miércoles, 23 de noviembre de 2011

TRES GLOSAS



Fue como una pedrada en la frente, o como si uno hubiera ligado. Ligar con una alta dama en el museo del Prado, ¿se puede pedir más? Caminando entre tanta excelsitud, este cuadro despierta en nosotros las mejores notas, las más dulces, las más valiosas, quizá, y le sume a uno en un extraño estado de imbecilidad transitoria -que diría Ortega y Gasset-, como si estuviera enamorado. No es una de las obras maestras oficiales de la colección, no estamos ante un Goya, un Velázquez, un Greco, un Tiziano, un Durero. Pero, sobre todo si uno no lo conocía y se lo encuentra de sopetón -como se encuentran siempre las mejores cosas-, le despierta a la vez estupor y alegría. No tiene nada que ver con la grandilocuencia que produce la contemplación de lo que se llama una gran obra universal, por la que todos nos sentimos partícipes de lo mismo: la Humanidad; más bien se trata de algo íntimo, callado, como escuchar en silencio a un mirlo silbar en un jardín. Entre la seriedad y adustez de los retratos de Mengs, Anguissola, Goya, Velázquez y el mismo Madrazo, Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches, surge como una rara flor de casualidad, con esos ojos pícaros y juguetones, fijos en el pintor, en nosotros, que nos sentimos revivir, y con esa sonrisa también juguetona, como de adolescente que ha perdido definitivamente la vergüenza. ¿Qué quieren decirnos esos ojos claros y brillantes y esa sonrisa contenida? Parece que se interesa por nosotros; sí, se interesa por nosotros, y eso es lo que nos hace resucitar; y se interesa con una vivísima curiosidad, otra vez de adolescente que ha despertado al mundo y se ha quitado cadenas. El intercambio, la dialéctica, entre cuadro y contemplador alcanza aquí el culmen, sólo igualado por la maravillosa perspectiva de la habitación de Las Meninas. Ella, la condesa de Vilches, nos da porque nosotros le damos; y le damos simplemente nuestra presencia. Resulta curioso que Madrazo, un pintor romántico, pintara este retrato optimista de la nobleza precisamente en una época en que la nobleza no era más que los rescoldos de su propia llama. Pero la tez sonrosada, los brazos blandos y suaves, el rostro lleno, esos ojos y esa boca, lo desmiente, sin necesidad de atenernos a conceptos puramente materiales tales como los vestidos y los muebles, y eso es lo que queda. Viendo este cuadro, se diría que la nobleza alcanza por aquel entonces su esplendor. Mataríamos al que nos dijera lo contrario, porque es de mala educación no dar la razón a quien está locamente enamorado de nosotros.

***

¿Qué no se habrá dicho de este cuadro por personas infinitamente más inteligentes y sensibles que uno? ¿Qué podría añadir uno? Probablemente, nada, pero aun así, estas páginas quedarían inconclusas si algo no se dijera. Querría estar uno dentro de este cuadro. Y así lo querría no por un loco delirio de algo inverosímil, como cuando de pequeños queríamos ser superhéroes, sino precisamente porque parece perfectamente posible dar un paso, apartar un poco al mastín del primer plano que descansa ajeno a todo, tocar la cabeza de una de las meninas y con cuidado y sosiego avanzar tranquilamente por esa habitación del Alcázar de Madrid para mirar lo que Velázquez está pintando. Quizá descubriéramos que nos estaba pintando precisamente a nosotros, los contempladores del cuadro, y no a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, como sugiere el espejo del fondo. ¿Sería posible encontrarnos a nosotros entre toda esa masa de la humanidad que ha mirado el cuadro alguna vez? ¿O quizá Velázquez se toma la molestia desde hace cuatro siglos de pintarnos uno a uno, igual que esa abnegada estrella de la música que respondiera una a una todas las cartas de sus fans? También querríamos mirar los cuadros de Rubens que hay en las paredes, fijarnos en la sala de un edificio hoy desaparecido y conversar con ese señor del fondo, el que está con un pie en un escalón y otro pie en otro, mirando no se sabe si a nosotros, a los que estamos fuera del cuadro, o lo que está haciendo Velázquez, o a todo a la vez. Querríamos, sí, llamarle por su nombre: “¡Qué pasa, don José!”, estrecharle la mano, palmotearle en el hombro y que nos contara algunas cosas acerca de su época, de los reyes, príncipes e infantes, contarle nosotros a él algo de la nuestra, y regresar a nuestro mundo, a nuestra casa, como si hubiéramos ido a comprar pipas y por el camino nos hubiéramos encontrado a un viejo amigo del barrio. Sabemos su nombre, José Nieto, y que es aposentador del palacio. Se trata de una de las primeras figuras en movimiento de la historia de la pintura y es, sin disputa, una de las más cercanas, a pesar de su lejanía física, admirablemente conseguida gracias a la perspectiva más perfecta jamás pintada. Azorín le veneraba, y llegó a dedicarle un artículo entero y a mencionarle en su maravilloso libro Castilla. Dice:

¿Ves ese señor que está en el fondo, junto a una puertecilla de cuarterones, levantando una cortina, con un pie en un escalón y otro pie en otro? Es don José Nieto; muchas veces hemos platicado en estas soledades. Ese hombre lejano -lejano en el fondo del cuadro… y en el tiempo-, siempre ha ejercido sobre mí una profunda sugestión. No sé quién es; pero su figura es para mí tan real, tan viva, tan eterna, como la de un héroe o un genio…

No estamos seguros de si José Nieto acaba de llegar a la habitación o se está marchando. Sentiríamos de corazón que se tratara de esto último, como así parece, aunque afortunadamente Velázquez pudo atrapar su efigie antes de que desapareciera de la escena. Quizá se acercara un momento para ver cómo iba todo y luego volviera a sus quehaceres. No lo sabemos. Cuando a Dalí le preguntaron qué salvaría del Prado en caso de incendio, respondió sin dudar que el aire de Las Meninas. Es cierto, es un aire puro, sin viciar, y nosotros, que ciertamente podríamos pasar dentro y respirarlo, preferimos no hacerlo; preferimos, a veces, contemplar a ser contemplados.

***

¡Qué figura más antipática la de Menipo! Sí, en este caso no podemos esconder nuestra repugnancia. Este viejo andrajoso, de cara flaca y angulosa, que quiere volvernos la espalda y que no quiere saber nada de nosotros, y que se solaza en ello con una sonrisilla absurda, parece esconder algo celosamente de nuestra vista debajo de la capa. Nos recuerda a esos niños egoístas que no querían compartir sus juguetes. Quizá sea dinero lo que esconde, o un mendrugo de pan. ¡Qué nos importa!, le decimos, aunque fueran cien onzas de oro. No necesitamos más para vivir y estamos saciados, Menipo. Los libros que has leído, filósofo, no te han hecho buen efecto. Ni siquiera los amas, ¡mira cómo los tienes tirados por el suelo! Guárdate tus miserables e inmensas riquezas para ti solo, que nosotros compartiremos nuestros escasos bienes con quien estimemos más oportuno. Y no serás tú, Menipo, y no serás tú.

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