martes, 22 de noviembre de 2011

LA LLAGA DE TODOS LOS DÍAS o LAS VICTORIAS PÍRRICAS (Continúa el experimento)

Ayer por la mañana llegó la primera gran prueba, y fue saldada con éxito. Por la tarde me sentía un verdadero triunfador, como si acabara de aprobar unas oposiciones o como si me hubieran admitido en Harvard, o Cambridge, o cualquiera de esas universidades de tan pomposo y espléndido nombre, pero ahora, apenas un día después, lo siento como una victoria pírrica, en la que de tanto como se ha perdido se pone en duda si tantos esfuerzos para alcanzarla merecieron la pena.

Fue hasta divertido, aunque en absoluto sencillo. Como cada día de las últimas semanas, salí de casa con el propósito de continuar con mi experimento y, por tanto, no mirar a nadie. La mañana se dio muy bien en ese aspecto, aunque tampoco hubo situaciones especialmente peligrosas, hasta el momento que a continuación relataré.

Cogí el autobús de siempre para ir al gimnasio y, con vistas a que el trayecto se pasara más rápido y entretenido y no hubiera lugar a flaquezas, me puse a leer la novela que tengo entre manos, Aún es de día, de Delibes. Yo estaba sentado en una de las últimas filas, en uno de esos asientos de cuatro que hace que los viajeros se sitúen uno enfrente del otro (grave error por mi parte, ¿quizá buscado inconscientemente para ponerme a prueba?). No llevábamos ni diez minutos cuando, por el pasillo, sentí que se acercaba una chica preciosa, de unos veinte años; la sentí, pero juro por lo más solemne que en ese momento no llegué a mirarla. El cómo supe que andaría por los veinte años y que era preciosa es un misterio que ni siquiera yo sé descifrar. Sobre mí cayó la mala sombra de que se sentara enfrente de mí, y en ese momento tuve la certeza de que se iba a desatar una durísima pugna conmigo mismo, de la que saldría purificado si tenía éxito. Se trataba, insisto, de no mirarla en ningún momento, ni siquiera aprovechando que ella no se diera cuenta. Mirarla una sola vez equivalía a fracaso y a tirarlo todo por la borda, aun en el caso de no mirarla una sola vez más en los veinte, treinta minutos que durara el trayecto.

Uno sabía que tarde o temprano una situación así iba a darse, y creía que los momentos más delicados iban a ser los primeros, y que según pasara el tiempo uno acabaría por acostumbrarse a fijar su atención en otras cosas o en el libro que fuera leyendo, y que la chica se iría desdibujando progresivamente, que su imagen iría muriendo de inanición, hasta desaparecer por completo pese a seguir físicamente en el mismo lugar, ahí delante, el rostro a menos de un metro de uno y rozándonos las rodillas. Y resulta que, después de lo de ayer, uno se da cuenta que no, que la presencia de la chica se fue haciendo más y más potente, más y más tangible, cercanísima en su astronómica lejanía, pese a no mirarla, o quizá precisamente por ello. Fue difícil no mirarla en el primer momento, sí, como tiene la costumbre uno de hacer, pero más difícil aún fue aguantarse, igual que se dice que lo difícil no es llegar, sino mantenerse.

Estoy seguro de que si no llega a ser por el libro, habría sucumbido. Había veces que, desconcentrado por la chica y mi esfuerzo por ignorarla, ni siquiera leía, sólo mantenía la vista fija en las hojas, o en una palabra concreta que leía una y otra vez, cualquier cosa con tal de no levantar la cabeza. Ocasionalmente miraba el paisaje por la ventana, procurando componer un ademán vagamente melancólico y abstraído, pero en seguida regresaba al libro, único refugio seguro si de salir con vida y orgulloso de aquel autobús se trataba, y aun conseguía hilar la lectura de unas cuantas páginas, que eran más reconfortantes y disfrutadas en tanto me mantenían dulcemente alejado del peligro, del desasosiego que suponía aquel hermoso rostro que, cosas de la vida, jamás llegué a conocer.

Mi pensamiento central era considerar qué podría pasar por la cabeza de la chica al ver que el que tenía delante no parecía haber reparado siquiera una milésima de segundo en ella. Alguien así, qué duda cabe, está acostumbrada a ser asaeteada por los ojos de decenas de personas cada día, y no sabe uno que el que la ignoren en un trance como el de ayer en el autobús le provocará extrañeza, exasperación, indiferencia absoluta o alivio. Uno, está claro, con su calculada actitud buscaba la extrañeza y, por qué no, la irritación, despertar en la chica un sentimiento probablemente desconocido en una edad que para la que es guapa no parece transportar decepciones de ningún tipo. Ni siquiera sé, lógicamente, si llegó a mirarme en algún momento, ni si llegó a apercibirse realmente de mi presencia como ser humano, como si delante de ella hubiera no más que un autómata de cartón o un montón de huesos, como tantos que se encuentra día tras día en ese mismo autobús y que no tienen el (absurdo) orgullo que uno tuvo ayer de dejarla pasar sin mirarla.

Fueron pasando los minutos, algunas hojas de la novela, algunos paisajes urbanos, todo muy despacio, y poco antes de bajarme supe sin género de dudas que había salido vencedor de ese duelo conmigo mismo, o con los huesos de mi gran calavera, como diría Lorca, y que sólo restaba superar el último momento de peligro, que era el de la despedida. Por mi cabeza no pasaba el echar por tierra el trabajo de aquella media hora con una postrera y claudicante mirada que, estaba claro, no podía más que sumirme en la más profunda tristeza, que además iba a acompañarme durante todo aquel día, echándolo a perder, y a ahondar más en la llaga de todos los días. Buen título, por cierto, para algo: La llaga de todos los días.

En fin, me bajé yo antes del autobús, sin mirarla en ningún momento, desconociendo su verdadera belleza, renunciando a un posible (pero poco probable) bonito cruce de chispas y energías eléctricas y a un rostro que poder recordar y meter, por qué no, en alguna novela o algún cuento, pero con la victoria bajo el brazo, tan pírrica, que ahora, un día después, puede dudarse incluso de llamarla como tal.

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