martes, 15 de noviembre de 2011

UN MADRID BAROJIANO


Hace poco visité por primera vez desde que lo inauguraron el parque de la Arganzuela, en los alrededores del puente de Toledo, pero que se extiende en un inmenso pasillo verde a lo largo del Manzanares desde Príncipe Pío hasta Legazpi. La última vez que pasé por allí, un año y medio atrás, todo aquello era un desmonte amarillo y polvoriento, con el pobre riachuelo corriendo sucio y aturdido por entre un bosque de máquinas gigantescas y ruidosas, que más que excavadoras y grúas parecían aquellos extraterrestres que salían de las entrañas de la tierra en La guerra de los mundos. Entonces, nada podía hacer pensar que poco más de un año después allí nacería un parque pastoril y bucólico, una nueva Arcadia en una zona tan madrileña y madrileñista, muy cerca de la puerta de Toledo y el Vicente Calderón, a quince minutos del Palacio Real y la catedral de la Almudena -vía paseo de los Melancólicos o paseo Imperial-, las ermitas de San Antonio de la Florida, Virgen del Puerto y Santa María de la Cabeza lamiendo las orillas del río y con las sacramentales de San Justo y San Isidro y sus cipreses recortados como dientes de sierra sobre el fondo del cielo velazqueño, o mejor goyesco, pues qué duda cabe que toda esta zona, con la pradera de San Isidro tan cercana, es muy de Goya, muy del 1800 -esa época tan madrileña-, muy castiza, muy popular pero también muy aristocrática, muy de la manolería pero también muy de la Pepita Tudó, por poner un ejemplo cercano, muy goyesco, muy madrileño.

Sí, es una zona muy madrileña, quizá la más madrileña de todas, no sólo porque al escaso amparo de este río naciera el Madrid primitivo -el musulmán Magerit-, sino porque aquí se han celebrado durante siglos las fiestas más madrileñas, y, gracias a Goya de nuevo, ha quedado retratada para siempre, creando para el madrileño una imagen prototípica de lo madrileño, con su luz, su azul, su verde, su romería, su revoltoso carácter. No muy lejos están también la Montaña de Príncipe Pío, la puente segoviana, el viaducto de la calle Bailén, el Madrid de los Austrias -al que se accede por la empinada calle Segovia-, San Francisco el Grande y la puerta de la Vega. Todo ello suena mucho a Madrid, incluso para los que menos conocen su ciudad, y todo ello se acumula en este sector que mira desde su balcón sobre el Manzanares los atardeceres madrileños, con el tapiz aterciopelado de la Casa de Campo en primer término, más allá el abigarrado Carabanchel y, al fondo, como una mujer dormida en llamas, la sierra de Guadarrama.

Ahora, este parque longitudinal, cuyas faraónicas obras los madrileños hemos sufrido durante años, completa y mejora la estampa más madrileña de Madrid. Las márgenes del Manzanares han tenido durante la historia muchas caras, muchos usos, siempre con la sensación de provisionalidad que Madrid ha tenido para con su río, con el que nunca ha sabido muy bien qué hacer, quizá porque nunca le ha servido para mucho, solamente para eso, para, como cualquier gran ciudad europea y mundial, tener un río, aunque sea tan pequeño y humilde como el Manzanares. Al lado del Sena, del Támesis, del Rin, del Moscova, del Tíber incluso, el Manzanares queda como un subafluente de todos ellos, como subafluente que es del Tajo, mediando el Jarama. Nunca sacó Madrid gran provecho de su río, esa es la verdad -el agua siempre vino de la sierra-, de no ser por la desaparecida playa y las esforzadas amas de casa madrileñas, que durante siglos lavaron en él sus camisas, en el lavadero con mejores vistas del mundo, con el Palacio Real enfrente, o de espaldas, según se colocaran.

Esta pequeñez, ridiculez casi, del Manzanares ha sido cantada por los grandes poetas y literatos de Madrid. Quevedo le dedicó aquellos versos

Manzanares, Manzanares,
arroyo aprendiz de río,
tú que gozas, tú que ves,
en verano y en estío,
las viejas en cueros muertos,
las mozas en cueros vivos

y Tirso, esos otros

Título de venerable
merecéis, aunque pequeño,
pues no es bien viéndoos tan calvo
que os perdamos el respeto.

Como Alcalá y Salamanca,
tenéis (y no sois Colegio)
vacaciones en verano
y curso sólo en invierno

dejando bien claro que el complejo de Madrid con su río viene de antiguo y es, digamos, una característica más de lo madrileño. Las márgenes del Manzanares han servido de lavadero y autopista, dos usos bien poco apropiados para un río de una gran ciudad y, como decíamos, con algo de provisionalidad. Es indiscutible que, en el Manzanares, sus márgenes siempre han sido más importantes que el propio río, cosa que no cambia en los albores del siglo XXI con este parque que es de esperar que sea el uso definitivo que se les dé. Al fin, el Manzanares podrá discurrir tranquilo.

Goya, Velázquez, Quevedo, Carlos III, del que no querríamos olvidarnos, y más recientemente Umbral, que ubicó aquí muchas escenas de sus novelas y libros memorialísticos. Todos nos remiten a este Madrid. Muy cerca, en la mencionada Sacramental de San Justo, están enterrados Larra y Gómez de la Serna, dos escritores muy madrileños también. Galdós no se acercó a esta zona, siempre deprimida, más que en su novela Misericordia. Pero ninguno de estos buques insignia de lo madrileño -quizá sólo Goya se le acerque- penetraron en las márgenes del Manzanares más que Pío Baroja, que en su trilogía La lucha por la vida nos ha dejado estampas inolvidables de un Madrid miserable, canalla, sucio y polvoriento, como lo era durante la construcción del parque lineal. Por fortuna, aquel Madrid barojiano de randas y mendigos ha concluido, pero conviene no olvidar lo que fue para valorar aún más lo que ha llegado a ser, un espacio privilegiado al que todos podemos acercarnos, y que no por haber alcanzado una estética favorable es menos madrileño, pues que lo madrileño se basa precisamente en lo mudable de casi todo su ser, aun siendo una ciudad históricamente provinciana, anclada en el pasado.

Sería divertido saber qué pensaría Baroja de ver este Madrid de La busca, entonces tan feo, de “aduar africano”, como él mismo escribió, ahora convertido en un jardín por donde los domingos pasean las familias, la gente va en bicicleta y hace footing e incluso han construido un posmoderno puente de metal, que parece un gusano gigante, para los transeúntes. Pensándolo un poco, lo más seguro es que le diera igual, porque a Baroja todo le daba igual, y en cualquier caso poco importa, porque hace más de cincuenta años que murió, y tenemos que conformarnos con sus maravillosas descripciones, las mejores de toda la literatura española.

Es un ejercicio saludable el confrontar aquel Madrid de Mala hierba con el actual a partir de los textos del escritor vasco y fotografías del hoy. Eso es lo que uno querría hacer en este blog, si Dios nos da tiempo y fuerzas para ello. Un homenaje a Baroja, un homenaje a las figuras ilustres que dibujaron para nosotros, para la posteridad, una zona de Madrid tan madrileña; un homenaje a la literatura y la pintura y, sobre todo, un homenaje a Madrid mismo, pues los que vivimos en esta ciudad muchas veces nos olvidamos de ella, y parece que no fuera suyo lo que es tan suyo, su literatura, su arte, su gente, su carácter, su habla incluso, pues los madrileños también tenemos nuestro acento. ¿O no, tron?

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