lunes, 31 de octubre de 2011

EL PAN Y LA LEÑA

“Cuanto más observo a los hombres, menos los soporto; si pudiera decir lo mismo de las mujeres, todo estaría bien” (Thomas Moore).

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Título para algo: El pan y la leña.

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El sueño con P. Repito que no sabe uno por qué lo cuenta. Quizá es que lo encuentra gracioso. Ahora, ¿lo encontrarán gracioso los demás? Es poco probable, pero no hay forma de saberlo hasta que uno lo escriba y alguien lo lea. Tampoco gana uno nada no escribiéndolo. Es la boda de V., a la que, no sé por qué razón, he ido acompañado por P. Estamos en la comida, en una de esas mesas redondas para seis u ocho personas. P., naturalmente, está a mi lado. Increíblemente yo no estoy contento, lo tomo como algo natural. Se diría que habíamos ido juntos a otras muchas bodas. El caso es que ella no me hace demasiado caso, se concentra en hablar con nuestros compañeros de mesa. V., en ese ritual de las bodas que consiste en que los novios van saludando mesa por mesa y preguntan que qué tal va la cosa, como si en medio de una labor enojosa nos dieran ánimos, llega a la nuestra. P. y V. se ponen a hablar de manera más o menos íntima, pero no lo suficiente para que uno no pueda captar algunas frases. Escucho que ella le dice: “esto del amor es muy inestable. Figúrate, por ejemplo, que me conoces a mí aquí, recién casado, y te enamoras”. A esto sigue una brutal carcajada de ambos. Yo, alarmado, tercio en la conversación: “no, no, pero este -refiriéndome a V.- está muy embobado con su mujer, eso es imposible”. Subrayo la palabra imposible, zanjando la cuestión, que había tomado tintes siniestros. Después, en un momento, por estas cosas que tienen los sueños, la comida se está celebrando en mi habitación. Yo voy al baño, pero no por prurito fisiológico, sino por ver si P. reacciona a mi ausencia. Tardo un rato, en el que me lavo los pies (habría que ver si esto de los pies tiene algún significado psicoanalítico). Cuando regreso al banquete, P. ya no está, y V. tampoco. No estoy triste.

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Intentaré explicarlo científicamente. No me interesan en absoluto las novedades literarias, ni las novelas históricas, ni El secreto -un secreto en manos de tanta gente deja de serlo y, por tanto, de tener interés-, y tiendo a despreciar los libros más vendidos. Es un prejuicio, o mejor un conjunto de prejuicios con un denominador común, sí, pero con los prejuicios se hacen también los gustos y se hace, sobre todo, mucha literatura. Podría establecer una fórmula matemática, una constante, que dice que a mayor volumen de ventas de un libro o un autor, mayor indiferencia por parte de uno y menor probabilidad de que uno lo lea. También que cuanto más lujosa sea una edición y más pretenciosa luzca una portada, menos probabilidades hay de que uno se gaste el dinero. El grosor de las pastas también es decisivo, y se observa que a más milímetros, menos probabilidades existen también de que uno compre el libro. Ocurre algo parecido si el título del libro está escrito con letras en relieve doradas. Si el libro trae algún obsequio -tipo una “práctica lámpara de lectura”, como ha visto uno últimamente-, la probabilidad es igual a cero. Pero es igual a cero también la probabilidad de la novela rosa, los libros de historia, los de autoayuda y la novela policíaca, así como la de los libros de ciencias ocultas, misterio y guías turísticas. De los vampiros y demás similares zarandajas podría hablarse en términos de números negativos, si ello tuviera sentido real aparte del matemático. Es probable que no lo tenga, pero hablar de números negativos es suficientemente revelador.

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A veces observa uno en los animales comportamientos tan parecidos a los de las personas que no sabe uno ya si en realidad son los comportamientos de las personas parecidos a los de los animales. Ayer estaba leyendo en un parque cuando me puse a observar a dos palomas que había delante de mí. El palomo perseguía a la otra, como queriéndole dar un beso puntiagudo. La perseguida le esquivaba, andando de un lado para otro, con esos pasos cortitos y ridículos de las aves, hechas para volar. La escena se desarrolló en apenas unos metros cuadrados, un escenario asombrosamente pequeño para unas criaturas que si por algo se caracterizan es por tener la envidiable capacidad de recorrer el mundo sin esfuerzo y sin límites de ningún tipo. ¿Por qué la perseguida, si tanto se resistía, no echó a volar? Hubiera sido mucho más fácil, agitas las alas, y al otro que le den. ¿Por qué no lo hace? ¿Por qué persiste en esa actitud orgullosa y vanidosa, si al final va a acabar sucumbiendo? Y si no sucumbe, ¿por qué, como he dicho, no echa a volar y zanja el asunto? Claro que también cabría preguntarse por qué el perseguidor no desiste de su esfuerzo y va a por otra, pero nos da miedo porque sería intentar responder en unas palomas a unas preguntas demasiado humanas.

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