“Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias” (Sancho Panza, II, XI).
Al hilo de la lectura del Quijote, libro que deja un poso como muy pocos dejan, se pregunta uno si no hemos tenido todos una Dulcinea propia y, más allá, si no sería saludable tener cada cual su Dulcinea, su enamorada etérea, que sólo existiera en nuestra cabeza o, de existir físicamente, que la concepción que tuviéramos de ella estuviera alejada años luz de la real, como parece que así ocurre en la novela de Cervantes, aunque en este aspecto hay dudas, porque no queda claro si Dulcinea existió o no. En el capítulo I de la primera parte se menciona a la tal Aldonza Lorenzo, en quien Don Quijote piensa cuando busca una mujer de la que estar enamorado, como mandan los cánones de la caballería andante que él leyó en sus libros, y a la que bautiza poéticamente como Dulcinea del Toboso. Esta mujer es una labradora bien real del bien real pueblo de El Toboso, hoy en el sureste de la provincia de Toledo, y de la que Cervantes dice que Don Quijote “un tiempo anduvo enamorado”, aunque “ella jamás lo supo, ni le dio cata dello”. Después, es Sancho el que dice haberla visto, al ir a entregarle la carta que le escribe Don Quijote. Sin embargo, en la segunda parte Don Quijote afirma que está enamorado “de oídas” y que jamás llegó a ver a Dulcinea. Sea como fuere, lo que está claro es que Don Quijote no tuvo nunca estrecha relación con el objeto de sus amores, y que por tanto podríamos denominarlo como un verdadero amor platónico. ¿Quién no ha tenido un amor de este tipo en su infancia o adolescencia? ¿Quién no ha bebido los vientos por un ser totalmente desconocido con quien no ha cruzado nunca -y raramente cruzará- una sola palabra, solamente por inventarse pasiones para ejercitarse, como dijo Voltaire? Cuánto de quijotesco hay en esta concepción del amor, tan real y lícita como cualquier otra, incluyendo el amor interesado y el amor pasional. Ahora bien, si esto es relativamente normal en edades tempranas, cuando el sedimento sentimental está tomando cuerpo, no lo es tanto en la primera juventud y edad adulta, cuando el ser humano deja a un lado los ideales y se centra, porque siente la necesidad de ello, en las cosas tangibles que pueda tocar y con las que pueda interrelacionarse. Es posible que de tener cada cual su Dulcinea la natalidad cayera en picado -hasta ser igual a cero-, pero también que nos ahorraríamos infinidad de tragedias que tienen a los celos como principal foco de infección. ¿Quién podría desarrollar celos estando enamorado de una persona que no existe, o si existe no hemos tratado en absoluto? Echemos la vista atrás y recordemos, recordemos si tuvimos una o varias Dulcineas en nuestra vida, y hagámosla objeto imaginario a la que consagrar y dedicar nuestras más valiosas acciones. Porque por mucho que suspirara y se quejara Don Quijote por la lejanía de su amada, esa queja no era más que un consuelo, el mayor que podía tener alguien que vivió su locura con la mayor aplicación y seriedad.
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Nótese que Don Quijote elige estar enamorado. “Yo soy enamorado, no más que porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean”, nos dice en II, XXII. Esto, en sí mismo, parece una contradicción. Enamorarse o desenamorarse no se elige, eso sale o no sale. La voluntad, en las cosas del amor, pasa no a un segundo plano, sino a un tercero o un cuarto, sepultado por los confundidores barros del sentimiento. Y es curioso que, siendo este sentimiento de Don Quijote elegido y, por tanto, artificial, no se nota en toda la novela una mengua en su amor por Dulcinea, muy al contrario parece ir in crescendo conforme Don Quijote va viviendo aventuras e incluso siendo requerido por mujeres reales y cercanas, aunque engañadoras, como aquella Altisidora que, impelida por los duques, embroma a Don Quijote haciéndole creer que está perdidamente enamorada de él y que llega a morir y resucitar ficticiamente. Ni la hermosura de la doncella ni estos hechos tan extraordinarios bajan a Don Quijote de su amor elevado y cerril por Dulcinea, a la que es siempre fiel de hecho, de palabra y de sentimiento. Aquí está el gran hallazgo de Cervantes, que a fuerza de burlarse de los libros de caballería, en los que el amor era omnipresente y lo que infundía fuerzas a sus héroes protagonistas, llega a burlarse del amor mismo, que -y esto es lo asombroso-, al ser burlado es a la vez ensalzado a cotas superiores, sublimes, inimaginables, haciendo del Quijote una de las más grandes novelas de amor de todos los tiempos.
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La muerte Don Quijote es una de las conmovedoras de la literatura universal. No hay consuelo. En primer lugar, porque nos impide seguir en su compañía, viviendo con él sus aventuras y desventuras, caminando al lado de Rocinante por aquellas llanuras desérticas y aquellos pueblos de Dios, conociendo gentes de toda laya -labradores, mendigos, pastores, mozas garridas, delincuentes, doncellas, incluso duques y otras personas principales-, historias, ventas, cuevas, bosques, parajes naturales, en fin, y escuchando sus palabras y las de Sancho, a las que no falta ni sobra ni una coma, y que en su simplicidad encierran una inmensa sabiduría porque Cervantes supo buscarlas y sacarlas de lo más profundo y sencillo de nuestro ser; nos conmueve también por las lágrimas que vierte Sancho sobre el cadáver de su amo, como un niño que llorara, sin comprenderla muy bien, la muerte de su padre, con la mansedumbre y estupor con que lloran los niños las grandes tragedias; nos conmueve porque nos hace recordar las vicisitudes de Don Quijote como si recordáramos las de nuestra propia vida, o como si esas vicisitudes formaran parte ya de nuestra propia vida, que viene a ser lo mismo; nos conmueve porque en su lecho de muerte Don Quijote recupera la cordura y abjura de su locura por la caballería, y cae en la cuenta del error cometido y de haber arrastrado a Sancho a ese mismo error, porque sin duda preferimos a Don Quijote, al loco -sólo supuestamente-, al que conocemos y hemos acompañado, al que nos ha hecho reír con sus disparates tan bien traídos, al que estaba enamorado hasta las trancas de una persona irreal o próxima a la irrealidad, que al prosaico Alonso Quijano; y nos conmueve, al fin, por la misma Dulcinea, de quien probablemente nosotros también nos hayamos enamorado sin darnos cuenta y que con la muerte de Don Quijote deja de existir. Así, no sabe uno si llora la muerte de Don Quijote o la de Dulcinea, de quien, como fabricación de Don Quijote, no volveremos a tener noticias en los días de nuestra vida.
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