¿Qué no se habrá dicho de este cuadro por personas infinitamente más inteligentes y sensibles que uno? ¿Qué podría añadir uno? Probablemente, nada, pero aun así, estas páginas quedarían inconclusas si algo no se dijera. Querría estar uno dentro de este cuadro. Y así lo querría no por un loco delirio de algo inverosímil, como cuando de pequeños queríamos ser superhéroes, sino precisamente porque parece perfectamente posible dar un paso, apartar un poco al mastín del primer plano que descansa ajeno a todo, tocar la cabeza de una de las meninas y con cuidado y sosiego avanzar tranquilamente por esa habitación del Alcázar de Madrid para mirar lo que Velázquez está pintando. Quizá descubriéramos que nos estaba pintando precisamente a nosotros, los contempladores del cuadro, y no a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, como sugiere el espejo del fondo. ¿Sería posible encontrarnos a nosotros entre toda esa masa de la humanidad que ha mirado el cuadro alguna vez? ¿O quizá Velázquez se toma la molestia desde hace cuatro siglos de pintarnos uno a uno, igual que esa abnegada estrella de la música que respondiera una a una todas las cartas de sus fans? También querríamos mirar los cuadros de Rubens que hay en las paredes, fijarnos en la sala de un edificio hoy desaparecido y conversar con ese señor del fondo, el que está con un pie en un escalón y otro pie en otro, mirando no se sabe si a nosotros, a los que estamos fuera del cuadro, o lo que está haciendo Velázquez, o a todo a la vez. Querríamos, sí, llamarle por su nombre: “¡Qué pasa, don José!”, estrecharle la mano, palmotearle en el hombro y que nos contara algunas cosas acerca de su época, de los reyes, príncipes e infantes, contarle nosotros a él algo de la nuestra, y regresar a nuestro mundo, a nuestra casa, como si hubiéramos ido a comprar pipas y por el camino nos hubiéramos encontrado a un viejo amigo del barrio. Sabemos su nombre, José Nieto, y que es aposentador del palacio. Se trata de una de las primeras figuras en movimiento de la historia de la pintura y es, sin disputa, una de las más cercanas, a pesar de su lejanía física, admirablemente conseguida gracias a la perspectiva más perfecta jamás pintada. Azorín le veneraba, y llegó a dedicarle un artículo entero y a mencionarle en su maravilloso libro Castilla. Dice:
¿Ves ese señor que está en el fondo, junto a una puertecilla de cuarterones, levantando una cortina, con un pie en un escalón y otro pie en otro? Es don José Nieto; muchas veces hemos platicado en estas soledades. Ese hombre lejano -lejano en el fondo del cuadro… y en el tiempo-, siempre ha ejercido sobre mí una profunda sugestión. No sé quién es; pero su figura es para mí tan real, tan viva, tan eterna, como la de un héroe o un genio…
No estamos seguros de si José Nieto acaba de llegar a la habitación o se está marchando. Sentiríamos de corazón que se tratara de esto último, como así parece, aunque afortunadamente Velázquez pudo atrapar su efigie antes de que desapareciera de la escena. Quizá se acercara un momento para ver cómo iba todo y luego volviera a sus quehaceres. No lo sabemos. Cuando a Dalí le preguntaron qué salvaría del Prado en caso de incendio, respondió sin dudar que el aire de Las Meninas. Es cierto, es un aire puro, sin viciar, y nosotros, que ciertamente podríamos pasar dentro y respirarlo, preferimos no hacerlo; preferimos, a veces, contemplar a ser contemplados.
***
¡Qué figura más antipática la de Menipo! Sí, en este caso no podemos esconder nuestra repugnancia. Este viejo andrajoso, de cara flaca y angulosa, que quiere volvernos la espalda y que no quiere saber nada de nosotros, y que se solaza en ello con una sonrisilla absurda, parece esconder algo celosamente de nuestra vista debajo de la capa. Nos recuerda a esos niños egoístas que no querían compartir sus juguetes. Quizá sea dinero lo que esconde, o un mendrugo de pan. ¡Qué nos importa!, le decimos, aunque fueran cien onzas de oro. No necesitamos más para vivir y estamos saciados, Menipo. Los libros que has leído, filósofo, no te han hecho buen efecto. Ni siquiera los amas, ¡mira cómo los tienes tirados por el suelo! Guárdate tus miserables e inmensas riquezas para ti solo, que nosotros compartiremos nuestros escasos bienes con quien estimemos más oportuno. Y no serás tú, Menipo, y no serás tú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario