Los milagros del trabajo. Hacía diez minutos que había terminado el partido y me afanaba en tener la crónica preparada lo antes posible, sabiendo que las verdaderas dificultades iban a venir después, como siempre, a la hora de subirla a la web, por mor de esas inevitables pero no menos irritantes -por recurrentes- dificultades técnicas. La zona de prensa de la Caja Mágica está en el mismo fondo del túnel que da a los vestuarios, y para los periodistas es una gozada compartir los minutos posteriores al partido con los jugadores delante, ya duchados, saludando a novias, familiares y amigos y comentando las vicisitudes del partido recién terminado. Bien, ayer se dio una situación inédita y de la que casi me asombro de haber salido con vida y relativamente entero. Me afanaba, decía, en terminar la crónica, cuando sentí una presencia cercana, justo delante de mí. Alcé la vista; se trataba de H. L., la flamante novia de R. F. y ex Miss España. Ahí estaba, a menos de un metro de mí, esperando a su novio, que se había lesionado durante el partido y que tardaba más de la cuenta en salir de los vestuarios. H. L. estaba visiblemente preocupada, como si su novio en vez de haber resultado lesionado lo estuvieran operando de urgencia, y cuando al fin salió la muchacha corrió a abrazarlo, como si acabara de regresar de la guerra o de otro gran peligro, en una escena eminentemente romántica y peliculera. Hay que decir que el jugador tenía un hematoma.
Pero, mientras R. F. salía, tuve la oportunidad de disfrutar de esos momentos de intimidad con H. L., a menos de un metro de mí, repito, y con las personas más cercanas a nosotros a no menos de cuatro o cinco. Por qué se colocó justo ahí, teniendo toda la fila libre de periodistas -quedábamos yo y un par más de compañeros, en la otra punta de la hilera- es cosa que no sé. Yo se lo agradezco, en cualquier caso. En esos escasos minutos me dio tiempo a fijarme de cerca en sus ojos rasgados y enormes, en la textura de su piel, como de bizcocho, en su pelo, también como de bizcocho, e incluso tuve la oportunidad histórica y difícilmente repetible de embriagarme con su aroma. Escribirlo ahora me pone los pelos de punta. Lo más asombroso, además de lo insólito del hecho mismo de haberla tenido tan cerca mientras yo aporreaba las teclas del ordenador, es mi absoluta tranquilidad, precisamente por estar concentrado en mi tarea, que debía estar hecha de forma urgente y con la mayor calidad posible.
Claro que de estas cosas se da uno cuenta ahora, mucho tiempo después de acaecidas. En el momento, nunca. Si en el momento tenemos que estar pendientes de darnos cuenta de las cosas, no nos daríamos cuenta de nada, igual que es imposible que un escritor escriba cada hora, cada minuto y cada segundo de su vida, porque la vida se le iría en escribir y no en vivirla. Por ejemplo, ha sido ahora, mientras escribía, cuando me he dado cuenta de que la olí; entonces, percibía el olor, sí, pero no me daba cuenta de que la estaba oliendo. Y así con todo, o con casi todo. Sin darme cuenta me centré en la pantalla del ordenador, un poco después R .F. salió de los vestuarios, H. L. se olvidó de mí y me abandonó para abrazar a su héroe, terminé la crónica y me fui del pabellón, ya solitario, por la puerta de servicio, mientras R. F. y H. L. se besuqueaban allí abajo, muy cerca del mismo lugar donde yo había vivido un insólito idilio.
***
Algunas veces se pone uno a considerar qué cosas debe tratar en un diario, por cuáles debe pasar como una tangente y cuáles no debe tocar de ninguna de las maneras. Esto es de un funambulismo aterrador. Ocurre a veces que uno se topa con una visión que le fascina o le ocurre algo que cree digno de plasmarse en negro sobre blanco, pero al cabo de quince minutos o se le ha ido de la cabeza o lo considera como una solemne estupidez, por prosaica. No sé. Es más difícil saber lo que se debe escribir para que la cosa resulte interesante que el mismo acto de escribir. ¿Escribir sus sueños? ¿Escribir cuando no le pasa nada? ¿Escribir sus frustraciones y desasosiegos, así, en directo como si dijéramos, sabiendo como se sabe que escribir bajo un estado emocional turbulento lleva inevitablemente al fracaso literario? Y aquí viene lo más peliagudo de todo: ¿escribir sobre lo que se escribe o deja de escribirse, como está haciendo uno ahora? Yo creo que esto sólo deberían hacerlo los consagrados, lo que pasa es que los consagrados -y por ello son los consagrados- escribían sobre la vida y lo que esta les evocaba, no sobre lo que escribían o dejaban de escribir, al menos al principio. Luego ya, como consagrados, su manera de trabajo, sus bloqueos o estados febriles, sus épocas de inspiración o secarral absoluto, cobran interés, por ser quienes son. Pero, ¿un neófito? Difícil cuestión, como se ve, porque cuando a uno no se le ocurre nada es fácil entregarse a la tentación de escribir sobre lo que escribe o, mejor dicho, sobre lo que no escribe. Claro que a veces le asalta a uno este pensamiento: en literatura se escribe, más que lo que pasa, lo que deja de pasar; lo que deja de pasarle a uno, lo que deja de pasarle a los demás, lo que deja de pasar en el mundo. Se escribe gracias a ese resorte que es el deseo, el ideal. Porque si todo pasara, si todo lo que nos gustaría que pasase pasara, nadie escribiría, como no fuera para describir una cosa más gris y prosaica que la realidad misma. Eso no tiene sentido. ¿Quién leería esos libros, siendo la realidad tan maravillosa? Y recordemos la frase de Pessoa: “si yo viviera un gran amor, no podría contarlo”.
Sí, en literatura se escribe sobre todo no lo que pasa, sino lo que deja de pasar. Trapiello dijo que su profesión consistía no en narrar su propia vida, sino las vidas ajenas, o sea, lo que deja de pasarle. Lo dijo alguien que ha publicado diecisiete tomos de sus diarios, en los que por fuerza ha de comparecer él mismo. Entonces, ¿cómo pudo hacer aquella afirmación? Si uno lee alguno de esos tomos, se dará cuenta de que quizá la persona sobre la que menos se habla es el mismo autor. Claro que casi siempre aparece, ¿cómo no va a aparecer si se trata de un diario? Como aparece Pessoa en todo su esplendor en el Libro del desasosiego, aparece César González-Ruano en su Diario íntimo o aparece Umbral en Un ser de lejanías. Todos aparecen, y raro es el que no cae en un egotismo más o menos palpable o más o menos disimulado, sobre todo para dar cuenta de los malos momentos. A mí esto no me parece mal, siempre que no sea la nota predominante. Leer que alguien está deprimido y se siente desgraciado los trescientos sesenta y cinco días del año cansa a cualquiera, sobre todo porque, si no hay enfermedad real de por medio, es difícil creerle. Y, aunque parezca contradictorio, aún diría más: el escritor a veces debe engañarse a sí mismo y, al ponerse a escribir, figurarse en un estado de ánimo opuesto al que en realidad se encuentra, igual que el que juega al fútbol o a las cartas para distraerse un rato y olvidarse de los problemas. Sólo así llegará a escribir cosas verdaderamente auténticas.
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