viernes, 11 de noviembre de 2011

DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO

Continuando con las palabras y el “sueño calenturiento”, como dijo Cela, que anida en cada una de ellas, hace poco recordé un juego que mi hermano y yo inventamos de pequeños en aquellas horas de solemne aburrimiento cuando nuestros padres esquilmaban los bares en las tediosas mañanas de domingo de hace dieciocho, veinte años quizá. Menciono lo de los bares porque es la imagen que se me ha quedado grabada en la memoria: la de mi hermano y yo en la calle, a la puerta de un bar de domingo, con ese aroma que tienen los bares en domingo, mirando al cielo, suspirando por un balón de fútbol -o en su defecto unos calcetines enrollados- que nos aliviara del tedio. Pero, si algo bueno tiene el tedio, es que puede desaparecer en cualquier momento, y que, algunas veces, sirve de fatal estímulo para emprender las más heroicas y solemnes acciones humanas, tales como aquel bendito juego que mi hermano y yo, repito, inventamos desde la inteligencia inigualable de nuestros ocho y seis años, respectivamente. Porque esto conviene aclararlo: los niños son los únicos inventores puros que existen. Es más que probable que aquel juego existiera desde milenios antes de que nosotros lo pusiéramos en práctica. Pero, ¿qué importa? ¿Deslegitima eso nuestro derecho de haberlo inventado, siendo niños como éramos? ¿Fuimos menos inventores nosotros, aquellos niños, que los niños de hace dos mil años que, por su cuenta y en sus largas horas de aburrimiento, inventaron también ese juego? ¿Son menos inventores que nosotros los niños que en este mismo momento están inventando ese mismo juego que nosotros inventamos veinte años atrás, mientras a su vez otros niños también lo estaban inventando?

La cosa era muy sencilla. Se trataba de relacionar palabras. Así, sin más. En la relación de esas palabras había una especie de componente poético, incomprensible y misterioso, del que escapaban posibles explicaciones racionales y sensatas, pero en el que ambos estábamos plenamente de acuerdo. Se diría que razonábamos como los locos y los genios, por destellos inarticulados e intuiciones extrañísimas, sí, pero irrebatibles en su extrañeza. El mecanismo se inició de manera muy sencilla y se fue alambicando progresivamente. Y no se sabe si fue ese alambicamiento lo que nos propulsó a descubrimientos asombrosos, o si fueron estos descubrimientos los que alambicaron el juego, que terminó, habiendo empezado de forma tan sencilla, siendo un artilugio complejísimo del que se derivaban increíbles consecuencias para nuestra visión y comprensión del mundo.

El bar frente al cual estábamos mi hermano y yo aquel domingo de finales de los ochenta o principios de los noventa ya no existe. En su lugar no hay nada, sólo el rótulo viejo y desgastado, “Bar Agustín”, y unos terribles y oxidados cierres de metal, que parecen los de una cárcel o los arcanos de un galeón naufragado. Era un bar de barrio, frecuentado por las masas obreras del lugar, más bien descuidado y sucio, de esos que huelen a una mezcla de cerveza, gambas a la plancha y la lejía con que limpiaron el suelo la noche antes, y cuyo suelo está tapizado por servilletas usadas, palillos planos y huesos de aceituna. El dueño, como se habrá inferido, se llamaba Agustín, y era un hombre pequeño, pero recio y curtido, la color roja de saludable como estaba, las carnes abundantes y prietas y el humor excelente, propenso a la carcajada y el chascarrillo. Le recuerdo trabajando con frenesí y fe -profesión viene de fe, como habitualmente nos recuerda César González Ruano en sus artículos- y las manos manchadas por la espuma de las cervezas que se caía como una catarata de las cañas que servía a los clientes.

La primera asociación se dio, digamos, de manera natural. Cayó como un meteorito, de repente y desgajada del silencio de la mañana de domingo. No sé si fui yo o mi hermano. Lo que sí recuerdo es que alguno de los dos dijo: “Agustín-vino”. Así, sin más. Parece lógico: el color tinto del rostro de Agustín y el del vino que él mismo servía. Uno de los dos, el que no habló, soltó una carcajada, y, aún más, abrió su mente, descubrió un mundo inexplorado. A continuación vino una avalancha de asociaciones similares, casi todas relacionadas con aquel Agustín saludable, tierno, cálido y áspero a la vez, como el buen vino, y que, como el buen vino también, llevaba en sí multitud de aromas y sabores. Hablábamos por turnos: Agustín-cerveza, Agustín-sombrero, Agustín-carne, Agustín-pelo, Agustín-aliento, Agustín-aceituna, Agustín-moco, Agustín-sano (por alguna misteriosa razón, utilizábamos la palabra sano como sustantivo), y así decenas de asociaciones, algunas relacionadas con el bar, otras verdaderamente absurdas, pero que, en nuestra inteligencia infantil, comprendíamos a la primera. Y nos bastaba con decir una pareja de palabras, una detrás de otra, sobrando cualquier explicación. Pasado un rato, nos dimos cuenta de que Agustín pegaba con cosas tan extrañas como Pirulí, árbol o coche, y que en aquel hombre había todo un mundo inabarcable, mucho más para dos niños que habían tenido la modesta pretensión de inventar un juego pero que, a la vez, parecían los únicos seres sobre la tierra capaces de descifrar el misterio de la existencia de Agustín y, por añadidura, de la existencia a secas.

Pasado un rato, y cuando nos hubimos cansado del filón Agustín, pasamos a una asociación libre, relacionando palabras elegidas al azar, y con cada una de las cuales también hallamos miríadas de conexiones absurdas y disparatadas, pero claras como la luz de una bombilla para nosotros. Qué lástima no recordar una sola de las parejas de palabras que creamos, una tras otra, en un frenesí de imaginación, poesía, filosofía y humor. Y así pasamos la mañana, una mañana que jamás volvió a repetirse, tan sólo a ser recordada ocasionalmente -el día que descubrimos el mundo-, igual que cuando comentamos un momento feliz del pasado y nos callamos y nos quedamos pensativos y asintiendo, como diciendo, eran buenos tiempos, eran buenos tiempos.

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