martes, 8 de noviembre de 2011

TÍTULO Y SOLAPA

Hace un tiempo escribió uno en la libreta que lleva siempre consigo y cuyos apuntes a vuelapluma son la savia de la que se alimentan estas páginas cibernéticas lo siguiente: “Título para algo: El pan y la leña." Creo que viene en una entrada reciente de este mismo blog. Ese algo podía ser cualquier cosa, un cuento, un artículo, el relato de una escena real o apócrifa, una novela, un soneto, una glosa, o simplemente vagar por el tiempo y el espacio como título de nada, completo en su insuficiencia y soledad, o como un verso suelto de un poema jamás escrito, o, también podría ser, como un poema de un solo verso. Cuán lejos estaba uno de imaginar que lo que era un título para “algo” iba a convertirse en el título de lo que uno estaba escribiendo en ese mismo momento, igual que muchos tienen al amor de su vida en su día a día, delante de sus narices, durante años, sin siquiera sospecharlo.

Sí, querría uno que este proyecto de diario llevara ese nombre: El pan y la leña. Algo de todos los días, mínimo y cotidiano, pero sin lo cual uno no podría pasar. Algo que, pese a estar escrito en y la mayor parte de las veces sobre Madrid, tuviera un cierto sabor tradicional, provinciano, rural, y oliera a pueblo por la mañana. Algo que alimentara sin empachar, y diera calor, y que tal como se hiciera se ofreciera al público, y sólo sirviera para ese día en que fue fabricado, escrito, pero también que incluyera otros panes, otros tiempos, porque en realidad el pan es siempre el mismo. Algo que resultara crujiente al paladar y al oído, el pan y la leña, y que gozáramos en su sencillez. Algo que fuera eso, sencillo, la sencillez misma, huyendo de retóricas, pretenciosidades, lujos, metafísicas y trascendencias. Algo sin lágrimas ni lamentaciones, porque el que tiene pan no llora, pero, por qué no, también chisporroteante, como la vida misma. Algo, en fin, que fuera a la vez corteza y miga, duro y tierno, y que fuera en ese contraste donde se encontrara su encanto, y que no pudiera darse lo uno sin lo otro, y que supiera mejor hecho al calor de un buen leño de roble, que es nuestra alma, nuestra sensibilidad. Algo, en fin, que fuera de todos y no solamente de uno, y que se disfrutara comunalmente, en alegre y sosegada tertulia, como si, siendo excursionistas de la vida, llegáramos a una casa de montaña y el pastor nos acogiera no más que con su hospitalidad, un fuego y una hogaza de candeal recién hecha. Sea.

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