lunes, 24 de octubre de 2011

MÁS VADEMÉCUM

La tarde transcurría lenta y diría que plomiza, de no ser porque estamos en verano* y en literatura las tardes plomizas suelen reservarse para el otoño y el invierno. No, no transcurría plomiza, es que ni siquiera transcurría. La persiana estaba medio bajada, dejando la habitación en penumbra, con el fin de aguantar algo mejor el calor sofocante, que parecía derretirle a uno el cerebro. En tales circunstancias intenta uno leer, pero es en vano, porque a las tres páginas ya está sofocado y tiene que cambiar de postura, que vuelve a ser modificada a los cinco minutos, bocarriba, apoyado en el codo izquierdo, en el derecho, otra vez bocarriba, y así hasta el infinito. Hasta las suaves sábanas de algodón le queman a uno, así es que deja el libro tirado en la cama, se levanta, va a al baño, se embadurna el cuerpo de agua, regresa a la habitación (siempre con esa negligencia en los movimientos que provoca el calor), enciende el ventilador, lo pone en máxima potencia y sin precaución de ningún tipo se coloca delante del chorro de aire, que es caliente, pero que al menos se mueve. La primera sensación de frescor parece revitalizarle a uno, pero dura tan poco que no se sabe si es incluso contraproducente probar esas mieles y no será mejor quedarse uno como está y esperar a que llegue la noche, cuando se supone que las temperaturas descenderán. Pero uno va al baño dos, tres, cuatro, ocho veces, hasta que se harta del ir y venir. La tarde desde luego que no estaba siendo histórica, hasta que acaeció un acontecimiento único en los veintiocho años y medio que uno lleva viviendo en este piso.

Escuché un aleteo en la ventana. Pensé que sería una paloma de las muchas que utilizan el alféizar como lugar de descanso. Sin embargo, el aleteo había sido extraño, más vigoroso y contundente. El sonido era como cuando sacudimos una sábana grande dos o tres veces seguidas. Si se trataba de una paloma, era una paloma muy grande. Pero no, no podía ser una paloma, sin duda se trataba de otra ave. Como la persiana estaba casi bajada del todo, tuve que agacharme y mirar por la rendija que quedaba entre el alféizar y la persiana. Me quedé pasmado. El perfil era inconfundible, majestuoso, arrebatadoramente bello. Se trataba de un azor con el plumaje del color del trigo y los ojos ámbar rodeando la negrísima y enorme pupila negra del centro. Tenía el tamaño de una gallina pequeña, su cuerpo era compacto y fuerte, la cabeza poderosa, y la mirada como la tienen siempre las águilas, azores y todas las aves cazadoras: ceñuda, escrutadora, vigilante, seria, inteligente. Así deben de tenerla los héroes y los grandes hombres. Era una mirada muy parecida a esa de Tolstoi que ha visto uno en las fotografías, que parece que le rebana a uno el espíritu o que le está echando la bronca por las malas acciones.

Me quedé completamente parado, procurando no hacer ningún movimiento que pudiera ahuyentarlo. Tuve suerte de que la persiana estuviera medio bajada, de otra manera muy probablemente el azor jamás hubiera elegido mi ventana para descansar. Unos minutos más tarde aterrizó con un vuelo incomparablemente elegante otro azor, supuse que hembra, porque era algo más pequeño. La pareja inició el que debe de ser el ritual del amor de los azores, se miraban, se picoteaban ligeramente la cara, se acariciaban el plumaje cuello con cuello, el macho desplegaba las alas, la hembra se hacía la sueca, como si dijéramos, obviando las fanfarronerías de su enamorado. Incluso parecía que se guiñaban. Uno, contemplando la escena, se sentía una especie de voyeur que asistiera a los instantes más íntimos y decisivos de un amor, como cuando de pequeños espiábamos en comandita y llenos de envidia a la incipiente pareja de novios guapos de la clase. Lamenté no tener a mano una cámara con la que grabar tan egregio acontecimiento. Pensé en buscarla, pero en esa operación, en el encendido de la máquina y en el mero hecho de concentrarme en grabar me iba a perder toda la secuencia, que podía masticar y saborear mucho mejor con mis propios ojos. Siempre pensamos en grabar y fotografiar las cosas, cuando en realidad el mejor fotograma está en nuestra memoria, que es por esencia original.

El cortejo duró no más de cinco minutos, pero que parecieron cinco horas, tal fue su intensidad. Al cabo, los dos azores, sanos, bellos e ingenuos, unos azores en la plenitud de la vida, alzaron el vuelo, primero ella y luego él, y mancharon el deslumbrante, casi blanco cielo del verano con sus cabriolas negras y orgullosas, dejando a su paso una estela de amor y vitalidad casi mitológicos.

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Es posible que se pase uno la vida cometiendo errores, pero es que encima son los demás los que nos lo recriminan.

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En cierto modo es beneficioso toparse o conocer personas con tales o cuales defectos o tales o cuales características cargantes. Al estar fuera de uno mismo, puede uno observarlos y percibirlos con más claridad y objetividad, reflexionar sobre si uno alguna vez ha tenido ciertas actitudes y presenta ciertas características, hacer examen de conciencia y, en caso necesario, poder enmendarse. Estas gentes son muy necesarias porque despiertan en nuestro interior una marcada faceta pedagógica sobre nosotros mismos, siempre, claro está, que no haya riesgo de contagio.

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Forzar el estilo es el primer síntoma de debilidad, y dar por buena una frase, la muerte completa del escritor.

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"No hay literatura seria sin humor" (Andrés Trapiello).

*Estos apuntes del natural fueron tomados el pasado mes de julio.

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