miércoles, 9 de noviembre de 2011

LEYENDO A BAROJA

Pío Baroja, dibujo de Ricardo Baroja
Ha leído uno muchas veces, de pluma de grandes escritores, que lo verdaderamente importante en un escritor es que llegue a tener una voz propia que todo el mundo reconozca con sólo leer unas líneas. Y así parece que ocurre. Basta un párrafo de Galdós, de Cela, de Tolstoi, de Balzac, para saber que es de ellos y no, de ninguna manera, puede ser de otro. Yendo un poco más lejos, estos escritores no sólo han creado una voz propia, sino aún más, un idioma propio, utilizando -y ahí está la magia y el misterio- las mismas palabras que el resto de mortales, sean escritores o no. Definitivamente, la palabra invierno no significa lo mismo dicho de boca de cualquiera de nosotros, de cualquiera de los miles de millones de seres humanos que pueblan y han poblado la tierra, que rotulada por la pluma de Baroja. ¿Qué nos quiere decir Baroja cuando, en una de sus novelas, coloca sin más ni más, sin esfuerzo de la voluntad diríamos, con la naturalidad de las cosas sencillas y duraderas, la palabra invierno? Esta palabra, en Baroja, significa muchas cosas, aparte del contexto de la historia en que se utilice: un estado de ánimo, una característica de su propio carácter, una nostalgia, una necesidad, un inefable deseo de conservar el tiempo en su frío. Eso, y muchas cosas más que, como estas, nada más principiamos a intuir, a sentir, a comprender. Lo más curioso de todo es que seguramente Baroja jamás se propuso decir nada más que invierno al mentar esta palabra; esto es: lo más probable es que se refiriera con ella a las isobaras, a un rango de temperaturas exclusivo de esa estación, al grado de inclinación de los rayos solares sobre el planeta, al color de un cielo incluso. Y, lo que nos pasma, lo que nos conmueve, es que no queriendo decirnos nada más que eso nos dijera mucho, muchísimo más que eso. Lo más asombroso es que, como los poetas, consiguiera que en una palabra cupiera mucho más de lo que cabe realmente en esa palabra, como esos hombres menudos y flacos, tan poca cosa, y esas mujeres delicadas y ojerosas -tan barojianas por otra parte-, descoloridas y visiblemente agotadas, con muchos hijos que cuidar, muchas obligaciones que atender y nada de tiempo para sí mismas, que sacan las fuerzas de no se sabe dónde.

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