno de ellos llegó a sentir un amor intenso. Leyó mucho a Schopenhauer, con el que tiene evidentes afinidades personales, intelectuales e incluso físicas. Sabemos, por ejemplo -y entroncando, ya que estamos, las dos lecturas más recientes del que esto escribe- que el Quijote le gustaba poco; quizá lo encontraba pesado. Y resulta que, leyendo a uno y otro, no son tan diferentes. Ambos, el Quijote y cualquier novela de Baroja, son antirretóricos; ambos tienen el gusto por dar pie a la narración fluida y a la sucesión casual de las escenas; y ambos también hacen comparecer a multitud de personajes más o menos vulgares, más o menos interesantes, que aparecen un rato y de los que en muchas veces no volvemos a saber nada más. Ni el Quijote ni las novelas de Baroja son novelas cerradas, al revés, presentan deshilachados por todas partes, y quizá ahí esté el encanto, porque son como la vida, que está de por sí deshilachada. Uno se cruza con una persona, intercambia dos palabras, se toma una copa, quizá, y no vuelve a saber de él; así Baroja y el Quijote. Tienen ambos la capital diferencia del humor, consustancial al Quijote y ausente en la obra de Baroja. O si lo hay, uno no lo ha visto. Con éste no caben bromas, ni ironías; su estilo seco y preciso -permítaseme este lugar común barojiano- no da pie a ellas. Y eso no quita, paradojalmente, que algunos personajes de Baroja nos hagan reír, no por lo caricaturesco, sino por todo lo contrario; así el César Moncada de César o nada en algunos pasajes.
No hay duda del amor de Baroja por la literatura, porque dedicó su vida a ello -escribió más de cincuenta novelas-, como tampoco la hay de que tuviera o no un amplio espectro de gustos literarios, porque le gustaban cosas muy seleccionadas. Quizá ello le hiciera más independiente a la hora de escribir y le permitió tener una voz propia tan acusada. Desencantado del oficio de médico, él mismo dice que “decidió ensayar la literatura”, y se puso a escribir. Y no paró hasta el final de sus días. Da la sensación de que, al gustarle pocas cosas, tenía muy claro cómo quería escribir, y a ello se atuvo, sin salirse un ápice de ese carril. Como todos los escritores, se dirá; sí, pero en Baroja ello nos parece aún más manifiesto que en los demás. Porque lo interesante de Baroja no es lo que tiene de escritor, sino precisamente lo que no tiene, siendo escritor de la cabeza a los pies. No era partidario de las tertulias de café, ni le atraían lo más mínimo los premios y los agasajos, e incluso parece que despreciaba a sus colegas y, siendo más concretos, su manera de pasar el tiempo. Las mujeres, por otra parte, no parecían pertenecer a su mundo. Lo que sí tenía en común con algunos de ellos era su gusto por viajar, que en Baroja alcanza -siendo tan hogareño, he aquí otra de sus encantadoras contradicciones- casi una vocación, lo cual le sirvió para pintar sus libros con maravillosas descripciones de la tierra española y sus ciudades y pueblos, imaginarios o no, que eso es lo de menos.
En fin, Baroja y el Quijote, el Quijote y Baroja. Alguno pensará que es absurdo e incluso herético mezclarlos en un mismo texto, y más aún compararlos. Y uno no le quitará la razón. Ya dijo el mismo Don Quijote que las comparaciones son odiosas, en otro lugar común de los que salpican la novela que dicho por cualquiera cansa e irrita pero que salido de la boca de nuestro héroe español adquiere un significado distinto. Así son los grandes, que reinventan los refranes, aun diciéndolos con las mismas palabras que el resto de los mortales. Eso -y sabemos que no es así-, suponiendo que Don Quijote fuera mortal.
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He aquí un apunte para la reflexión: cuando andamos por la calle mirando al suelo y vemos un insecto, la tendencia es pisarlo.
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“Nada envanece tanto a uno como sentirse completamente olvidado” (Vila-Matas).
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Es curioso que cuando lee uno un libro se acostumbra a su compañía y, sin darse cuenta, termina hablando y actuando como sus personajes y buscando hacer y que le ocurran las mismas cosas. Así, quizá esté uno tirando por la borda un romance real y físicamente tangible por creerse un poco quijote y preferir que esa chica que conocimos en el gimnasio pero con quien jamás cruzamos una sola palabra -se apercibe cualquiera de que uno se está refiriendo a alguien bien real y que, por tanto, esta nota es eminentemente autobiográfica- se mantenga, como Dulcinea, en la región etérea de los sueños y los ideales, pura en el desconocimiento e ignorancia que tenemos de ella. Claro que, leyendo ahora a Baroja, seguramente muy pronto nos entren ganas de asaltarla con denuedo y hablarla, así, sin más, cortada y secamente, como sus personajes. Y si uno estuviera leyendo a Cela, la cosa podría subir de punto, y probablemente pasáramos directamente a yogar* a lo salvaje en los vestuarios, como Pascual Duarte con Lola en el cementerio. Más noticias en próximas entregas de El pan y la leña.
*Yogar: holgarse, y particularmente tener acto carnal. Este vocablo, "anticuado" según la RAE, está registrado en el Quijote, segunda parte.
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